San Alfonso Mª de Ligorio

San Alfonso Mª de Ligorio

Obispo, doctor de la Iglesia, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, patrón de los confesores y moralistas. Alfonso fue el renovador de la moral. La Práctica del confesor; el Homo Apostolicus y la Theologia Moralis, han hecho de él el maestro de la moral católica.

 

San Alfonso nació en Marianella —población integrada hoy en el área metropolitana de Nápoles— el 27 de septiembre de 1696. Sus 91 años de entrega al seguimiento de Jesús, a las misiones populares, al servicio pastoral y a la formación del pueblo y clero —para quienes escribió 111 obras— dejaron profunda huella en la cultura y en la espiritualidad. Juan Pablo II lo presenta con estas palabras: «San Alfonso es una figura gigantesca no sólo en la historia de la Iglesia, sino de la misma humanidad».

Formación

Alfonso fue el primogénito de una familia numerosa. Sus padres, don José de Liguori y doña Ana Cavalieri, pertenecían a la nobleza y dieron a Alfonso una formación privilegiada en diferentes campos: lenguas, humanidades, música, pintura, esgrima... Lo mismo sucedió en el campo religioso. En éste se advierte la presencia cercana de la madre, educada en el espíritu franciscano. De ella aprendió, sobre todo, el gusto por la oración intensa y afectiva, de la que fue maestro —doctor de la oración— y uno de los grandes orantes de la espiritualidad moderna.

Profesionalmente, Alfonso eligió el derecho. A los 27 años intervino en el proceso más famoso de la época: defendió a los Orsini frente a los Médici por la herencia del feudo de Amatrice. Estaban en juego una inmensa fortuna y un título nobiliario. Alfonso perdió el primero y último proceso de su vida, porque la sentencia se había dado de antemano. Al escucharla, abandonó la audiencia y pronunció las históricas palabras: —Mundo, te he conocido. ¡Adiós, tribunales!
No fue despecho profesional, sino el desenlace de una crisis interior sobre la corrupción de la justicia. Lo confirman numerosos testimonios históricos y su código deontológico, considerado ideal del abogado católico: 1) Nunca aceptar causas injustas, son perniciosas para la conciencia y el decoro. 2) No debe defenderse una causa con medios ilícitos e injustos. 3) No causar al cliente costes innecesarios, en caso contrario el abogado está obligado a restituir. 4) Las causas de los clientes se deben tratar con el mismo esmero que las propias. 5) Es necesario el estudio de los procesos para encontrar los argumentos válidos para su defensa. 6) La dilación y negligencia de los abogados, con frecuencia perjudican a sus clientes y se deben reparar los daños, de lo contrario se falta contra la justicia. 7) El abogado ha de pedir a Dios ayuda en la defensa porque él es el primer defensor de la justicia. 8) No parece bien que un ahogado acepte muchas causas superiores a su talento, sus fuerzas y tiempo, porque con frecuencia no podrá preparar su defensa. 9) La justicia y la honestidad no pueden separarse, en ningún caso, del abogado católico; más aún, debe cuidarlas como la niña de sus ojos. 10) El abogado que pierde una causa por su negligencia tiene obligación de satisfacer todos los daños a su cliente. 11) En la defensa de las causas es necesario ser veraz, sincero, respetuoso y razonable. 12) Finalmente, los requisitos de un abogado son: ciencia, diligencia, verdad, fidelidad y justicia.

La llamada desde el pobre

En el proceso de búsqueda y «conversión» sucedió otro acontecimiento decisivo. Alfonso pasaba largo tiempo en oración ante el Santísimo y en el Hospital de los Incurables, presentado así por un contemporáneo: «No es más que un lugar apestado, donde todos los males se acumulan y multiplican». Los Incurables recogían los enfermos terminales pobres y abandonados, asistidos por voluntarios de distintas cofradías...

El 29 de agosto de 1727, Alfonso se negó a acompañar a su padre a palacio para celebrar el cumpleaños de la emperatriz de Austria, a quien pertenecía, en ese momento, el Virreinato de Nápoles. Decidió irse al hospital. La opción era fuerte y significativa. Mientras atendía a los enfermos se vio en una luz envolvente, le pareció que el edificio crujía y en lo hondo de su corazón escuchó una llamada personal: ?Alfonso, deja el mundo y entrégate a mí. Por un momento se sintió conmovido; pero su mente práctica lo consideró ilusión pasajera y continuó sus tareas de servicio a los enfermos. Al salir, en la escalera, se repitió la llamada nítida que llegaba desde los pobres. La acogió y se encaminó, gozoso, a la iglesia de la Merced. Ante María de Nazaret, dijo sí al seguimiento, dejó sobre el altar su espada de caballero e inició el camino de las bienaventuranzas... En el gesto, se despojó de la toga, las pelucas, los salones refinados y, poco después, de la primogenitura. La opción radical por el Evangelio era definitiva. A lo largo de su vida celebró el 29 de agosto como «el día de mi conversión».

