El Postexilio

Durante el posexilio se asentó la espiritualidad oficial judía, precedida por la espiritualidad sapiencial, la farisea con la resurrección y la mesiánica.


¿Qué sucede en el Postexilio?

Con la invasión babilónica se puso fin a la monarquía hebrea: desde entonces, salvo en el periodo Asmoneo (164-63 a.C.), el pueblo de Israel estuvo sometido a diversos Imperios. Es lógico pensar que el exilio en Babilonia (586-538 a.C.) debería haber provocado la desaparición de la religión hebrea, pues aquel Imperio tenía una cultura muy superior. Pero lo cierto es que pasó todo lo contrario: los hebreos de la diáspora se esforzaron en ser fieles a la Alianza y reforzaron sus creencias, de tal forma que establecieron las bases del judaísmo que hoy conocemos, aunque, obviamente, ha evolucionado desde entonces.

El rey Ciro (ca. 580-530 a.C.), emperador de Persia, derrotó a los babilonios en el año 539 y no sólo permitió a los judíos regresar a su tierra, también les dio bastante independencia y permitió que tuvieran su propia religión. Esto lo aprovecharon los judíos para consolidar su fe. Para ello reconstruyeron el Templo de Jerusalén –pues había sido destruido por Nabucodonosor–, hicieron un gran esfuerzo en convertir o expulsar a aquellos no judíos que habían ocupado sus tierras durante la época del exilio e hicieron la redacción definitiva del Pentateuco, constituyendo así la Torá, que pasó a ser la Ley judía oficial, de obligado cumplimiento. De esto hablaremos más adelante.

Unos dos siglos después, Alejandro Magno (356-323 a.C.) conquistó el Imperio Persa en el año 331 y, tras su pronta muerte, Palestina quedó en manos de uno de sus generales: Ptolomeo (367-283 a.C.) –rey lagunita de Egipto–, y con él continuó el periodo de paz. Pero las cosas cambiaron cuando en el año 198 la zona de Palestina pasó a manos de Antíoco III (ca. 241-187 a.C.) –rey seléucida de Siria–, pues esta dinastía siguió una estricta política de helenización de sus territorios. Así, el año 167 Antíoco IV (ca. 215-176 a.C.) abolió los privilegios de los judíos, prohibió el sabat (sábado) y la circuncisión, e hizo instalar en el Templo de Jerusalén una estatua de Zeus.

Ante semejante ultraje los judíos se dividieron en tres grupos:

  • unos prefirieron colaborar y adaptarse a las nuevas costumbres;
  • otros, los devotos, optaron por la resistencia pasiva por medio de la purificación espiritual de Israel;
  • y otros, los Macabeos, tomaron las armas y, bajo las Órdenes de Judas Macabeo († 160 a.C.), liberaron Jerusalén en el año 164a.C., haciéndose con el poder y restableciendo el culto en el Templo.

Tras ello se abrió un periodo en el que el poder fue ostentado por los Macabeos y sus descendientes, que constituyeron la dinastía de los Asmoneos. Este periodo se caracterizó por la expansión militar del territorio judío, las alianzas estratégicas con otros reinos y una considerable inestabilidad interna

Concluyó cuando el general romano Pompeyo (ca. 106-48 a.C.) se apoderó de Jerusalén en el año 63 a.C., incorporando sus territorios al Imperio Romano. Éste concedió libertad religiosa y una cierta autonomía política a los judíos. Pues bien, en este ambiente político-religioso vivieron Jesús –el Hijo de Dios– y sus discípulos, todos ellos judíos, los cuales difundieron la nueva espiritualidad cristiana, que veremos en el próximo capítulo.

¿Cómo surge la espiritualidad oficial judía?

