Descubriendo la Realidad

Descubriendo la Realidad

Porque vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos...   


Irene era estudiante de Arquitectura. Los sábados por la tarde los dedicaba por entero a la parroquia. Primero colaboraba en el despacho de Cáritas, realizando sobre todo labores administrativas, y después llevaba un grupo de Confirmación. Su novio, Juan, también estudiaba Arquitectura. No era creyente, ni siquiera estaba bautizado. Se enamoraron hacía dos años colaborando juntos en un proyecto de ayuda que su facultad organizó para construir un dispensario médico en un país africano. Desde entonces son inseparables.

Como pronto surgieron roces a causa de sus creencias, decidieron respetar mutuamente su forma de ver la vida. Lo cual significaba que apenas hablaban de este tema.

Estando así las cosas, ocurrió algo terrible: a la madre de Juan le diagnosticaron un cáncer terminal. Como toda su familia era atea, tomaron esta tragedia con gran resignación, asumiendo, con dolor, que a su madre le quedaban unos meses de existencia, para después desaparecer totalmente.

Irene rezaba y rezaba a Dios para que le iluminase en estas difíciles circunstancias. No sabía qué decir a Juan para consolarle. No quería hablarle del amor de Dios, pues parecería que estaba aprovechando este duro momento para «convertirle». Pero tampoco era capaz de hablarle de algo tan vivencial sin tener en cuenta a Quien es el fundamento de nuestra vida. Por eso guardaba un incómodo silencio, mientras, por dentro, suplicaba a Dios.

Todo cambió cuando, un día, yendo de paseo, después de visitar a la madre de Juan en el hospital, surgió esta conversación que inició Juan:

–Afortunadamente, no tengo a ningún dios al que echar la culpa de la enfermedad de mi madre. Esto ha pasado por puro azar y, ante el azar, sólo queda resignarse y llorar. Espero que todo pase pronto.

–¿De verdad crees que tu madre es puro azar, como quien echa unos dados o compra un boleto de la lotería? –Contestó dubitativamente Irene.

–No digo que ella sea azar, sino que lo que le ha pasado ha sido causado por el azar.

–Entonces, si tu madre no es azar: ¿qué es para ti?

Juan se quedó callado durante un largo minuto de denso silencio. Hasta que, con un hilo de voz, respondió:

–Mi madre, para mí, es amor.

Y no volvieron a hablar hasta que llegaron a casa de Irene y se despidieron.

Al día siguiente, Juan le dijo a Irene que había pasado toda la noche en vela. La conversación del día anterior le había abierto los ojos. Le ayudó a ver que el mundo, la existencia, es mucho más de lo que nuestros sentidos captan y de lo que nuestra mente es capaz de deducir. Por momentos, en aquella larga noche, sintió que caía por un precipicio sin fondo, pero lleno de luz. El hecho de descubrir que su madre es, para él, algo tan importante y profundo como el amor, le hizo ver que hay otra Realidad mucho más importante y fundamental. Una Realidad que da sentido a todas las cosas.

Irene, ante aquellas palabras, se sintió desbordada. No sabía qué decir, porque tampoco entendía muy bien qué le estaba queriendo comunicar su novio. Por dentro, ella se preguntaba: «¿Por qué el descubrimiento del amor de su madre le ha hecho ver las cosas de otra forma? Los ateos saben qué es el amor, y también aman, como los creyentes, ¿por qué le ha afectado tanto todo esto?». Por eso Irene no comprendía nada, y se limitaba a escuchar.

Pero Juan no le estaba hablando de un sentimiento sino una dimensión del «ser». Cuando él pensó en su madre el día anterior, descubrió en su interior una especie de puerta que le comunicaba con un Mundo totalmente nuevo que desconocía. Hasta entonces, captaba la existencia como algo puramente material, monótono y anodino. Los objetos, las personas y los acontecimientos eran «planos», pues sólo percibía de ellos dos dimensiones: la física y la temporal. Pero ahora percibía en ellos otra Dimensión que les da «volumen» y sentido: el Amor divino.

Juan descubrió que el mundo está sostenido por un Ser superior que es una inagotable fuente de un amor infinito. Y, así, la existencia cobró todo su sentido en el corazón de Juan.

Pero su cerebro necesitaba comprender lo que estaba experimentando. Por eso, intentó compartir con su amada Irene lo que había descubierto –en la medida en que era capaz de verbalizarlo– y le planteó multitud de preguntas acerca de Dios. Y cuando Irene comenzó a hablarle de la Historia de la Salvación –de cómo Dios creó el mundo por amor, de cómo envió a su Hijo para redimirnos mediante su amor derramado en la Cruz y de cómo ahora mora en nosotros su Espíritu, que es fuente de todo amor– a Juan le fueron encajando las «piezas». Lo que su novia le estaba contando le permitía comprender –en cierto modo– esa nueva Dimensión de la existencia que había descubierto. Y, con gran alegría, descubrió que su madre –que tenía un buen corazón– no iba a desaparecer, sino todo lo contrario, pues, Dios –con infinita misericordia– le iba a abrir las puertas de la vida plena y eterna.

A los pocos días murió la madre Juan y, tras ello, él tomó la decisión de comenzar el catecumenado de adultos para integrarse en la Iglesia, pues necesitaba convivir con personas que compartiesen su forma de ver la vida.

Pero Juan se quedó para siempre con la pena de que su madre no hubiera descubierto, en esta vida, a Dios, pues le habría hecho muy feliz.

Irene, por su parte, no ha dejado de dar gracias Dios por haber ayudado a su novio a descubrir la Realidad. Aunque nunca llegó comprender del todo por qué aquel rotundo cambio de Juan fue originado por una simple conversación sobre su madre. Y Dios, desde lo hondo de su corazón, siempre le responde con estas palabras:

«Porque vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos...     

Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,8.9).

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino