Compasión dominicana

Compasión dominicana

Por una compasión intelectual en tiempos de COVID-19

«La compasión de Dios,
por el carisma dominicano,
llega a través del estudio
y el consuelo de la Verdad»
(Cap. Gral. Providence nº 106)

  

Introducción

  «En la mesa de la compasión». Sugerente imagen la que se nos propone para reflexionar juntos en este peculiar encuentro de Familia Dominicana. La imagen de la mesa nos puede remitir a no pocos momentos vitales que han dado, y darán, forma a nuestra biografía. Y es que «la mesa» ha sido testigo de encuentros que nos han hecho ser en los otros; encuentros que nos hacen aceptar lo diferente como diferente y que nos permiten acoger para dejarnos enriquecer por ello. Hay variedad de encuentros donde la mesa es «testigo». Están, por poner algún ejemplo, esos momentos de encuentro en los que en un ambiente familiar se hace memoria de todo lo vivido o, cómo no, esos otros donde ya hay sitios vacíos en la misma mesa familiar y evoca recordar tiempos atrás. Momentos de vital importancia son aquellos en los que la mesa es el escenario desde donde nacen proyectos para transformar la sociedad; proyectos cuyo fin es hacer realidad que pueblos, ciudades y naciones prosperen y evolucionen hacia una nueva humanidad. Y qué decir de esas rúbricas en un papel colocado de forma solemne sobre una mesa, que oficializa el momento en el que se proclama un «te amo hasta la eternidad… y más allá». Y es que la mayoría de las veces, en torno a una mesa, se planea y se hace memoria de la vida.  

  Pero esta mesa en la que se nos propone reflexionar trae consigo un término: «compasión». Mucho se ha escrito acerca de este término y hay que reconocer que no es nada fácil hablar de la compasión. Y es que es muy complicado, porque hablar de compasión consiste en hablar de fuerza, de madurez, de vigor interior que solo puede brotar de un corazón libre que sea capaz de ofrecer y recibir cariño. ¿Qué puede significar hoy sufrir, padecer, con los otros y por los otros? Delicada cuestión esta ya que puede tener diferentes respuestas. Ahora bien, la única respuesta que no cabría es la de que estamos ante un asunto que solo consiste en tener buenos deseos y meras intenciones. La compasión se relaciona con dos mandatos básicos que se encuentran inscritos en lo más profundo de nuestro ser: el deseo de amar y la conciencia de ser amado. Es todo un sentimiento que se debería entender como experiencia de conjunto. Es decir, una vivencia que de alguna manera pasa a formar parte de nuestra personalidad. Y es que la actitud compasiva nos pone de manifiesto que siempre vamos a necesitar de los demás. Porque todos somos vulnerables, y si ante la vulnerabilidad no reaccionamos, seríamos invadidos por no pocas situaciones de injusticia. Es cierto que con una actitud compasiva, amorosa, cariñosa, tierna puede que mostremos que somos débiles pero, también, ponemos de manifiesto, y de qué forma, dónde reside nuestra verdadera fortaleza.

  Pero aún hay más. Esta «mesa de la compasión» tenemos que encarnarla en nuestro carisma dominicano. No se dice nada nuevo al afirmar que la compasión impregna, o debería impregnar, toda la predicación dominicana. No en vano se manifiesta que es el alma de nuestra vida y misión como predicadores[1]. De Santo Domingo se nos cuenta que poseía la virtud de la compasión desde que era niño; virtud que le acompañó, porque así lo demostró, a lo largo de su vida. Y es que Santo Domingo comprendió perfectamente que las virtudes se trasmiten a través de la vida que lleva un sujeto determinado y, en la mayoría de las ocasiones, sin describir la virtud en cuestión de una forma explícita. Porque Santo Domingo descubrió la excelencia compasiva que latía en su conciencia. A ese descubrimiento le dio solidez y firmeza. Y luego, a través del ejemplo y el testimonio, fue aprendiendo formas determinadas de dar respuestas. Por tanto, no sé si la cuestión es sentarnos «con» Domingo en la mesa de la compasión, o sentarnos «como» Domingo en la mesa de la compasión.

  Vamos a intentar adentrarnos en la compasión y, más en concreto, en la actitud compasiva. Y podríamos comenzar lanzando la siguiente cuestión: La compasión dominicana, ¿tiene algo característico que califique cuál es su función concreta? Vamos a ver si lo descubrimos. Sí hay que decir que la compasión, en la Orden de Predicadores, necesita de una mesa amplia para que se pueda servir con generosidad.

