Dom
18
Ene
2009

Homilía Domingo Segundo del Tiempo Ordinario

Año litúrgico 2008 - 2009 - (Ciclo B)

Vieron donde vivía y se quedaron con él

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • La vocación

            Tanto la primera lectura como el Evangelio de este domingo nos invitan a reflexionar sobre la vocación, y no sólo sobre la vocación profética, apostólica, sacerdotal o religiosa, sino sobre la llamada que Dios hace a cada ser humano que viene a este mundo. Dios cuenta con todos sin excepción para llevar a cabo su obra de salvación en el mundo. Alguien decía que con cada ser humano que nace viene a este mundo algo nuevo y único que no había existido hasta entonces y no existirá después. Cada persona está llamada a realizar su propia misión, y si no lo hace esa misión quedará por hacer.

  • Vocación de Samuel

            La respuesta de Samuel a la llamada de Dios sigue siendo ejemplar para los cristianos de nuestro siglo. Dios irrumpió en su vida llamándole a horas intempestivas, en medio de la noche, mientras dormía, cuando todo estaba en reposo. Samuel pensó al principio que era el sacerdote Elí quien le llamaba y acudió presuroso a su lado. Fue Elí quien le hizo comprender que era Dios quien le llamaba, y quién le dio las palabras adecuadas para responder a esa llamada: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Aunque Elí había caído en desgracia ante Dios por no haber tenido el valor de corregir a sus hijos, no careció de inspiración para orientar a Samuel en los caminos de Dios. Samuel hizo suyas las palabras de Elí y las convirtió en un programa de vida. Por eso Dios le siguió hablando. Esas palabras: «Habla, Señor, que tu siervo escucha», nos recuerdan las de María en el episodio de la Anunciación: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Samuel abre de par en par los oídos del corazón para escuchar la palabra del Señor. Se reconoce siervo, disponible a secundar cuanto el Señor le diga o insinúe. Como más tarde María, se pone plenamente a su disposición. Servir a Dios no es esclavizante, sino un honor que dignifica la vida humana. La vida de Samuel, la de María y la de tantos hombres y mujeres dan fe de ello.

  • Vocación de Andrés, Juan y Simón

            El evangelio nos ofrece otro bello relato de vocación. También en este caso hay un intermediario, Juan el Bautista, que orienta a dos de sus discípulos hacia Cristo: Andrés, el hermano de Simón Pedro, conocido en la tradición como el «protóclito» («el primer llamado»), y el otro discípulo, que no se nombra, pero al que la tradición ha identificado con Juan y con el autor del cuarto Evangelio. El Bautista preparó este encuentro entre Jesús y estos dos discípulos, aunque él permaneció a distancia como para indicar que su misión había alcanzado su meta. Las palabras del Bautista no fueron ni una orden ni una exhortación, sino simplemente una confesión de lo que el Espíritu le hizo reconocer: «Éste es el cordero de Dios». Fiándose del Bautista, los dos discípulos siguieron a Jesús. El Señor se volvió y les preguntó: «¿qué buscáis?» Esas son las primeras palabras de Jesús en este evangelio, y la pregunta les hizo tomar conciencia a Juan y Andrés de sus intenciones. Ellos le respondieron diciendo: «Rabí, ¿dónde vives?» Llamándole Maestro muestran que quieren ser instruidos por él. Jesús, a su vez, les respondió diciendo: «venid y lo veréis». Andrés y Juan pudieron comprobar que Jesús, desde que se había puesto a predicar no tenía casa propia, vivía de limosna. El evangelista anota cuidadosamente la hora de este encuentro: «serían las cuatro de la tarde». La breve convivencia con Jesús bastó a estos discípulos para reconocer en él al Mesías que estaban buscando. Alegre de haber hecho este descubrimiento, Andrés fue a contárselo a su hermano Simón, y luego se lo presentó a Jesús. Desde el primer momento Jesús fijó en Simón su mirada y le cambió el nombre, como hacía Dios con los personajes del Antiguo Testamento a los que les encomendaba una misión importante. Jesús le dio a Simón en nombre de «Piedra», dando a entender así las grandes esperanzas que ponía en su persona para llevar adelante sus proyectos.

            El Bautista y Andrés, y más tarde Felipe, se convirtieron en modelo para la Iglesia. Como ellos la Iglesia tiene la bella tarea de poner a la humanidad en contacto con Jesús, hablarle del descubrimiento que ella misma ha hecho. Quizás hoy día se valoran más las obras de caridad que hace la Iglesia y se olvida lo más importante, que es darnos a Jesús. Sin el encuentro con Jesús sólo tendríamos motivos humanos o filantrópicos para ejercitarnos en la caridad, y es probable que nos cansáramos pronto de hacer el bien o que buscáramos nuestro bien en las obras buenas que hacemos. En cambio, cuando la caridad brota del encuentro con Jesús tenemos motivos más elevados para ejercitarla.

            Nunca estaremos suficientemente agradecidos a la Iglesia que nos dio a Jesucristo, si sabemos apreciar este tesoro. Sólo quien busca con la misma pasión que Andrés, Juan y Pedro acierta a valorar la riqueza del encuentro con Jesús. Hoy también Jesús se vuelve a nosotros para preguntarnos sobre la pureza de nuestras intenciones al seguirle. Pues nuestro seguimiento está amenazado por la inercia, la fuerza de la costumbre o las falsas expectativas. Si cedemos a esto nuestro encuentro con Jesús se malogrará.

            Quien se ha encontrado con Jesús de verdad se convierte a su vez en un testigo entusiasta que no puede dejar de comunicar a todos –en especial a las personas que más quiere– la alegría de su descubrimiento. No se trata de llamar la atención sobre sí mismo, sino de orientar hacia Jesús.

  • La dignidad del cuerpo humano

            En la segunda lectura de este domingo san Pablo nos habla de la dignidad del cuerpo humano. Nos dice que el cuerpo es templo del Espíritu Santo. El templo es el lugar del encuentro entre Dios y el hombre. Ahí, en el propio cuerpo, se realiza este encuentro. La presencia del Espíritu Santo en nuestro cuerpo no consiste en un mero estar ahí o en una presencia pasiva, sino dinámica. El Espíritu Santo penetra hasta lo más íntimo de nuestro corazón y derrama en él su luz y su gracia. Su presencia consagra, santifica y dignifica tanto nuestro cuerpo como nuestra alma. Esa presencia nos anima a tener una conducta digna y religiosa. La actitud más propia ante esta presencia consiste en ser dóciles a sus inspiraciones. Esta concepción del cuerpo humano contrasta enormemente con la instrumentalización a la que ve sometido en nuestros días. Para algunos el cuerpo se ha convertido en un ídolo al que hay que rendir culto; para otros en una mercancía de la que se puede sacar un gran rendimiento económico, etc. En cambio para el cristiano –como hemos dicho– es algo sagrado, receptáculo de la presencia del Espíritu Santo.