El amor eterno

El amor eterno

«La amada: ¡Desfallezco de amor! Ponme la mano izquierda sobre la cabeza y abrázame con la derecha. El Amado:   ¡Muchachas de Jerusalén, por la ciervas y gacelas de los campos, os conjuro, que no vayáis a molestar, que no despertéis al amor, hasta que él quiera!» (Can 2,6-7)


Sei sólo tenía diez años cuando se desataron las cruentas persecuciones contra los cristianos en Japón, a comienzos del siglo XVII. Tras un largo periodo en el que su familia estuvo escondida, los guardias les encontraron y les mataron a todos menos a ella, la más pequeña, que la enviaron como sirviente del palacio del shogun, el jefe militar encargado de la persecución.

Al llegar al palacio, se la puso a cargo del jardín privado de la esposa del shogun. En su bolsillo sólo llevaba un recuerdo de su familia: una semilla de arce que cogió de su casa cuando, en medio de una noche lluviosa, salieron huyendo apresuradamente. Esa semilla le evocaba el calor del hogar, el cariño de sus padres y la fe cristiana que tanto bien les había hecho y por la cual decidieron dar su vida.

Sabiendo que todo culto cristiano estaba penado con la muerte, Sei hizo el voto secreto de entregar su corazón a Aquel por quien su familia lo había dado todo. Por ello buscó un apartado rincón del jardín donde poder abstraerse de todo y allí plantó la semilla de arce. Ésta germinó y dio a luz un bello arbolito que creció sano y fuerte gracias a los esmerados cuidados de Sei.

A falta de una cruz y de otro objeto religioso, ese arce era la mejor imagen que Sei tenía de su amado Jesucristo. Cuando llegaba el otoño y sus hojas se ponían rojas antes de caer, Sei hacía memoria de la Pasión del Señor, antes de su muerte. También se acordaba con gran tristeza de la sangre derramada por su familia. Pero cuando el arce brotaba de nuevo en primavera, Sei festejaba en su corazón la resurrección del Señor, y la de sus seres queridos, y se alegraba pensando en ellos, pues ahora gozaban de la paz celestial.

Si bien tuvo muchos pretendientes, pues Sei era bella e inteligente, siempre fue fiel a su voto de amor a Jesucristo. Todos los días, aunque lloviese o nevase, Sei se arrodillaba a los pies del arce, lo besaba, lo abrazaba con ternura, y así pasaba largos ratos de oración. Cuando los guardias del palacio la veían junto al arce, pensaban que adoraba a alguna divinidad natural sintoísta, por eso nunca despertó sospechas.

Y así pasaron años y más años en los que Sei recogió las hojas secas, cavó y abonó la tierra de los macizos de flores, entresacó las malas hierbas, podó los frutales, hizo ramos de flores, recolectó la fruta, plantó nuevos bulbos, segó la hierba, dio de comer a los peces del estanque… Toda su vida la dedicó a cuidar el jardín de la esposa del shogun y a amar en secreto a su divino Esposo. Y a pesar de la tragedia que la llevó allí, Sei daba gracias a Dios por tener una vida tranquila, feliz y llena de amor.

Siendo ya muy anciana, y viendo que le faltaba poco para reunirse definitivamente con su Amado, decidió desvelarle su secreto a la joven esposa del nuevo shogun y le pidió que la incinerasen y que echasen sus cenizas a los pies del arce. La esposa del shogun, conmovida por aquella historia, guardó cuidadosamente aquel secreto y, tras la muerte de su anciana jardinera, hizo todo lo que ésta le pidió.

E hizo algo más: plantó una parra virgen junto al arce para que ésta trepase por él y abrazase cariñosamente su fuerte tronco. En torno al arce y la parra levantó una pequeña cerca y colocó un cartel en el que escribió: «El amor eterno».

Poco a poco, con el paso del tiempo, aquel rincón del jardín se convirtió en un lugar famoso de peregrinación al que los novios acudían para declararse mutuamente su amor, sin saber que aquel arce y aquella parra simbolizaban en realidad al amor humano más fuerte que jamás ha existido: el de un corazón que lo ha dado todo por Jesús.

 

Así lo expresa el Cantar de los Cantares:

«La amada: ¡Desfallezco de amor!

Ponme la mano izquierda sobre la cabeza

y abrázame con la derecha.

El Amado:   ¡Muchachas de Jerusalén,

por la ciervas y gacelas de los campos,

os conjuro,

que no vayáis a molestar,

que no despertéis al amor,

hasta que él quiera!» (Can 2,6-7).

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino