Dom
17
Mar
2019

Homilía II Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Una mirada contemplativa

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

En lo alto del Tabor

Moisés, después de estar cuarenta días y cuarenta noches con Yahvé, bajó de la montaña del Sinaí con la piel de su rostro radiante (ver Ex 34, 28-35). El lector asiduo de la Biblia ya está acostumbrado a este tipo de relatos teofánicos, en los que la manifestación de Dios al hombre viene encuadrada dentro de un marco de rica y fuerte simbología religiosa: monte, nube, resplandor, tienda, voz, temor, etc.

Es la escenografía habitual para ambientar el encuentro con Dios de algunos personajes relevantes del Antiguo Testamento. Nada extraño, pues, que en el evangelio de hoy aparezcan en escena Moisés y Elías (ver 1 Re 19) en conversación con Jesús. Los dos, representantes respectivamente de la Ley y los Profetas (dos pilares fundamentales de la revelación en la religiosidad judía), dan ahora paso a la figura de Jesús, convertido en la referencia última y definitiva de la revelación de Dios.

Poco antes había preguntado Jesús a sus discípulos sobre el parecer de las gentes acerca de su persona. Será después de la confesión de Pedro cuando el Maestro encuentre el momento oportuno para anunciarles y clarificarles el duro camino que le conducirá a Jerusalén, donde tendrán lugar su muerte y resurrección.

Es entonces cuando introduce Lucas, dentro de la estructura narrativa de su evangelio, el presente cuadro escénico de la Transfiguración. Episodio que ha quedado perfecta y oportunamente plasmado en  la acertada expresión del Prefacio de este día: Después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar que la pasión es el camino de la resurrección.

El rostro transfigurado de Jesús

¿Qué mejor imagen para revelar cuál iba a ser su destino? ¿No había sorprendido a sus propios padres, ya de niño, al decirles que tenía que ocuparse de las cosas de su Padre? Esa era la “partida” de que estaba hablando precisamente con Moisés y Elías, sus interlocutores: el éxodo hacia su Padre Dios. Se entienden así mejor sus palabras finales en la cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Era el proyecto que había acariciado y abrazado con todas sus consecuencias, siempre en comunión perfecta con los designios de su Padre.    

La voz del cielo rasgaba de este modo la penumbra de la nube para desvelar a los discípulos, en toda su gloria y ante la presencia testimonial de Moisés y Elías, su realidad más íntima y personal: Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle. Es así, transfigurado por la gloria del Señor, como se siente legitimado para introducir al hombre en el profundo Misterio de Dios. Por eso mismo llegará el día en que Pedro, en nombre de los Doce, acabará reconociendo: ¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.

Es en esa atmósfera íntima de admiración y recogimiento cercano al éxtasis, que envuelve todo el relato, donde perciben e intuyen los discípulos, a pesar de su somnoliento letargo, el horizonte de sentido y de esperanza que les abre la contemplación de Jesús transfigurado. Como dice el Apóstol, si los jefes de este mundo le hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la Gloria (1 Cor 2,8). 

¡Muéstranos, Señor, tu gloria!

Como el discípulo Felipe, queremos ver el rostro del Padre, reconocerle y escucharle. Por eso rezamos con el salmista: Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. Pero, ¿cómo introducirnos en la experiencia del encuentro con Dios? ¿Cómo “atravesar el velo” de nuestra ignorancia y descubrir en profundidad al Señor de la Gloria? La escena evangélica del Tabor nos sumerge en los repliegues misteriosos del Dios de la vida.

Nos invita a contemplar, en medio de nuestras negaciones y deserciones, el rostro del Transfigurado, en quien se manifiesta el resplandor del evangelio de Cristo, imagen de Dios, quien ha hecho brillar su luz en nuestros corazones (2 Cor 4, 4-6).

Es sintonizando con los sentimientos de Jesús como mejor podemos contemplar el rostro de Dios; disfrutar, como Moisés y Elías, de lo sabroso de su presencia en “la tienda del encuentro”. Es en ese estar ahí, en dulce conversación con el Transfigurado, donde experimentaremos con gratitud la agradable sensación  de su compañía.

Y es que en la oración se ilumina nuestra mente y se enciende nuestro corazón. Trascendemos la inmediatez de nuestras tareas y ocupaciones diarias para descansar en lo único necesario. Acabamos descubriendo la gloria de Dios en el hombre, esa imagen escondida del Absoluto que todos llevamos dentro. La oración va moldeando y transformando pausadamente nuestro espíritu al tiempo que acompasamos la marcha al ritmo de los pasos de Jesús hacia Jerusalén.

Como ciudadanos del cielo que somos, la oración nos remite en última instancia al encuentro esperado con el Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro humilde cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso  (2ª lectura).