 1. La compasión: a vueltas con el término

  El significado de compasión, a veces, se ha malentendido. Se la suele identificar con un sentimiento que no va más allá de la simple simpatía envuelta en amabilidad. O, en el peor de los casos, se confunde compasión con un simple mirar lastimoso desde la pena. Sin embargo, cuando hablamos de compasión estamos hablando, nada más y nada menos, que de la virtud madre de todo buen sentimiento. Esa virtud que nos va perfeccionando para que nos sintamos uno con el otro. Porque la compasión si hay algo que rompe, si hay algo que supera, es la dualidad yo-tú. Y es que la compasión es toda una forma de amar. Sí, es esa manera de amar que consiste en reaccionar y cuyo fin -de esa reacción- es reducir el sufrimiento, cualquier sufrimiento, de aquel de quien nos hacemos prójimos.

  Cuando hablamos de la compasión como una manera de amar, nos estamos refiriendo a ese amor que hace que el egoísmo se diluya para dar paso a todo un propósito de entrega hacia el otro. Un amor que es puro y desinteresado; un amor nítido que nada exige y no pone condiciones; un amor que huye de pretextos, excusas y prohibiciones sean del orden social que sean. Sí, por supuesto, también en el ámbito religioso. Porque todo el que ama se debería perder de forma completa en aquel a quien dirige su amor. Pero esta manera de amar solo será auténtica si conmueve el corazón e impulsa todo nuestro ser; si nos despierta del letargo de la indiferencia y nos sacude para actuar de forma favorable hacia el otro, buscando mejorar la calidad de su vida. Ahora bien, este planteamiento requiere una cuestión más. Y es que esta forma de amar no nos puede situar en niveles o grados, porque no estamos ante una cuestión de superioridad ni de inmovilidad. Estamos ante una común unión íntima en el sufrimiento en plano de igualdad. Se trata, en definitiva, de una profunda empatía transformadora que implica el compromiso con el dolor y sufrimiento del prójimo. Amar de esta forma nos convierte en agentes responsables, en sujetos éticos, en personas realizadas y, no en menor medida, nos ennoblece como seres humanos en tanto que nos capacita para realizar una especie de milagro. Sí, decimos bien, milagro, porque este actuar amoroso-compasivo nos muestra el actuar del Dios que se nos dio a conocer en Jesús de Nazaret.

  ¿Dónde encontrar un fundamento sólido para dar, cada vez más, la forma adecuada a esta forma de amar? ¿Dónde encontrar la razón de ser de eso que nos ocurre cuando reaccionamos de forma amorosa, y que nos inclina a aprojimarnos compasivamente hacia el otro que nos descoloca y altera? Sin detenernos más, toca abrir la Sagrada Escritura.

2. El amor compasivo en la Parábola del Samaritano (Lc 10,25-37): El texto por excelencia

 Grandes biblistas y eruditos expertos en Sagrada Escritura nos han dejado su granito de arena en las numerosas aportaciones sobre esta parábola. No obstante siempre se pueden encontrar nuevos y originales aportes que hagan posible una lectura actual. Y es que la Escritura es una fuente que por su plenitud no se agota ni se acaba, es decir, que no ha dicho todavía su última palabra. Por ello es objeto de apasionado estudio y motivo de permanente sorpresa en su progresiva y mejor comprensión. No es nuestra intención hacer una lectura exegética de la parábola con el rigor que ello exige. No estamos capacitados para semejante empresa. Pero sí vamos a intentar, grosso modo, una mirada desde la praxis.

  El mejor ejemplo de la práctica de la compasión lo encontramos en la parábola del samaritano. En esta parábola no solo se habla de una solidaridad humana, sino de la praxis del amor de Dios. El fraile dominico Miguel de Burgos (1944-2019) nos dejó escrito en una de sus reflexiones que la cuestión no es identificar a quién hay que amar, sino que la parábola apela a algo mucho más fundamental: «amar, a quien sea, sin preguntarse el porqué. Porque Dios, como el samaritano de la parábola, no se hace esas preguntas»[2]. La compasión del samaritano, la compasión humana, puede ser símbolo que contiene, exhibe, rememora, visualiza y comunica otra realidad diversa de ella, pero presente en ella. Porque vivir la compasión desde la perspectiva que nos indica la parábola del samaritano se nos presenta como el sacramento de la vocación cristiana. Su símbolo, es decir, su forma de actuar capaz de dar cuerpo a la fe, alma a la esperanza, corazón a la caridad.

