Dom
25
Nov
2012

Homilía XXXIV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2011 - 2012 - (Ciclo B)

Tú lo dices: soy Rey

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

“Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús a Pilato. Pero enseguida reafirma: “Tú lo dices: soy rey”. Pero su reino no es de este mundo. Entonces ¿De dónde es? Si Él es rey ¿En qué consiste su realeza?

  • El rey

En la escena de la entrada de Jesús a Jerusalén, el evangelio de Juan es el único de los cuatro que pone en labios de la gente la expresión “Rey de Israel” (Jn 12,13); Lucas 19,38 sólo emplea la expresión “Rey”, Mateo 21,9 lo identifica como el “Hijo de David” y Marcos 11,10 menciona al “reino que viene, el de nuestro padre David”. En sus mismas diferencias, los cuatro evangelios sugieren una misma interpretación del acontecimiento, a partir de una esperanza judía apoyada en la expectativa de un Mesías real de linaje davídico. Era, probablemente, la religiosidad popular de la época.

Sin embargo, es en la escena del proceso ante Pilato donde se afirma solemnemente la realeza de Jesús, especialmente en su primera comparecencia ante él (Jn 18,33-37). Luego de un diálogo cuyo punto de discusión es el título“rey de los judíos”, tanto Pilato como Jesús dan a entender que ese título es inadecuado para identificarlo (vv. 33-35). Luego, el mismo Jesús define la naturaleza de su realeza (tres veces emplea la expresión “mi reino”), sugiriendo un origen que no es terreno: “mi reino no es de este mundo” (v. 36). Se abre, a continuación, un nuevo interrogatorio sobre esa realeza de Jesús, ahora sin la referencia judía. Parece haberse encontrado la respuesta: Jesús es rey y su misión es dar testimonio de la verdad, reuniendo bajo su autoridad a todos los que son de la verdad (v. 37).

La inscripción trilingüe sobre la Cruz (Jn 19,19-20) afirma la realeza de aquel que no es de este mundo y al que los judíos no supieron reconocer como su propio rey. A pesar de su irónica pregunta “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38), Pilato termina sellando con su autoridad imperial la entronización del Mesías (Jn 19,22). Su trono: la Cruz. Con ello termina, precisamente, el proceso de entronización real que se había abierto con la primera pregunta de representante del emperador.

Rechazada por unos y reconocida por otro, la realeza de Jesús finalmente es atestiguada por el discípulo: “El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (Jn 19,35).

  • Su Reino

Los evangelios sinópticos nos ofrecen una amplia presentación de ese Reino que no se estructura como los reinos de este mundo. Ante todo, ese Reino es “de Dios”, es decir, responde a una iniciativa divina y está teniendo lugar en la persona y la actuación de Jesús de Nazaret; en Él la soberanía de Dios está haciéndose presente de una forma nueva y única en el mundo. Esto es, sin duda, una buena noticia (Mc 1,14-15): Dios se acerca a los seres humanos con una oferta de humanización y de vida para todos los que la quieran acoger. No hay duda: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo a los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28); a la pregunta acerca del momento de la llegada el Reino, les respondió: “el Reino de Dios está ya entre vosotros” (Lc 17,20).

El sentido profundo de los milagros realizados por Jesús será, justamente, indicar que la soberanía de Dios ya está abriéndose camino. La misericordia para con los pecadores, la restitución de la salud a los enfermos, la vuelta a la vida a los muertos, el devolver la dignidad a los excluidos y la libertad a los oprimidos, y el dar de comer a los hambrientos, son signos reales de la irrupción de ese reinado de Dios en la historia humana. “Y su Reino no acabará” (Dn 7,14), porque el Dios de Jesús nunca se arrepiente de sus promesas.

  • La Iglesia

La Iglesia, comunidad de los que seguimos a Jesús, “germen y principio de este Reino” (LG 5), está llamada a continuar su anuncio y a hacerlo presente de la manera que lo hizo su Maestro y Señor: mediante el servicio coherente y humilde, y desde aquel no-poder manifestado en la Cruz. En tiempos en los que se propone una “nueva evangelización”, ella no podría alejarse del anuncio entusiasta de una fe en el Dios que libera al ser humano de la “preocupación” excesiva por su propia vida, una esperanza firme en la plena realización de sus promesas, y un amor que está sustentado exclusivamente en el Amor de un Dios que “hace salir el sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45). Y ello, cualquiera sea el contexto que nos toque vivir.

Toda otra comprensión del “Reino de Dios” y de Jesucristo “Rey del Universo”, toda tentación de asociarlo a los “reinos” de este mundo, distorsiona sobremanera el sentido de esta solemnidad y nos aleja del proyecto de Dios. La Iglesia adora a Jesucristo, Hijo de Dios y Rey eterno, llamado en el libro del Apocalipsis “Testigo digno de fe” (gr. ho mártys ho pistós): Él nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5). La Cruz ha sido y sigue siendo su trono.