A pesar de la oposición paterna, Alfonso ingresó en el seminario y comenzó los estudios teológicos. El 21 de diciembre de 1726, en la catedral de Nápoles, recibió la imposición de las manos del obispo y extendió las suyas, estremecidas, a la unción del Espíritu: era sacerdote. Tenía 30 años.

La Congregación Misionera del Santísimo Redentor

Alfonso fue un hombre para la misión. Las Capillas del atardecer, cargadas de profetismo, no llenaban su vocación misionera. Además, en la ciudad había miles de sacerdotes, Le dolía Nápoles a él, tan napolitano. Estamos en 1730. Alfonso dejó la casa paterna y pasó al colegio de los Chinos. Era más libre. En esa época sintió deseos de anunciar el Evangelio en China; pero su director lo disuadió. La segunda opción fue más comprometida, y acaso única en la historia: se obligó con voto a no perder un minuto de tiempo. El celo del Señor lo devoraba. Y se fue alejando de su ciudad para adentrarse en el mundo campesino y encontrarse con el pueblo pobre y abandonado de las tierras irredentas del Sur de Nápoles... Era obra de la gracia y respondió con tal generosidad que cayó enfermo y extenuado de anunciar el Evangelio.
Para reponer fuerzas le obligaron a retirarse a la sierra. Con un grupo de amigos se dirigió a Scala, en la costa de Amalfi, donde el mar juega con el sol a tejer claridades infinitas. El lugar es delicioso: aire limpio con olor a sal marina... Pero Alfonso no era hombre para el descanso. Siguió subiendo cuando se enteró que en lo alto de la montaña estaba la ermita de Santa María de los Montes, donde podían acomodarse y rezar al calor de María, la humilde servidora del Señor, tan querida de Alfonso...

Nunca imaginó que en aquellas soledades le esperaban el Señor y la Madre para descubrirle su vocación definitiva en la Iglesia. Apenas llegaron los misioneros, un grupo de pastores y cabreros se acercó al santuario para pedirles el pan de la palabra. Alfonso se lo repartió a manos llenas..., gozoso de que eran los más abandonados y, por consiguiente, los preferidos del nuevo reino. Se detuvo a escucharlos y, sorprendido, se sintió interpelado por ellos. Es el momento decisivo de su vida. Por vez primera comprendió que éste era su mundo. María Celeste, monja del monasterio contemplativo de Scala, que vivía intensamente la oración, le animó a fundar una congregación para anunciar el Evangelio a los más pobres... No era fácil, porque no se veía fundador y en Nápoles encontró mucha oposición. El director espiritual le ordenó rezar y esperar. Lo hizo; pero cada día estaba más fascinado por el abandono de los pastores y cabreros de Scala,.. Finalmente, su director comprendió que la soñada congregación era obra de Dios. Alfonso asumió su misión en la Iglesia con temblor y valentía. A. Tannoia escribe con mano maestra: «Seguro de la voluntad de Dios, se animó y tomó valor. Haciendo a Jesucristo un sacrificio total de la ciudad de Nápoles, se ofreció a pasar sus días entre los rediles y las chozas y a morir allí rodeado de campesinos y pastores (...). Alfonso, con la bendición de su director, monta en la cabalgadura de los indigentes y, sin hacerlo saber a sus parientes y amigos más queridos, deja Nápoles y, a lomo de burro, se va a la ciudad de Scala».

Un carisma para la misión a los más pobres

A primeros de noviembre de 1732, Alfonso se reunió con sus primeros compañeros en Scala. Rezaron intensamente, bajo la dirección de monseñor Falcoia, obispo de Castellamare. El 9 de noviembre nacía para la Iglesia, sencilla y pobre, la Congregación del Santísimo Redentor. Alfonso tenía 36 años. Desde el principio, formuló con claridad meridiana el carisma: «Su único compromiso será seguir el ejemplo de nuestro salvador Jesucristo anunciando a los pobres la divina palabra, como él dice de sí mismo: Me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres..., y a esto se entregarán totalmente para ir en ayuda de la gente esparcida por los campos y lugares rurales, especialmente de aquellos que están más abandonados, con misiones»...