  Las decisiones que tomamos a la hora de actuar suponen descubrir cómo orientarnos en la vida de manera que seamos capaces de fundamentar una actitud de respuesta frente a la presencia de los demás, «del otro», que nos lleve a no instrumentalizarlo o utilizarlo como un objeto para nuestros fines (sacerdote, levita). Se necesita, pues, de los otros sujetos para ser reconocidos como sujetos nosotros también (samaritano). Esto se debería vivir, a la par que interiorizar, en cada uno de nosotros pero no como una obligación ni como sanción, sino como la forma humana básica de relación. La libertad de actuación, la praxis que nos muestra el samaritano de la parábola, es una conquista personal que nos lleva toda la vida. Otras formas de libertad se han asumido como derechos, y así hablamos de derecho a la vida, a elegir, a la expresión de nuestras opiniones etc. Pero la libertad que fluye de la praxis del samaritano, es lo que debería vertebrar ese hacernos a nosotros mismos, es decir, aprender a aprojimarnos.

  En todo esto, como siempre, la decisión es del individuo, de ahí su responsabilidad. Tanto el sacerdote, el levita como el samaritano, tomaron sus respectivas decisiones. Ahora bien, nuestra actitud ante el prójimo (samaritano) va a revelar mejor que cualquier otra práctica, por muy religiosa que sea (sacerdote y levita), nuestra sinceridad ante Dios. Porque quien se acerque a la revelación, vea la conducta de Jesús o escuche sus enseñanzas, para encerrarse después en un espiritualismo ritualista e individualista que solo se preocupa de la propia perfección, ha tenido una experiencia engañosa y mutilada. Así pues, nuestra praxis eclesial tiene que fundamentar, de forma racional, una actitud de respuesta frente al otro que esté orientada a no verlo como un instrumento, es decir, a reconocerlo en su dignidad y plenitud del ser humano que, para nosotros los cristianos, tiene categoría sacramental[3].

  Podríamos concluir esta mirada a la praxis del samaritano diciendo que la parábola contiene una enseñanza magistral al respecto de la compasión: el amor, el de verdad, no sabe de límites ni de prohibiciones; que el Reino de Dios es y será siempre de los que aman al prójimo y reaccionan compasivamente ante su necesidad. Esto es lo esencial y decisivo para descubrir que el amor es la única verdad, y que Dios reside allí donde el ser humano es capaz de amar y preocuparse por el prójimo. Porque el amor, solo el amor, es lo que verdaderamente redime. ¿Cómo se podría encarnar esto en nuestro carisma dominicano?

 3. La compasión dominicana: «Misericordia Veritatis»

  Al comienzo de este texto lanzamos una cuestión: «La compasión dominicana, ¿tiene algo característico que califique cuál es su función concreta?». El Capítulo General de la Orden, celebrado en Providence en el año 2001, da respuesta de forma muy clara a la pregunta. Dice así:

  « (…) Es una forma de compasión que presupone la comprensión (intellectus) obtenida o desarrollada por el estudio; y una forma de comprensión que lleva a la compasión. Puesto que así como es mejor iluminar que solo brillar, también es mejor dar a los otros los frutos de la propia contemplación que solamente contemplar (ST, II-II, q. 188, a. 6.). Así, aunque la misericordia y compasión de Dios llegan al mundo en una multitud de modos, por el carisma dominicano llegan a través del estudio y el consuelo de la verdad»[4].

  El Capítulo General deja muy claro que nuestra reacción amoroso/compasiva ha de ser intelectual. Porque -continúa el Capítulo citando a Santo Tomás-  «pertenece al don de la sabiduría no solo meditar en Dios sino también dirigir las acciones humanas» (ST, II-II, q. 45, a.6, ad. 3)[5].

  La cuestión intelectual en la Iglesia no es algo que comenzara en la Edad Media. El origen de la misión intelectual de la Iglesia surge desde los primeros momentos del Cristianismo. Y es que siempre ha estado presente la necesidad y el deber de reflexionar y dar razón de nuestro credo para refutar las mentiras, embustes y farsas que, por maldad o también por ignorancia, se han vertido sobre el pensamiento y actuar cristiano. Célebre es la primera apología en favor del cristianismo de san Justino. Ahora bien, no solo había necesidad apologética, también existía la exigencia de racionalizar la fe para mantener abierta la presencia del Misterio. Santo Domingo comprendió perfectamente la misión intelectual de la Iglesia y quiso que la Orden fundada por él estuviera totalmente identificada con esta misión. Y es que no debemos olvidar que santo Domingo fundó una Orden de intelectuales[6]. Así pues ¿cómo fundamentar la cuestión de la compasión intelectual en Domingo?

