Dom
10
Jul
2011

Homilía XV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)

El que tenga oídos que oiga

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La Palabra de Dios es siempre actual. Siempre sugerente y transformadora. En muchas ocasiones estamos acostumbrados a leer los evangelios como historietas, relatos piadosos de hace dos mil años; sin embargo nos equivocamos. Incluso para aquella persona que se acerca a ella desde la incredulidad resulta impactante, aunque solo sea por la belleza estética de su composición.

La fecundidad de la Palabra de Dios depende de nuestra libertad y de nuestra capacidad de dejarnos influir por ella. Los frutos que llegue a producir dependen, por lo tanto, de la acogida que le demos. La Palabra de Dios no es una fuerza contraria a la libertad humana, ni su eficacia es la de la magia.

En la segunda lectura vemos resaltada la esperanza. No debemos juzgar el presente con los criterios de lo que fue o de lo que es en la actualidad, sino desde la perspectiva de lo que puede llegar a ser. La creación entera, como dice san Pablo, está en un proceso de transformación. Transformación que es liberadora: estamos librándonos de la corrupción, del dolor, de la esclavitud. Desde esta perspectiva nos es posible esperar la novedad: lo presente, deficiente, limitado, no es comparable a la felicidad ni a la plenitud que nos espera. Hemos, pues, de trabajar para construir ese futuro. Ese trabajo, esa espera activa, es también parte de la actitud de acogida de la Palabra de la que hablábamos antes.

Vivir en la esperanza implica no desesperar, aún en las peores circunstancias. Ante el desierto podemos caer en la tentación de la actitud derrotista, de pensar que la tierra no es fértil. Pero la Palabra es eficaz siempre que sea acogida. Si no desesperamos el desierto puede llegar a convertirse en un vergel. Nuestro Dios es un Dios de novedad inagotable: Él puede hacer nuevas todas las cosas.

Nuestro corazón es la tierra fértil en la que la Palabra es semilla. Como el agricultor, con esfuerzo y trabajo, podemos generar las condiciones adecuadas que hagan germinar esa semilla, que la permitan crecer y dar frutos abundantes. La tierra fértil va contagiando su fertilidad: el trabajo del corazón no es un trabajo egoísta, siempre está abierto a los demás, a unas relaciones más humanas, más fraternas. Los frutos de la Palabra de Dios no son solamente felicidad para uno, son además alegría compartida.