Así describe un contemporáneo la situación del campesino en el Sur napolitano: «No se le considera un hombre como a los demás, sino el verdadero borrico de la especie humana; más aún el desecho y oprobio de la Naturaleza». Sólo desde esta dura realidad histórica de abandono y desprecio se comprende la opción profética de Alfonso: una opción de Iglesia de frontera y de jugárselo todo por la grandeza de la persona totalmente negada. Como escriben los obispos de la Campania —las mismas tierras evangelizadas por Alfonso— «en esta opción radica su actualidad» en el hoy de la Iglesia.

Las comunidades misioneras redentoristas, continuadoras de Alfonso, viven y actualizan su carisma —en unión de los seglares— poniendo en el centro de sus vidas a Cristo, ofrecido al Padre como Amor Redentor, haciéndose servicio evangélico a los más pobres y dejándose evangelizar por ellos. En esta línea, aceptamos con gozo las palabras de aliento y compromiso que Juan Pablo II nos dirigió en el III centenario del nacimiento de Alfonso: «Es necesario acentuar, con San Alfonso, la centralidad de Cristo como misericordia del Padre en toda la pastoral. Los redentoristas no deben cansarse nunca de anunciar la redención abundante; es decir, el amor infinito con el que Dios se vuelve hacia la humanidad en Cristo, comenzando siempre por quienes tienen mayor necesidad de ser curados y liberados porque sienten más vivamente las consecuencias del pecado... Sobre todo, es necesario permanecer fieles a las opciones del fundador por los abandonados... El mundo de los abandonados se hacía mundo de Alfonso. Ese mundo debe seguir siendo el de todo redentorista, como fruto de un continuo discernimiento en la viveza de las diferentes situaciones eclesiales para poder responder con agilidad a las urgencias que se van marcando» (L'Osservatore Romano, 27 de agosto de 1996).

La misión popular alfonsiana asumió tres características: 1) anuncio explícito y sencillo de la palabra de Dios en todas las poblaciones –por pequeñas que sean–, para acercarla a los más humildes y abandonados (se opuso a la misión central porque impedía dedicar a los campesinos atención personalizada, elemento clave en la pastoral de Alfonso); 2) implantación de la Vida Devota en cada lugar para que sacerdotes y fieles formasen comunidades de fe y oración; 3) renovación de la misión: para Alfonso, la gracia principal no eran las conversiones emocionales, sino la perseverancia, la vida de gracia y el seguimiento de Jesús.

Juan Pablo II pide a los redentoristas renovar la misión popular y encarnar en el hoy de la historia —abierta a todos los medios de comunicación social— el espíritu misionero de Alfonso para construir la civilización del amor: «Es una predicación que necesita encarnarse en los desafíos concretos que la humanidad tiene que afrontar hoy y de los que depende su futuro. Sólo así podrá hacerse realidad la civilización del amor por todos deseada» (Ibíd.).

Obispo (1762-1775)

Alfonso llevaba treinta años misionando con sus redentoristas, dirigiendo la incipiente congregación y escribiendo sus grandes obras, cuando fue nombrado obispo de Santa Águeda de los Godos. Tenía 66 años y se encontraba enfermo. Ya había rechazado la propuesta regia para arzobispo de Palermo; ahora aceptó por decisión de Clemente XIII.

Alfonso tenía una visión «negativa» del episcopado de su época, de ahí el rechazo. Lo concebía como servicio evangélico a los diocesanos, no como dignidad y elemento de poder, que se traducía en ausencia de la diócesis, vida cortesana y talante más señorial que apostólico. Había escrito dos obras de denuncia donde presentaba, con claridad, las obligaciones del pastor con el pueblo creyente: Reflexiones útiles a los obispos y Carta a un obispo recién nombrado.
Fue consagrado en Roma el 14 de junio de 1762. Se preparó con la oración, la penitencia y la peregrinación a Ntra. Sra. de Loreto. En «casa» de María meditó sobre el sí de la humilde sierva del Señor y sobre el abajamiento y ternura de Dios hecho hombre para hacerse cercanía y compartir la experiencia de familia, Desde el primer momento tuvo claras las dos dimensiones de su episcopado: anuncio de la Buena Nueva –misión continua– y pobreza. Así podía liberarse del malsano «curialismo», vivir cercano a sus gentes y compartirlo todo con el pueblo pobre. Escribió en una de las obras mencionadas: «Entiéndalo bien el obispo: la Iglesia no lo provee de rentas para que disfrute de ellas a su capricho, sino para socorrer a los pobres». Rechazó la carroza y visitó la diócesis, dos veces, a lomos de un borrico, el animal de los pobres. No pudo hacerlo más, porque estuvo enfermo nueve años. Pío VI no aceptó la reiterada renuncia porque pensaba: ?Me basta su sombra para evangelizar toda la diócesis. Durante la enfermedad no se rindió el viejo apóstol: continuó rezando, recibiendo a sus diocesanos e impartiendo su magisterio con la publicación de nuevas obras. Después, se retiró a Pagani con sus hijos donde falleció el 1 de agosto de 1787, a la hora del Ángelus. Reposa en la basílica que lleva su nombre.