Sabemos que durante el exilio en Babilonia se forjaron las bases de la espiritualidad judía, que subrayó con fuerza los dos elementos fundamentales de la fe israelita: la existencia de un único Dios y la conciencia de ser su «pueblo elegido». A ello ayudaron mucho las predicaciones de los profetas. Y tras el exilio, las autoridades judías dieron una gran relevancia a la Ley Mosaica y al Templo.

Efectivamente, en esta época (siglos VI-V a.C.), los escribas –es decir, los que copian los textos sagrados– confeccionaron la última y definitiva redacción del Pentateuco. En ella reformularon la Ley Mosaica para proteger y aislar a la religión judía del resto de religiones y culturas. Así, el Pentateuco se constituyó como la Torá –que significa «Ley»–. Con ello se transformó la antigua espiritualidad israelita, basada en la vivencia liberadora de la Ley Mosaica, en una espiritualidad bastante formalista y ritualista, sujeta al estricto cumplimiento de la nueva redacción de dicha Ley Mosaica.

Asimismo, junto a los escribas, también tomó gran fuerza la clase sacerdotal que, tras el exilio, obligó a la sociedad judía a vivir en un régimen teocrático basado no sólo en el cumplimiento de la Torá, sino también en el culto del Templo de Jerusalén, al que consideraban como la única y verdadera morada de Dios, y el centro neurálgico del pueblo judío.

De este modo, consiguieron que todo buen judío, allá donde estuviese, considerase que el centro del mundo no era la capital del Imperio, sino Jerusalén, y su tiempo no fuese regido por las fiestas paganas, por muy espectaculares que fueran, sino las fiestas del Templo. Tanto es así, que donde había una colonia de judíos, aunque viviesen a más de mil kilómetros de Jerusalén, se organizaban peregrinaciones al Templo en las grandes fiestas judías: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos.

¿Qué relatan los libros sapienciales?

Hemos visto que en tiempos de la monarquía, además de sacerdotes y profetas, había otro tipo de autoridad religiosa: los sabios. Se trataba en su mayoría de laicos cultos y ecuánimes que, gracias a reflexionar y contemplar la naturaleza, la historia y la tradición religiosa del pueblo de Israel, daban buenos consejos, generalmente de carácter moral, que estaban en consonancia con la Ley Mosaica –revelada por Dios– y la ley natural –deducida con el uso de la razón–. También se apoyaban en textos sapienciales procedentes de otras culturas, sobre todo de Egipto y Mesopotamia, lo cual ayudó a enriquecer el pensamiento y la espiritualidad hebrea.

Durante la monarquía, los sabios apenas tuvieron relevancia en comparación con los profetas, pues sabemos que Dios escogió a éstos para ayudar a su pueblo a ser fiel a su Alianza. Asimismo, en los tiempos trágicos del exilio, los profetas infundieron esperanza.

Tras el exilio, mientras la presencia de los profetas fue decreciendo paulatinamente hasta desaparecer, con los consejos sapienciales pasa lo contrario: fueron adquiriendo cada vez más aprecio entre los judíos, de tal forma que comenzaron a ponerse por escrito, generando la corriente literaria llamada sapiencial, que influyó de un modo significativo en la vida espiritual del pueblo de Israel. Este cambio se produjo en torno a los siglos V-IV a.C. Algunos de los escritos sapienciales, los inspirados por el Espíritu Santo, pasaron a formar parte de los textos sagrados.

¿Qué caracteriza a la espiritualidad sapiencial?

Una característica fundamental de la espiritualidad sapiencial es su carácter universal, pues es válida para todo creyente, con independencia de su nacionalidad, etnia o religión. Y ello es así porque hace pocas menciones a elementos específicos de la fe judía, es de carácter eminentemente ético y los temas que trata nos atañen a todos.

