Dom
4
Jul
2010

Homilía XIV Domingo del Tiempo Ordinario

Año litúrgico 2009 - 2010 - (Ciclo C)

Designó el Señor otros setenta y dos

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • Todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio por el mundo entero, empezando por su propio entorno.

El profeta Isaías contempla a la diáspora judía, extendida a lo largo del Imperio persa y del Mediterráneo, y sueña con su reunificación en la ciudad mística de Jerusalén. Jerusalén, fuente de consolación, es paragonada con una madre de familia que reúne entorno a sí a sus hijos, con delicadeza sostiene en sus brazos al más pequeño y le alimenta con su pecho. Es el símbolo de la Iglesia, que une a los hombres entre sí, protege con especial ternura a los más débiles y se convierte en una inconfundible transmisora de paz, anunciada por los apóstoles, pero también por todos aquellos que siguiendo su testimonio, fueron llamados y enviados por el Señor para que, a lo largo de los siglos, fueran testigos de la venida del Reino de Dios y de su presencia en el mundo. Por eso, no estaría de más preguntarme a mí mismo; ¿de quién estoy dando testimonio: de mí, del Crucificado sin resurrección, del Resucitado sin cruz, de las modas de este mundo…? ¿Quiénes son los más débiles de mi época? ¿A caso no todos los hombres tienen debilidades? ¿Cómo me dirijo a ellas: con compasión, gratuidad, indiferencia, como un peso obligado…?

Todos los cristianos formamos parte de la multitud ininterrumpida de discípulos que pregonan la cercanía de ese Reino de verdad, justicia, amor y paz, por todas las naciones, culturas y ambientes. Porque la misión de evangelizar no es exclusiva de unos pocos, sino que es la vocación de todo cristiano, llamado a anunciar de hombre a hombre, el mensaje y la vida que el Hijo de Dios nos legó como el más preciado tesoro para la humanidad. Una tarea que comienza en el corazón y termina en los labios y en unos hechos, que no se limitan a marchar a un país lejano para hablar de Cristo, sino que comienzan por darlo a conocer en las plazas de nuestro barrio y entre las paredes de nuestro hogar, con el vecino, el cliente del trabajo, el emigrante sin papeles, el adolescente problemático o el anciano desamparado. Sería un buen momento para reflexionar sobre la situación actual de mi barrio, de mi ambiente de trabajo y de aquellas personas que Dios va poniendo en mi camino y preguntarme: ¿qué estoy haciendo por ellas? ¿Qué imagen de Jesús les estoy haciendo llegar?

  • El anuncio del Evangelio no ha de limitarse a la comunicación temerosa de una doctrina, sino que ha de transformarse en un estilo de vida que responda a las inquietudes y problemáticas de cada época

El actual empobrecido contacto auténtico con la vida exhorta a escuchar empáticamente los sentimientos del corazón, liberándose de la fragmentariedad, del consumo superfluo y de la aceleración neurótica del tiempo. Es la exhortación a cimentarse en una base sobre la cual construir la existencia personal y social, que haga frente al deterioro del concepto de familia, los conflictos étnicos e interreligiosos, la indiferencia ética, la búsqueda obsesiva de los propios intereses, la pérdida del sentido de la vida, la resistencia a tomar decisiones, el descenso de la natalidad, el aborto y la eutanasia. Porque el cristianismo no es una religión del libro, sino de la Palabra del Verbo, llamada a comunicar la novedad de Cristo a quienes consideran que se trata de una figura superada y a aquellos que apenas han oído hablar de Él o poseen una imagen deformada del mismo. Pero ¿cómo estoy anunciando el Evangelio: como un intelectual, que sabe mucha doctrina, destaca por su verborrea y se gana los aplausos de este mundo, sin más trascendencia? ¿Como aquel que se implica en la realidad social y la interpreta desde el Evangelio, ayudando al prójimo y amando al enemigo?
Más allá de la tibieza, la comodidad, el desánimo o la tentación de ocultar sus creencias, el cristiano ha de partir de sus conocimientos y experiencias, interrogándose en qué consiste su esperanza, qué tiene que ofrecer al mundo y lo que no puede ofrecerle, comprometiéndose a partir de sus propias raíces y despreocupándose de las seguridades terrestres, para poner su fuerza en Dios, quien le da potestad para afrontar las situaciones más difíciles, superando el respeto humano ante el qué pensarán o dirán. Pero ¿me fío realmente de Dios, de que me protege en todo momento, o por el contrario, me da vergüenza decir que soy cristiano, por miedo a que me insulten o me consideren un anticuado o un ignorante?