Gigantesca creación Teológico-Moral

Alfonso es el único santo del que conservamos poemas, pinturas y música que se ha interpretado ininterrumpidamente. Pero lo verdaderamente importante fue su producción teológica de contenido espiritual, pastoral y moral. Su importancia se mide por dos coordenadas: la aceptación del pueblo creyente y la valoración de los teólogos y del magisterio. Unos y otros le otorgaron el título de doctor de la Iglesia, concedido a un número muy limitado de santos y santas. La aceptación popular la confirma el hecho de ser uno de los autores más leídos y editados en la cultura universal. Basten estos datos: sus 111 títulos «oficiales» tienen más de 21.000 ediciones, algunos traducidos a 72 idiomas. Entre los más populares, mencionamos: Máximas eternas; Visitas al Santísimo Sacramento; Las glorias de María; El gran medio de la oración; El trato familiar con Dios; La monja santa; Camino de salvación; Meditaciones de Adviento y Navidad; Meditaciones sobre la pasión; Vía crucis; La vocación religiosa; Preparación para la muerte; Práctica del amor a Jesucristo.

Los últimos papas han hablado muy positivamente de la vida y obra de Alfonso. La carta apostólica de Juan Pablo II, Spiritus Domini, destaca su importancia en el ayer y hoy de la historia, Tras afirmar que el «sensus Ecclesiae» acompañó a Alfonso en la búsqueda teológica y pastoral »hasta llegar a ser él mismo, en cierto sentido, la voz de la Iglesia, añade: «Fue maestro de sabiduría de su tiempo y continúa con el ejemplo de su vida y con sus enseñanzas iluminando, con la luz reflejada de Cristo, Luz de las gentes, el camino del pueblo de Dios». Para comprender a este «maestro de sabiduría» es necesario, afirma Juan Pablo II, descubrir y mantener la unión «inseparable de su vida y de su actividad que se complementan mutuamente, imprimiendo a la producción literaria del santo el carácter pastoral inconfundible».
Alfonso destaca, especialmente, por su obra teológico-moral nacida del encuentro con el pueblo pobre; en una época de rigorismo institucionalizado, supo infundirle un personalísimo espíritu de misericordia y benignidad pastoral que se traduce —como afirma Juan Pablo II— en «caridad y dulzura» con los pecadores, según el estilo y carácter de Jesucristo.... Alfonso fue el renovador de la moral. La Práctica del confesor; el Homo Apostolicus y la Theologia Moralis, han hecho de él el maestro de la moral católica.

No seríamos justos con Alfonso si dejásemos de mencionar la importancia que dio a la oración en el camino de la santidad y de la relación filial con el Padre; asimismo, el significado de María, la Madre amantísima, siempre presente en su vida, apostolado y espiritualidad que transmitió a sus hijos. La impronta mariana evidencia que la vida cristiana es un misterio «del amor misericordioso y salvífico de Dios».

Se incoó el proceso ordinario de canonización el 5 de abril de 1788 en Nocera dei Pagani, Alfonso fue beatificado el 15 de septiembre de 1816 por Pío VII, canonizado el 26 de mayo de 1839 por Gregorio XVI, declarado doctor de la Iglesia en 1871 por el beato Pío IX, y proclamado patrono de los confesores y moralistas por Pío XII el año 1950. Con los santos Jenaro y Tomás de Aquino comparte el patronazgo de la ciudad de Nápoles.

La Congregación del Santísimo Redentor tiene, el año 2000, 5.581 miembros, que trabajan en misiones, ejercicios, pastoral parroquial y de santuarios, enseñanza académica de la teología moral y apostolado de la pluma en 900 comunidades de los cinco continentes. Merecen mención especial quienes han mantenido el carisma alfonsiano en el área de influencia de la antigua URSS.

Manuel Gómez Ríos, C.SS.R. y José Tobín, superior general de los redentoristas

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.