Hay, además, otros dos elementos importantes en esta espiritualidad: el «temor del Señor» y el equilibrio. Así dice el libro de los Proverbios: «El principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Pr 1,7). «Temer al Señor» consiste en tener un respeto reverencial a todo lo que se refiere a Él. Al actuar teniendo a Dios como máxima y principal referencia, el creyente vive virtuosamente y evita el pecado. Así lo expresa este otro texto:

«Hay seis cosas que detesta el Señor, y siete que son para Él una abominación: los ojos altaneros, la lengua mentirosa y las manos que derraman sangre inocente; el corazón que trama proyectos malignos, los pies rápidos para correr hacia el mal, el falso testigo que profiere mentiras, y el que siembra discordias entre hermanos» (Pr 6,16-19).

También es importante saber guardar un sabio equilibrio, no cayendo en ningún exceso, pues la moderación es fuente de felicidad y evita problemas. Por ejemplo: «Si te sientas a la mesa con un señor, fíjate bien en lo que tienes delante; clava un cuchillo en tu garganta si tienes mucho apetito. No ambiciones sus manjares, porque son un alimento engañoso» (Pr 23,1-3). Y dice a continuación: «No te afanes por enriquecerte, deja de pensar en eso. Tus ojos vuelan hacia la riqueza, y ya no hay nada, porque ella se pone alas y vuela hacia el cielo como un águila» (Pr 23,4-5). Ayudan a tener equilibrio y moderación: el sometimiento a la Ley –divina– y el sentido común –humano–. Así, uno adquiere el dominio del difícil arte de vivir.

¿Cuándo surgen los fariseos y su espiritualidad?

Según parece, durante el exilio en Babilonia se construyeron las primeras sinagogas para poder rendir culto a Dios, leer los textos sagrados y enseñar las bases de la religión hebrea a los deportados por Nabucodonosor. Aquellas sinagogas estaban orientadas físicamente hacia el destruido Templo de Jerusalén y eran regidas por uno o varios «notables». Los textos sagrados sólo podían ser leídos e interpretados por un escriba o, a falta de éste, por alguien que conociese la Ley.

No se sabe muy bien cómo se extendieron y desarrollaron las sinagogas desde entonces. Probablemente se fueron construyendo en la zona de Palestina y allá donde había colonias de judíos, con el fin de orar y estudiar la Torá. Lo cierto es que su gran auge comienza en la época de los Macabeos (siglo II a.C.), gracias a los fariseos.

El movimiento de los fariseos surgió como oposición a los Macabeos, cuando éstos dejaron de luchar por la integridad religiosa del pueblo judío y se preocuparon más por acaparar poder: haciéndose nombrar sumos sacerdotes del Templo, llamándose «jefes del pueblo judío» y contratando mercenarios para expandir el territorio. Los fariseos, por el contrario, defendían el escrupuloso cumplimiento de la Torá. Entre ellos había doctores de la Ley y escribas que comentaban y actualizaban la jurisdicción religiosa, de tal forma que elaboraron 613 normas para ayudar a cumplir con exactitud la Torá.

Los fariseos se ganaron el favor del pueblo porque pertenecían a las clases medias y bajas de la sociedad, y su comportamiento era coherente con lo dictaminado por la Torá. Así, se hicieron con el control de muchas sinagogas y desde ellas difundieron su espiritualidad, centrada en el estudio, meditación, interiorización y cumplimiento de la Torá. Dicha espiritualidad era mucho más profunda que la difundida en el Templo por los sacerdotes, la cual estaba demasiado centrada en el ritualismo del culto.

Es importante subrayar que los fariseos se preocuparon por fortalecer entre los judíos la conciencia de ser el «pueblo elegido» por el único Dios verdadero. De hecho, fueron ellos los que sostuvieron la fe judía tras la destrucción definitiva del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C. Desde entonces, y hasta hoy, la religión judía ha sido guiada por los rabinos, que son descendientes espirituales de los maestros fariseos. Su pensamiento ha quedado plasmado en el Talmud, del cual hay dos versiones, la de Jerusalén y la de Babilonia, que fueron concluidas en torno al siglo V d.C.

