De la pureza y rectitud de intención en el Predicador

1. También hay en esta empresa otra dificultad, acaso no menor, y que no necesita menos de celestial ayuda y favor, es a saber, la rectitud y pureza de intención que debe tener el Predicador en el uso de su ministerio. Quiero decir, que olvidado de si, de sus comodidades y de su honor, ponga fija su mira en la gloria de Dios y salvación de las almas: atienda solamente a aquella, búsquela, piense en ella, téngala siempre delante de sus ojos, y jamás aparte de ella el pensamiento, para pensar en sí mismo. Porque es cosa indigna, que cuando se trata de la gloria del omnipotente Dios, y de la salud, o muerte eterna de las almas, despreciando el hombre cosas de tanta importancia, en que consiste la suma de las cosas, cuide de su pundonor, y sienta más, que peligre esta vana inútil aura del remorcillo popular, si por desgracia su oración es menos agradable al auditorio, que la gloria de Dios, y la salvación de las almas.

2. ¿Pero quién habrá tan enamorado de si, olvidado de Dios, que si conoce que predomina en su ánimo esta ambición, no se avergüence de una deformidad tan fea, cual es el desprecio de Dios? Armenia matrona clarísima, como refiere Francisco Senense, volviendo a su casa de un convite del Rey Cyro, alabando todos su hermosura, y preguntándola su marido que la había parecido respondió: Yo jamás, mi querido esposo, aparté de ti mis ojos, y así ignoro cuál sea la hermosura de marido ajeno. Pues si esta mujer pensaba que era gravísimo delito poner los ojos en otro que en su marido, aunque fuese un Rey, cuanto más detestable será, cuando se trata de la gloria de Dios y de la felicidad eterna de los hombres, pospuestas éstas totalmente, andar solícitos por aquella honrilla, que se desvanece más presto que la sombra? Cuando el Profeta Eliseo envió su criado con el báculo a resucitar a un niño, le mandó que, puestas faldas en cinta acudiese corriendo allá con la mayor velocidad que pudiese, sin detenerse a saludar, ni responder a los que encontrase en el camino; con lo cual dio a entender que, aquellos a quienes Dios encomienda el cuidado de resucitar las almas muertas por el pecado, con el báculo de la severidad divina y virtud de las palabras evangélicas, deben con tantas veras entregarse a la importancia de este ministerio, que olvidados de todo respeto humano, en esto solo piensen, en esto mediten los días y las noches; ni por dependencia alguna de este mundo se abstenga de esta ocupación: para que a la grandeza del ministerio corresponda el cuidado y diligencia del ministro. Porque si un Padre fuese corriendo a llamar al médico para una hija que estuviese pariendo y en peligro, por la dificultad del parto; ¿por ventura en este lance podría estarse mirando los juegos del pueblo o algunas farsas semejantes o poner su atención en estas cosas? Siendo pues de nuestra obligación, no salvar los cuerpos humanos de algún riesgo, sino las almas redimidas con la preciosa sangre de Jesucristo, sacándolas de la garganta misma de la muerte, para restituirlas a inmortal vida, ¿qué cosa puede haber más perversa y detestable que, el que constituido un hombre en tan alto empleo, vuelva aun los ojos al humo de una vanísima gloria?

3. Esta deformidad de hacer un hombre su negocio, cuando Dios le encarga el suyo, desdice tanto de toda buena razón, que apenas hay términos para poder explicarla; y esto no obstante es dificultosísimo no incurrir en ella. Porque la pureza y rectitud de intención, que se pide en el Predicador Evangélico tiene un poderosísimo enemigo entrañado en lo íntimo del hombre, que la está combatiendo, cual es el apetito de la honra y de la propia excelencia, afecto tan vehemente en muchos, que el innato amor de la vida y la propensión al carnal comercio que, como dicen los Teólogos , reina entre las demás pasiones de la naturaleza corrompida, y a este tenor los otros deseos, se rinden a la ambición de la honra y de la gloria. Porque ¿cuántos vemos cada día exponer al mayor riesgo su vida, siendo así que no hay en lo humano cosa tan amable al hombre, y aun buscar la muerte, por no padecer algún detrimento en su honra? ¿Cuántos hay que contienen puros a sus cuerpos, no tanto por temor de Dios, cuanto por miedo de su deshonra? Ni son necesarias muchas razones para explicar la fuerza y tiranía de este exorbitante afecto. Póngase el hombre a su vista los acaecimientos de todos los tiempos: considere todas las ruinas del orbe terráqueo: contemple las guerras que Alejandro Magno, Julio Cesar, y otros Reyes y Emperadores, así de Romanos como de otras naciones han emprendido: mire también los duelos que vemos cada día entre los hombres y comprenderá fácilmente que casi todas estas llamas nacieron del fuego de esta ambición. Y si fía poco de testimonios extraños , mírese a si por dentro, escudriñe sus pasiones, y a poca costa reconocerá, cuanta es la fuerza de esta calentura.