  Al hablar de la compasión en santo Domingo siempre se hace referencia al episodio de la venta de los libros en Palencia. Sin embargo, en este texto no nos vamos a referir a ese gesto compasivo suyo. La razón de ello es que existen opiniones encontradas al respecto y siempre es conveniente indicar, en honor a la verdad, que hay frailes dominicos para quienes el episodio de los libros es incomprensible ya que se cuestionan cómo el fundador de la Orden del estudio y de la pasión por la Verdad vendió sus libros[7]. Por ello nos serviremos de otro episodio igual de compasivo, igual de amoroso y profundamente dominicano: el diálogo que mantuvieron santo Domingo y el hospedero seguidor de la herejía cátara. Y es que nuestro Padre no soportaba ver que a la gente le faltara el pan corporal; pero de igual forma no soportaba ver cómo se caía en la muerte eterna, al estar atrapados en las redes del error.

  En cualquier publicación en la que se nos cuente la vida y hechos de Santo Domingo, aparece el momento de diálogo con el hospedero. Y es que algo tiene, algo encierra esta «primera conversión» donde Domingo pone todo su saber al servicio de una situación en la que era precisa una reacción compasivo-intelectual. Porque su saber fue la herramienta fundamental para transformar la realidad del hospedero y que así pudiera pasar de la confusión y el error, al placer y bienestar que trae la Verdad. El fraile dominico y pintor Félix Hernández en una de sus múltiples ilustraciones recoge este momento. Y en dicha pintura nos muestra cómo el diálogo tiene una importancia considerable. Pero hay algo en esa ilustración que no queremos pasar por alto: hay una mesa. ¿La mesa de la compasión? Sobre esta mesa, Domingo y el hospedero descansan sus brazos y sus manos sostienen un vaso. En el fondo de la pintura se vislumbra el rostro de Jesús de Nazaret.

Domingo diálogo posadero

  El diálogo de santo Domingo con el hospedero nos habla de contrastes, de preguntas, de respuestas; de acercamiento y proximidad para comprender mejor. Y es que Domingo se comprometió, cual samaritano de la parábola de Lucas, en una creativa e intelectual práctica de la compasión. Puso toda su realidad amante en aquel hospedero de quien se hizo prójimo, y lo ayudó a comprender las palabras de la fe. Hizo que las liberara de todo prejuicio y de todo error en el que se encontraban por influjo del ambiente, para que luego pudiera escuchar, aceptar y acoger con todo su ser, la Verdad del evangelio. Y ahí estaba, como testigo, la mesa -volviendo a la pintura de Fr. Félix- en su privilegiado segundo puesto «presenciando» cómo la compasión, la compasión intelectual, liberaba y sanaba al hospedero de las redes y heridas del error.

  La Familia Dominicana no debería echar en el olvido este episodio dialogal de Santo Domingo con el hospedero; este ¿origen? del fundamento compasivo dominicano. Porque esto es lo que nos caracteriza, esta es nuestra razón de ser y nuestro servicio eclesial. Nuestra predicación compasivo-intelectual es la forma dominicana de ejercer la diakonía, es decir, nuestro servicio para que se siga edificando la Iglesia. Decimos todos los días que santo Domingo es «luz de la Iglesia». Pues bien, quizá necesitemos hoy, al igual que hizo Domingo, recuperar el entusiasmo y ser luz en la Iglesia poniendo la compasión intelectual en el centro. La Familia Dominicana tiene mucho que aportar en este campo porque es lo que la Iglesia espera de nosotros[8]. Y es que sigue habiendo una carencia considerable de fe pensada, siguen existiendo muchos «hospederos» con una imagen desdibujada de Dios que les imposibilita asimilar de forma lúcida su fe. Necesitan de una reacción amoroso-compasivo-intelectual para que la puedan experimentar de forma viva y creativa. Fray Manuel Santos, quien fuera durante varios años y en distintas épocas maestro de frailes estudiantes, nos decía en los años de formación: «En dominicano hay dos vocaciones, la mayúscula y la minúscula. La mayúscula es ‘quiero ser dominico/a’; la minúscula consiste en cómo y dónde ejerzo ese ser dominico/a». Así pues, la compasión intelectual, el amor compasivo por buscar, trasmitir y predicar la verdad que hace posible abrir las ventanas del entendimiento, es lo que debería sostener nuestra «vocación mayúscula».

