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Homilía XXXIV Domingo del tiempo ordinario
Año litúrgico 2024 - 2025 - (Ciclo C)
“ Nos ha trasladado al Reino de su Hijo ”
Pautas para la homilía de hoy
Evangelio de hoy en vídeo
Reflexión del Evangelio de hoy
Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido
Ciertamente, Jesús es Rey, pero no de cualquier reino, sino del Reino de Dios. Comenzó su predicación en Galilea anunciando que el Reino de Dios estaba cerca (Mt 4,17), que ha llegado a nosotros (Lc 11,20), que está dentro de nosotros (Lc 17,21). El Reino fue el eje de su predicación, del que da signos con sus milagros, y es lo que sustentará su vida y misión. Jesús no se anuncia a sí mismo, sino al Reino de Dios.
Ese Reino, que viene de Dios, no es un reducto ajeno ni separado de la vida cotidiana. Lo que Jesús anuncia, y lo que Él mismo es, es el proyecto de Dios para la vida de la humanidad, para trasformar una historia de desencuentros y desdichas en historia de salvación. Es un proyecto que se dirije a todos y que va siendo acogido por los seguidores de Jesús, ese pequeño rebaño al que el Padre se lo ha regalado (Lc 12,32).
Vivir en el Reino es vivir la vida de cada día con el espíritu de Jesús: en intimidad con el Padre y sirviendo a los hermanos, particularmente a los que el mundo desprecia o presta menos atención: los pobres, hambrientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados (Mt 25, 31-46).
Un Reino que no es de este mundo, pero tiene que ver con este mundo
En diálogo con Pilato, Jesús declaró que su Reino no era de este mundo. No quería competir con otros reyes o emperadores. No disponía de un ejército con el que hacerse respetar y que, llegado el caso, le pudiera defender (Jn 18, 36). Tampoco había cedido al populismo enardecido de quienes querían hacerle rey (Jn 6,15). Sólo acepta ser llamado Rey cuando esto equivale a ser testigo de la verdad (Jn 18,37). Y no pudo sino sobrellevar ese título cuando fue escrito como causa de su condena (Mt 27,37).
El Reino, es un don, una gracia de Dios, pero no una gracia barata (D. Bonhoeffer): es también para nosotros una responsabilidad. Porque el Reino, que no es de este mundo, tiene que ver con este mundo: Jesús presenta actitudes y valores que transforman a las personas y sus relaciones, y que suponen una crítica de las instituciones. El Reino es una dimensión religiosa y profética, pero conlleva una crítica a la cultura cuando se construye a espaldas de las personas, a la política cuando no sirve a los ciudadanos, y a la economía que, como nos recordó Francisco, puede matar y, de hecho, mata.
Por eso, “se ha dicho, con razón, que con el Sermón del Monte sólo no se puede hacer política; pero hay que añadir que sin el Sermón del Monte no hay politica humana” (Rafael Aguirre).
El Reino no es una ideología, ni un programa político, sino algo más profundo y transformador: un conjunto de actitudes que cambian los corazones, despojándonos de las obras del hombre viejo y revistiéndonos del hombre nuevo, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, apoyo mutuo, capacidad de recibir y otorgar el perdón, y sobre todo, revestiéndonos del amor, que es el vínculo de la perfección (Col 3, 9-14).
Nuestro trabajo por el Reino será un trabajo paciente, como el lento crecer de la semilla hasta convertirse en árbol frondoso (Mt 13,31-32), aunque sin perder la fe y la esperanza en la bondad del trigo al que no ahoga la cizaña (Mt. 13, 24-30).
Un Reino que trasciende a este mundo
El Reino, que es don de Dios, está ya en nosotros, en este mundo, y al mismo tiempo lo trasciende. Acostumbrados al tiempo y al espacio, no podemos olvidar que nuestra vida va más allá. Al menos en la Eucaristía semanal, los cristianos confesamos nuestra fe en “la resurrección de la carne y la vida eterna”. No es retórica piadosa. Es la más profunda verdad de nuestro ser y nuestro destino. La respuesta de Jesús al buen ladrón que agonizaba junto a Él nos desvela algo sobre nuestra suerte al otro lado de la muerte: no nos espera el vacío de la nada, ni la disolución de nuestra persona en el cosmos, sino el encuentro gozoso con Jesús en el paraíso.
El evangelio afronta así uno de los grandes temores de la humanidad: la muerte, que nuestra cultura maquilla y disimula y que hoy algunos científicos y poderosos pretenden dilatar en el tiempo, es una experiencia universal que los creyentes no entendemos como pérdida, sino como encuentro y plenitud. La interpretación cristiana de la muerte dignifica la vida y la llena de sentido. Vivir conscientes de que vamos a morir no nos sumerge en la angustia y en el miedo, sino que nos asienta en el bien vivir y en la esperanza de un futuro feliz y sin término.
Damos gracias al Padre por habernos trasladado a este Reino del que Jesús es Rey, el Reino de la vida y del amor, para que nuestra vida, aquí y allá, sea plena y gozosa.
Para seguir reflexionando
Jesús nos enseñó a pedir al Padre que venga a nosotros su Reino ¿Significa esto algo para nuestra vida cotidiana?
¿A qué me siento convocado cuando escucho que el Reino de Dios no es de este mundo, pero tiene que ver con este mundo?
¿Cómo afronto mi muerte? ¿Será un deslizarse hacia la nada? ¿Será solo el inevitable final de una vida amada? ¿Tenemos la esperanza cierta de llegar a estar con Jesús en su paraíso?