  • El fin de la misión radica en alcanzar la unión con Dios a través del seguimiento de Cristo.

¿Cuál ha de ser el fin de la misión? Aquellos 72, símbolo de todos los cristianos esparcidos por el mundo, se sienten dichosos con la misión realizada y le cuentan a Jesús sus proezas misioneras. Éste les hace ver que las hazañas misioneras sólo obtienen su valor en la búsqueda del verdadero fin de la existencia, que radica en nuestro destino eterno con el Dios de la vida, que da sentido a los éxitos apostólicos y a las adversidades de la misión cristiana. Porque, como nos enseña San Pablo en la Segunda lectura, la existencia cristiana se fundamenta en el apropiarse de la vida de Cristo en su realidad histórica, especialmente en el misterio de la cruz, hasta el punto de transformar al cristiano en una nueva creatura, que se manifiesta a los demás como pertenencia de Dios. Una realidad que me invita a interrogarme: ¿estoy buscando a Dios en mi misión, le descubro en el rostro de aquellos con los que convivo, o por el contrario me estoy buscando a mí mismo, dejándome llevar por el deseo de los reconocimientos sociales? ¿Qué significa para mí la cruz? ¿Huyo de ella?

  • El rechazo ante la llegada del Reino exige la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana y la constancia en el anuncio del mismo.

Es la experiencia ardua y gozosa del cristiano, quien no predica realidades sensiblemente atractivas, sino la llegada del Reino de Dios, en medio de un mundo a menudo reacio a los valores evangélicos, que antepone su confianza en los medios humanos a la fuerza misteriosa de Dios. Un Reino de Dios que está dentro de cada hombre que descubre su razón de ser y el móvil de sus acciones en el amor a Dios y al prójimo, estableciendo una unión con Dios, que se proyecte a cualquier circunstancia de su vida, sin olvidar que sólo Él puede calmar la sed del sin sentido y curar la enfermedad del pecado.

No faltan las ciudades que no escuchan a los cristianos, enviados “como corderos en medio de lobos”. Saludar no significa alejarnos de las realidades humanas, sino pararnos y descentrarnos de la meta propuesta y del camino comenzado, de esta vida de Dios en nosotros y de ese vivir nuestro de Dios. El cristiano ha de ser un caminante que prepare el lugar por donde el Señor ha de pasar, suscitando una adhesión libre a la paz que nace del corazón que busca en paz, transformando el mundo según el Evangelio y convirtiendo a la fe profesada en una vida alimentada por la fraternidad. No tenemos que buscar nuevas emociones, sino vivir en la casa de Dios permanentemente, rechazando aquellas ideologías que se oponen al Evangelio, para zambullirnos en las maravillas que Dios puede realizar en cada ser humano, transformando su vida y su realidad social, hasta hacerle salir de sí mismo para llevar a los demás la alegría que nace del corazón.

El alejamiento del cristianismo de muchos se debe en parte a la ausencia del anuncio evangélico de una manera creíble, capaz de responder al anhelo de plenitud que se encuentra en todo ser y que no se puede saciar con conceptos ni valores, sino con el encuentro con un gran amor, una persona o un acontecimiento, que defina radicalmente la vida y la reconduzca hacia un horizonte de libertad. Nuestro presente demanda la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana, manteniendo vivas ciertas preguntas que es preciso que cada generación se vuelva a hacer y no dé por resueltas: ¿quién eres? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Persigues cosas que pasan o a Aquél que no pasa?