¿Cómo aparece la fe en la resurrección?

Un punto significativo de la espiritualidad de los fariseos es su fe en la resurrección de los muertos. El antiguo pueblo de Israel creía que éstos iban a un oscuro lugar llamado sheol. Es decir, no creía en la resurrección de los muertos. De hecho, no se habla de ello en el Pentateuco ni en otros muchos libros del Antiguo Testamento. Parece que la creencia en la resurrección tras la muerte surgió lentamente en el posexilio y tomó fuerza con las matanzas de judíos en la guerra de los Macabeos contra Antíoco IV. Poco después comenzaron a aparecer textos sagrados en los que se habla de ello, como 2Mac 7 y Dan 12,1-4. Fueron los fariseos los que extendieron esta creencia entre el pueblo judío.

La fe en la resurrección da pleno sentido al principio de retribución –que hemos visto anteriormente– pues, ciertamente, éste no se cumple certeramente si nos referimos sólo a la historia terrena, ya que todos conocemos a personas malas que viven fenomenal y, por el contrario, a justos que viven muy mal. Sin embargo, esto cobra sentido si creemos que, tras la muerte, Dios pone a cada uno en su sitio: resucitando a los buenos y purgando a los malos.

Pero sabemos que en tiempos de Jesús aún no todos los judíos creían en la resurrección. Los más próximos a la religión judía oficial lo negaban, como era el caso de los saduceos, que era un grupo formado por judíos de familia sacerdotal o aristocrática. Sus discusiones teológicas con los fariseos aparecen en Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 23,6-9).

Por otra parte, en el culto litúrgico de algunas sinagogas se permitía a los presentes, aunque fuesen judíos extranjeros, levantarse para hacer una exhortación religiosa. Esto es muy importante pues, adelantándonos al próximo capítulo, fue aprovechado por Jesús (cf. Lc 4,14-22; 4,31) y los Apóstoles (cf. Hch 19,8) para anunciar el Evangelio entre el pueblo judío. Así, al llegar a una población, el primer lugar donde los misioneros cristianos predicaban el Evangelio era en la sinagoga (cf. Hch 13,5). Ello provocó grandes conflictos porque la fe cristiana rompía con el cumplimiento de la Torá (cf. Gal 3,23-26).

¿Qué caracteriza a la espiritualidad mesiánica?

Los evangelios nos muestran que en tiempos de Jesús el pueblo judío vivía en espera de un Mesías –o Ungido– enviado por Dios para que les liberase del poder del Imperio Romano y diese comienzo al esperado Reino de Dios. De hecho, sabemos que por entonces hubo varios que se autoproclamaron Mesías. Se trataba de una espiritualidad muy esperanzadora que tenía su origen en tiempos de la monarquía, o quizás antes, y se difundió mucho en el posexilio, cuando Israel dejó de ser independiente y encontró en la figura del Mesías a aquel por medio del cual Dios instaurará su pleno y definitivo reinado, llegando así el «fin de los tiempos» y la eterna paz y felicidad.

Se habla de ello en diversas partes del Antiguo Testamento, sobre todo en los libros de Isaías (cf. Is 7,14-15; 9,1-6; etc.) y Ezequiel (cf. Ez 17; 21; etc.), y en algunos salmos (cf. Sal 2; 16; etc.). Estos textos dan varias identidades al Mesías: monarca descendiente de David (cf. Is 11,1-9), profeta (cf. Dt 18,15-22), sacerdote (cf. Sal 109,4), «siervo paciente» (cf. Is 42,1-7) e «Hijo del hombre» (cf. Dn 7,11-14). Todo ello se ve reflejado en la figura de Jesús. Pero los cristianos no sólo afirmamos que Él es verdaderamente aquel Mesías prometido por Dios en el Antiguo Testamento, sino mucho más que eso: afirmamos que es el Hijo de Dios (cf. Mt 16,16).