Siguiendo a Cristo

SIGUIENDO A CRISTO CON MARÍA EN EL ROSARIO

 

 

Alégrate, María, llena de gracia.

Con esas palabras del Ángel, que anuncian el misterio de la elección de la Virgen María para ser Madre del Salvador, comienzan a celebrarse en el Rosario los gozos que, en la plenitud de los tiempos, supuso la encarnación del Hijo de Dios.

 

Quien pausadamente recita y medita las cinco primeras decenas del Rosario tiene ante sí todos los misterios de la concepción, nacimiento e infancia de Jesús, tal como fueron narrados en el santo Evangelio. Es casi imposible establecer una conexión mayor que la que se da en el Rosario entre devoción y evangelio, entre verdades a contemplar y compromiso de vida a firmar.

 

Al enunciar la “encarnación del Hijo” estamos abriendo la primera página del Nuevo Testamento, la Anunciación, y la piedad nos lleva a contemplar el grandísimo amor con que Dios nos amó, hasta hacer de su Hijo uno de nosotros, uno entre nosotros.

 

Al enunciar que María, tras la anunciación, sale hacia la montaña para visitar a Isabel, abrimos la segunda página: el Mesías viene, la caridad nos urge, preparémonos en el amor a recibir al Señor.

 

Al enunciar el Nacimiento de Jesús, sobran más palabras: fruto del seno virginal, en una gruta, sobre unas pajas, está Dios, tan anonadado que llora y mama como un niño.

 

Al enunciar que María y José presentan al Niño en el templo, aparecen en la pantalla de nuestra imaginación dos tórtolas, unos padres pobres, un niño ofrendado, un anciano venerable, y siete prometedoras y punzantes espadas: el camino de nuestra salvación se está abriendo.

 

Al enunciar el viaje de la Sagrada Familia a Jerusalén, y al Niño interesado en la lectura de la Escritua, comenzamos a vislumbrar que las profecías se van a cumplir y que José y María van a hacer un camino de fe que será ejemplar para nosotros.

 

 

Jesús sudó lágrimas, como gruesas gotas de sangre

Jesús, consumada la obra de predicación por Galilea, donde expuso su mensaje evangélico del Reino de Dios, subió de nuevo a Jerusalén, dispuesto a rubricar con sangre cuanto había enseñado a apóstoles y discípulos. El Rosario abre esta segunda parte y nos invita a leer la obra de la Pasión en otros cinco momentos reales y simbólicos.

Al enunciar la oración en el huerto, se hacen presentes al alma piadosa el terrible sufrimiento de Cristo en soledad, el discípulo traidor y su beso, la huída de los amigos, la burla de políticos y religiosos; y entonces  el Siervo de Yavé profetizado en la Escritura entra en escena.

Al enunciar que Jesús recibe en golpes sin piedad la venganza de los hombres que no quisieron recibirlo,  la figura bíblica del Siervo adquiere rostro de cordero sobre el que descargamos nuestras miserias.

Al enunciar que Jesús es coronado de espinas, que es burlado, que se convierte en muñeco de caprichos insolentes, el Hijo de María va perdiendo todo su parecer y hermosura, toda su gracia y palabra, como si el Padre no se cuidara de él.

Al enunciar que Jesús camina hacia el Calvario con la cruz a cuestas, condenado a muerte por nosotros mismos, por todos los hombres, y que necesita de un apoyo humano para alcanzar la cumbre, se comienza a ver que bajo la apariencia del agotamiento divino está el llamamiento a que seamos solidarios con Cristo en el Reino.

Al enunciar que Cristo muere en la cruz, nosotros, mental y cordialmente nos asociamos a mujeres valientes y a discípulos arrepentidos, para escuchar las Palabras del Maestro que nos enseña a vivir y a morir, amando y perdonando.

 

Cristo ha resucitado, resucitemos con él

 

El Rosario no ha terminado todavía, porque Cristo vive, porque el triunfo de la vida sobre la muerte y el pecado hay que proclamarlo, porque el Espíritu y la Iglesia cantan la fe en el Resucitado, que sube al Padre y nos espera.

 

Al enunciar que Cristo ha resucitado, celebramos la victoria del Hijo de Dios que, hecho Hijo del hombre, y entregado a la muerte, vive para siempre con el Padre y nos augura eterna vida con él.

 

Al enunciar que Cristo sube al Padre, nos recogemos interiormente y queremos entrever que en el Cielo el Hijo de Dios tiene consigo rostro humano. ¡Sorprendente maravilla en la divinidad!

 

Al enunciar que, tras ser elevado al Cielo el Hijo de Dios hecho hombre, desciende sobre los creyentes y sobre el mundo entero la fuerza del Espíritu Santo, quedamos prendados de que nuestra vida está guiada por el Espíritu que toma posesión de nosotros.

 

Al enunciar que la Santísima Virgen vuela también al seno del Padre, nos ponemos inmensamente contentos, porque el camino abierto por Cristo en su Ascensión comienza a ser surcado por peregrinos de amor, comenzando por la Madre del Hijo encarnado.

 

Y al enunciar que la Virgen es coronada en el cielo, se acrecienta nuestro júbilo porque la fe nos asegura que no hay tanta distancia entre la tierra y el cielo, pues la Madre y el Hijo, coronada su obra, nos están llamando y podemos oír su voz.

 

 

 

Rezar el santo Rosario
no es sólo hacer memoria
del gozo, dolor y gloria,
de Nazaret al Calvario.

 

Es hacer itinerario
de una realidad vivida:
seguir al Cristo gozoso,
crucificado y glorioso,
y poner en Él la vida.