El amor del Esposo

El amor del Esposo

Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor


Sor Rosa entró muy joven en el monasterio, apenas tenía 16 años. Su vida en casa era un infierno. Su padre era un alcohólico que disfrutaba golpeando a su mujer y a sus hijos. Por eso, cuando conoció la fraterna y pacífica vida monástica, le pareció el Paraíso, y sin dudarlo supo que esa era su vocación. Desde que entró en el monasterio encajó muy bien, pues era sumisa, buena e inteligente.

Tras pasar por varios cargos, fue nombrada maestra de novicias cuando no tenía más que 30 años, pues, en palabras de la madre priora: «Era un modelo para toda la comunidad». Tomó el cargo con mucho ánimo y se dedicó con cariño a ese servicio. Pero en su corazón algo no marchaba bien. Cada vez le costaba más no fijarse en los hombres y no perdía de vista al joven que la comunidad había contratado para que se ocupase de las tareas más duras del jardín y de la huerta. Y, poco a poco, sin darse apenas cuenta, su devoción interior y su amor a la vida monástica se vinieron abajo.

Cuando tenía 35 años, el monasterio era para ella en una auténtica cárcel. Formar a las novicias pasó a ser una pesadilla, pues su corazón estaba en otra parte. Se imaginaba siendo la novia del jardinero, casándose con él, teniendo muchos hijos, y después muchos nietos. Su hogar no sería como el de sus padres, un infierno, sino todo lo contrario: el cielo.

 Todo aquello la hacía estar cada vez más distraída, triste y colérica. Y cuando iba a la cama, después del rezo de Completas, rompía a llorar de impotencia. No se atrevía a contar a nadie lo que le pasaba, ni siquiera al P. Antonio, su confesor, pues sabía que le daría un gran disgusto, y menos aún a la madre priora. ¡La maestra de novicias no podía contar esas cosas, sería un escándalo!

Así que una noche, mientras lloraba en la cama, algo la empujó a dirigirse a la capilla. Cogió una vela, de puntillas cruzó el claustro, entró en la capilla y se quedó de pie frente al gran crucifijo que hay junto al altar. La capilla estaba sumida en la oscuridad. Apenas se entreveía nada a la luz de la vela. Le pareció que Jesucristo la miraba con ojos comprensivos desde la cruz. Así que, sin pensárselo dos veces, dejó la vela sobre el altar, e hizo algo que había visto hacer muchas veces a su madre en la parroquia: tocó tiernamente en los pies del Crucificado. Entonces sor Rosa sintió cómo un gran amor entraba en ella y le invadía la paz. Sabía que no era más que una imagen tallada en madera, pero sentía que su corazón se unía realmente al de Jesús. Allí se quedó extasiada casi una hora. Después cogió la vela, y con el corazón encendido de amor, regresó a su celda.

Desde entonces, allí estaba todas las noches bajo la cruz, a la luz de una vela, acariciando dulcemente los pies del Crucificado. Sor Rosa había descubierto qué es el amor. Qué es pasar las noches junto a su Amado. Supo en carne propia que la mujer que ama muere para sí, pues se entrega totalmente a aquel que la quiere. Su vida pasó a estar en manos de Alguien que poco a poco la fue transformando interiormente y haciéndola mejor monja. Su corazón y el de su Amado eran uno. Latían a la vez. Sor Rosa estaba rendida a los pies del Señor…

Pero una noche pasó lo inevitable. Mientras estaba junto a su Amado, la luz de otra vela apareció por la puerta de la capilla: era la madre priora. Lentamente subió hacia el altar, dejó su vela junto a la de sor Rosa y en voz baja le preguntó:

‒¿Qué pasa?

Ambas se sentaron en un banco y, entre lágrimas y sollozos, sor Rosa le contó todo. Tras acabar, la priora la cogió las manos con cariño y le dijo:

‒Hermana, somos de carne y hueso, somos humanas, y Jesús lo sabe. Por eso te llamó para que volvieras junto a Él, y así poder mostrarte todo el amor que el Esposo puede dar a su amada. Siéntete contenta, hermana, eres una buena monja, y te queremos.

Así dice el Señor: «Yo la seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón…

Aquel día tú me llamarás: “Mi Esposo”…

Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor» (Os 2,16.18.21-22).

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino