Dom
7
Ago
2011

Homilía XIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)

¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La fe está íntimamente ligada a la fidelidad y la constancia. La verdadera fe es la que perdura en el tiempo, no la que está sujeta a las circunstancias de la persona. Cuando uno cree en Dios de todo corazón, conserva su fe independientemente de cómo le vaya en la vida o de sus circunstancias personales.

Cuentan de un judío que se embarcó con toda su familia y sus pertenencias hacia un país lejano. Pero a mitad de travesía el barco se hundió y el pobre judío se encontró solo en una isla. Cuando fue plenamente consciente de la catástrofe que había vivido le suplicó a Dios así: «Oh, Señor, me has quitado a mi mujer y a mis hijos, me has quitado todas mis pertenencias, me has quitado la posibilidad de llegar a mi destino… ¡te suplico que no me quites también la fe, te lo suplico, no me quites la fe!».

Podemos acordarnos de Job, hombre santo y de robusta fe, al que Dios deja a merced del diablo para que éste le someta a las pruebas más duras. Incluso Dios mismo le oculta su rostro. Job cae en tal desesperación que le hace exclamar improperios contra sí mismo y contra Dios, pero no pierde la fe, y al final de su larga prueba, Dios se muestra por medio de la naturaleza, y Job no sólo recupera lo que ya tenía, sino que lo mejora con creces tanto física como espiritualmente.

Sin embargo los discípulos de Jesús no tienen una fe sólida y bien consolidada. Su fe es impulsiva, fruto de arrebatos. En poco tiempo se desinfla. Todavía no han recibido la acción del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo les enviarán en Pentecostés. Es el Espíritu Santo quien les ayudará a mantener sólidamente su fe en medio de todo tipo de pruebas y persecuciones, y así podrán extender el Evangelio por el Imperio Romano y más allá de sus fronteras.

Pero mientras están con Jesús, antes de su Pasión, Muerte y Resurrección, sabemos que su fe no está bien asentada. Es como una casa que se ha construido sobre arena: la crecida de las aguas se la lleva con facilidad (cf. Mt 7,26-27). Piensan que Jesús es, en el fondo, un rey terreno que ha venido a echar a los romanos y un milagroso curandero «expulsador de demonios».

Cuando Jesús les envió por primera vez a predicar, todo fue muy bien: llenos de fe predicaron con energía y curaron enfermos (cf. Mc 6,6-13). Pero pasado un tiempo, su fe se desinfló y ya no eran capaces de curar al epiléptico (cf. Mt 17,14-20). Jesús se lo explicó así: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible”» (Mt 17,20).

Todos los inicios están cargados de ilusión y fe. El primer impulso hace que todo vaya bien al principio. Por ejemplo, tras la boda, el comienzo de la vida matrimonial es alegre y hermoso. Lo difícil es mantener la unidad matrimonial durante el tiempo, superando las muchas crisis que surgen en el día a día, y así hasta la muerte…

Y lo mismo podemos decir de la fundación de una comunidad cristiana. Al principio todos los hermanos y hermanas están llenos de ilusión y alegría. La vida fraterna, la oración y la misión van muy bien. Pero después llega la rutina y, sobre todo, las duras penalidades, y entonces es cuando la fe se pone a prueba, y muchas comunidades se hunden…
El pasaje del Evangelio de este domingo nos habla justo de eso, de las dificultades que todos encontramos para mantener nuestra fe cuando las cosas se ponen difíciles.

Cuando los discípulos se encuentran con Jesús caminando sobre las aguas, algo le impulsa a san Pedro pedirle caminar hacia Él. Jesús, efectivamente, le anima a hacerlo y sus primeros pasos son seguros, su primer impulso de fe le hace caminar sobre las aguas, pero en cuanto sintió la fuerza del viento le entró miedo y desconfianza, se le vino abajo la fe y comenzó a hundirse. Aquella fe con la que Pedro salió de la barca no fue más que un chispazo momentáneo.

Pero tuvo la humildad de suplicarle a Jesús su ayuda, y Jesús le echó una mano y le sacó de nuevo a la superficie.
Ahí está la clave para mantener nuestra fe a flote: suplicar a Jesús que nos ayude. Sólo así seremos capaces de conservar el don de la fe. Y en el caso de tener una crisis, Jesús nos echará una mano para que recuperemos nuestra fe.