Vírgenes, monjes y Padres de la Iglesia primitiva

En la Iglesia primitiva destacaron por su santidad los obispos llamados Padres de la Iglesia junto con las vírgenes consagradas y los monjes.


En la Iglesia primitiva, la vida consagrada se convirtió en un ideal supremo, especialmente para los monjes y las vírgenes consagradas. Surgieron grandes obispos, como San Agustín y San Ambrosio, que contaban con un gran apoyo de sus comunidades cristianas. Además, creció la tendencia hacia el celibato entre el clero, llegando incluso a legislarse en algunos concilios regionales.

Vírgenes y monjes

Afortunadamente ya no morían cristianos martirizados, por lo que la consagración a Dios pasó a ser el ideal supremo de los fieles cristianos, y así, los monjes y las vírgenes consagradas se convirtieron en la principal referencia de santidad. Éstas, viviendo en medio de las comunidades cristianas, daban un magnífico ejemplo de vida entregada a la oración, la ascesis y el servicio caritativo, y entre ellas también había excelentes maestras espirituales.

Los monjes, en lugar de quedarse en los centros urbanos, lo dejaban todo para vivir en medio de la naturaleza, donde se entregaban a la contemplación de Dios y la lucha contra las tentaciones. De ellos hablaremos más adelante.

Con el paso del tiempo, a medida que se extendió y fortaleció el monacato, las vírgenes consagradas –que, recordemos, vivían con sus familias– fueron pasando a formar parte de comunidades monásticas, y así, esta forma de vida cayó en desuso. Hay que esperar a 1970 a que el Papa Pablo VI reavive y ponga al día este especial modo de vivir la virginidad, tan característico de los primeros siglos de la Iglesia.

Grandes Obispos y Padres de la Iglesia

A pesar de que con la cristianización del Imperio Romano surgieron algunas personas sin escrúpulos que buscaban ser nombrados obispos para medrar social y políticamente, el siglo IV destaca por ser el siglo de los grandes obispos.

En la Iglesia de Oriente:

  • san Atanasio de Alejandría (ca. 295-373)
  • san Basilio de Cesarea (ca. 330-379)
  • san Gregorio Nacianceno (329-389)
  • san Gregorio de Nisa (ca. 330-ca. 395)
  • san Juan Crisóstomo (ca. 344-407)

En la Iglesia de Occidente:

  • san Hilario de Poitiers (ca. 315-367)
  • san Ambrosio de Milán (ca. 333-397)
  • san Agustín de Hipona (354-430)

Todos ellos son Padres de la Iglesia, pues sus escritos son considerados fundamento de la doctrina eclesial. Pero es preciso afirmar que junto a estos obispos estaban sus presbíteros y diáconos y, sobre todo, su comunidad, que les sostenían y apoyaban. No olvidemos que las comunidades cristianas son clave para que el clero sea realmente santo.

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Vimos en el capítulo anterior cómo el valor de la virginidad se introdujo también entre el clero desde los primeros tiempos de la Iglesia, de tal forma que cada vez eran más los obispos, presbíteros y diáconos que renunciaban a tener una mujer y se dedicaban por completo a su ministerio pastoral, evitando así tener el corazón «dividido» entre los asuntos divinos y los asuntos familiares (cf. 1Cor 7,32-38).

Todo parece indicar que buena parte del pueblo fiel prefería que sus clérigos fueran célibes. Pues bien, llegado el siglo IV, era tan fuerte esta tendencia, que en el primer Concilio celebrado en España –concretamente en Elvira (cerca de Granada), hacia el año 305– se determinó que los obispos, presbíteros, diáconos y subdiáconos de esta región que estuviesen casados, habían de guardar continencia sexual con sus esposas. Ciertamente, el celibato de los clérigos se extendió por toda la Iglesia occidental, aunque de forma muy desigual, pues los Papas permitieron que los obispos de cada región legislasen sobre esta cuestión según su parecer.