4. Esta podredumbre pues del linaje humano corrompe en extremo la pureza de la intención que, como dijimos, es necesaria para desempeñar bien este encargo: pues este afecto es tanto más vehemente, cuanto la honra y gloria es mayor, y a mas se extiende y comunica; y la fama de un gran Predicador no se ciñe a los límites de la Ciudad en que vive, sino que vuela hasta las naciones y reinos extraños. Así oímos que en Roma o en Milán hay un Predicador muy excelente, que en la facultad de orar aventaja muchísimo a los demás. Ni ésta es fama de fuerzas de cuerpo y fortaleza en que también no pocos brutos nos exceden mucho, ni tampoco es gloria de riquezas o hermosura, que es frágil y pasajera, sino de ingenio, de destreza, de elocuencia, de noble erudición, y aun de bondad que debe brillar en el sermón de un excelente Predicador. Cuya gloria cuanto es más digna y aventajada, tanto nuestro deseo, sediento de gloria, se arrebata y precipita tras él con más ardor.

5. Pero ¿qué diré del miedo de la ignominia, que de tal suerte preocupa los entendimientos de algunos al principio del sermón, que hasta los miembros del cuerpo se les descoyuntan, y tiemblan las rodillas al ir a predicar, ni hay forma de poder sacudir de si este miedo? ¿De dónde procede esta pasión tan cobarde, sino del miedo y riesgo de la afrenta, a que entonces se exponen los Oradores? ¿Y de dónde nace este tan gran temor de la ignominia sino del desordenado amor de la gloria? Un entendimiento pues embarazado y llano de estos dos afectos, ¿qué lugar dejará en el ánimo para que, dando de mano a todo lo demás, enteramente se ocupe en la gloria de Dios y salvación de las almas? Claro está pues, que no es fácil guardar esta pureza de intención en el ejercicio de este empleo, si el Predicador no procura alcanzarla de Dios como un don suyo raro y singular, con muchas lágrimas, muchas oraciones y méritos de virtudes.

6. Y no piense que, practicando esto con cuidado y diligencia, está totalmente libre del riesgo de esta mancha, porque en esta parte siempre ha de tener a sí por sospechoso. Pues como sabiamente dice San Gregorio: Engañase las más veces el entendimiento y finge en las buenas obras amar lo que no ama, y respeto de la gloria mundana, finge aborrecer lo que estima.

7. Pero muchos predicadores, y especialmente los jóvenes, se guardan tan poco de evitar este peligro, que ni aun siquiera le conocen. Porque así como en muchas regiones el torpe vicio de la embriaguez no se tiene ya por vicio ni por afrenta, por haberle quitado el horror la costumbre depravada de los hombres, así es tan familiar y natural a muchos de los Predicadores esta vanagloria que apenas reparan en ella, ni aun la tienen por pecado. Más los que agitados del temor de Dios escrudiñan con diligente y maduro examen a sí mismos, y todos los senos de su conciencia, sin dejar nada en su interior que no registren, viven muy medrosos de este riesgo. Años pasados tuve muy estrecha amistad con un Predicador, varón piadoso que, como me refirió él mismo, cuando empezó a predicar preveía poco, al modo de otros, el peligro de esta vanidad. Mas como andando el tiempo abrió más los ojos y consideró en sí mismo lo que antes dijimos, quedó tan atemorizado y confuso que pensó en abandonar del todo el empleo del predicar y se abstuvo de él por mucho tiempo. Pero luego que, precisado de la obediencia, volvió a emprenderlo, procuraba con grandísimo cuidado fortalecerse de muchas maneras, y con muchas oraciones contra este común enemigo de los Predicadores. He dicho brevemente lo que convendría decirse con más extensión para amonestar a los Ministros de la Divina palabra, velen sobre este riesgo ocultísimo, en una cosa que es la más precisa de todas, para desempeñar este oficio. Pues, como toda la razón de las cosas ordenadas a cierto fin, debe tomarse del mismo fin: claramente se infiere, que mal constituido este, queda destituido lo demás de orden, razón y también de merecimiento.