La espiritualidad de la Iglesia Oriental

Descubre la espiritualidad de la Iglesia oriental mediante sus elementos centrales: los Iconos y el Hesicasmo o contemplación que busca la unión con Dios.


Hay dos elementos a subrayar en la espiritualidad de la Iglesia oriental de estos siglos: el hesicasmo y los iconos. Ambos perduran en la actualidad.

¿Qué es el Hesicasmo?

Se trata de una escuela o movimiento espiritual que busca ayudar a la persona a dedicarse por completo a la contemplación de Dios y a la unión con Él. Para conseguirlo, el hesicasta repite continuamente, a modo de letanía, la oración del corazón: «Señor Jesús, ten piedad de mí que soy un pobre pecador», que se basa en la oración del publicano en el Templo (cf. Lc 18,13). El hesicasta ha de repetirla hasta que fluya espontáneamente en su interior.

Su objetivo es alcanzar la quietud (hesychia):

  • tanto exterior: retirándose al desierto o a un monasterio,
  • como interior: mediante la impasibilidad (apatheia).

Se adquiere la serenidad cuando los deseos materiales no inquietan el interior de la persona. También es muy importante tener una constante atención en Dios (nepsis), que se consigue cuando se controlan los pensamientos que surgen en la mente. Quien, con ayuda de la gracia divina, logra hacer esto, alcanza la divinización, es decir, su persona es verdadero templo de Dios (cf. 1Cor 3,16; 6,19) y participa de la vida divina que inunda su interior.

El hesicasmo fue ideado y practicado por los monjes del desierto egipcio en el siglo IV, y de ahí se difundió por todo Oriente, estando especialmente presente en los monasterios del Monte Sinaí (este de Egipto) y del Monte Athos (Grecia). Tras caer el Imperio de Bizancio en 1453, este modo de oración se arraigó en la Iglesia rusa.

¿Qué son los iconos de la Iglesia Ortodoxa?

Icono significa «imagen». El arte de los iconos trata de representar la imagen de Cristo, María o un santo, siguiendo unas técnicas muy determinadas. Su espiritualidad se basa en que todos emitimos una luz espiritual dependiendo de nuestro grado de santidad: cuanto más santos somos, más luz espiritual emitimos. En la Transfiguración (cf. Lc 9,28-36), el Señor transformó su luz espiritual en luz física, por eso su persona resplandecía. Pues bien, los iconos muestran simbólicamente la «luz espiritual» de aquel a quien representan.

La luz espiritual es lo que sentimos cuando estamos junto a una buena persona: aunque no hablemos con ella, notamos interiormente que nos transmite una cierta sensación de paz y amor. Así, al contemplar con fe un icono, percibimos la luz espiritual de quien está representado en él. Los iconos tienen el fondo dorado para mostrar físicamente, en cierto modo, esa luz espiritual.

¿Por qué surge la querella iconoclasta?

El inicio del arte de los iconos se sitúa en torno al siglo VI en Bizancio. En su origen era un arte monástico. El pintor de iconos que no seguía estrictamente las técnicas prefijadas cometía una ofensa contra Dios. Asimismo, estaba prohibido el comercio de iconos.

Por influencia de los musulmanes, en el Imperio Bizantino se originó el iconoclasmo: una corriente herética cristiana que rechazaba tajantemente el culto a los iconos. Los monjes se opusieron frontalmente a esta corriente, lo que desembocó en un largo conflicto político de más de cien años (730-842) al que se conoce como crisis iconoclasta.

En este conflicto destacó san Juan Damasceno (ca. 675-749). Este autor defendió la fe cristiana y el culto a los iconos en Damasco, cuando esta ciudad ya era musulmana. En su lucha contra los iconoclastas desarrolló una magnífica teología acerca de la contemplación de Dios en sus representaciones artísticas. Dice:

«En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios.

Yo no venero la materia, sino al Creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación» (Contra los calumniadores de las imágenes, I, 16).

Tras la derrota del iconoclasmo, el Concilio IV de Constantinopla (869-870) afirmó lo siguiente: «Lo que el Evangelio nos dice a través de la palabra, el icono nos lo anuncia a través de los colores y nos lo hace presente».