  Hablar de la compasión intelectual trae de suyo, como imperativo, hacerlo sobre el estudio, es decir, hablar de ese ministerio que para nosotros debe ser una prioridad[9]. Aun cuando se expondrá de forma más amplia y sabia en otra ponencia, no lo podemos pasar por alto. El estudio dominicano, lo sabemos perfectamente, no se restringe tan solo a una función académica. El estudio dominicano es todo un análisis de la realidad donde debe predominar el preguntarse por el quién, qué, dónde, cuándo, cómo y por qué para reaccionar y así poder dar respuesta a los desafíos de cada situación. En definitiva se trata de indagar las causas y sus posibles soluciones, para evaluar las fuerzas, así como las debilidades, y valorar las posibilidades de transformación. Por ello la cuestión académica debe estructurarse de tal manera que nos lleve a discernir cada vez mejor la realidad. Pero sin olvidar que no deberíamos perder de vista el ideal de la sabiduría de los clásicos. Aquel que dice, por ejemplo, que «todos por naturaleza deseamos saber» -Aristóteles dixit-.

  En la Familia Dominicana sería maravilloso que se tuvieran conocimientos de ciencias y de letras, ignorancia de nada, pasión por saber de todo y especializarse en aquello para lo que más dones se tenga. O en palabras del Capítulo de Providence, «no temer alcanzar los límites de la razón»[10]. Ahora bien, no estudiamos para, simplemente, tener información; como tampoco para ser eruditos inalcanzables y sabiondos repelentes. Se trata de un estudio que nos tiene que capacitar, en palabras del actual maestro de frailes estudiantes fray Moisés Pérez, «para amar cada vez más y mejor». Porque el estudio nos tiene que dilatar el corazón y así poder ser capaces de abrazar todas las cosas desde el cariño, el amor, desde la ternura… desde la compasión. Como también nos tiene que dar la posibilitad para que la predicación dominicana sea una fuerza que pueda transformar la realidad de este mundo nuestro cada vez más vulnerable. Esta tarea, que es nuestra tarea específica, sería imposible llevarla a cabo de forma plena sin pensar, sin reflexionar de manera profunda que es fruto de una intensa vida de oración y obras de amor compasivo.

  Podríamos concluir diciendo que la compasión dominicana, la compasión intelectual, está llamada a construir una cultura de la verdad y de las relaciones humanas que reemplace la cultura de la mentira, de la falsedad, de la corrupción. Y se tendría que decir, sin ningún miedo, que la compasión dominicana, al ser una compasión intelectual, obliga en conciencia a denunciar la injusticia, eso sí, siempre con dulzura y respeto(Cfr. 1 Pe 3,16), a leer los signos del mañana que se están realizando y a hacer los proyectos pertinentes. En el interior de estas situaciones muy concretas con sus intervenciones sociales, políticas y humanas, nuestra predicación -siempre fiel a Dios y a la humanidad- tiene que distinguir entre lo que está feneciendo y lo que está naciendo, entre lo que significa salvación y lo que no, entre la verdad y la ilusión o la mentira. Porque ocultar la verdad, dejarla velada, es un «pecado» contra la vocación dominicana; pero quedarnos callados ante algo injusto o mirar para el lado contrario, también lo es.

4. Compasión intelectual en tiempos de COVID-19: tres posibles líneas de acción

  La compasión induce a la práctica. Y ha de ser una práctica en todo momento, en toda circunstancia y sin excluir países, culturas, credos, ni personas. Este año nos ha tocado, y nos está tocando vivir, una pandemia mundial. Un virus ha invadido nuestro Planeta. Y en esta invasión todo se ha parado, lo que más, vidas. Vidas llenas de proyectos e ilusiones, vidas compartidas que han llegado a su fin sin un adiós, sin un último te quiero, sin un último abrazo, sin el calor de la ternura de los suyos. Se han parado trabajos que sustentaban a millones de familias. Familias que han pasado de una vida digna, feliz y realizada, a la ansiedad y sufrimiento que trae la vulnerabilidad. Se han parado, también, las celebraciones cultuales en los templos y las manifestaciones religiosas por nuestras calles, trayendo -este parón- no pocas confusiones y errores en el ámbito de la fe. Vamos a intentar enumerar tres líneas de acción donde quizá se necesitaría una reacción compasivo-intelectual. Hay que aclarar que no pretenden ser exhaustivas y, ni muchos menos, las únicas, ya que se podrían exponer bastantes más. Lo que se pretende con estas líneas de acción es mostrar lo necesario que es en nuestros días, dominicanamente hablando, una reacción amoroso-compasivo-intelectual.

El consuelo y la esperanza ante la pérdida de un ser querido

  Hay una serie en Netflix, Merlí, que en uno de sus capítulos aborda el tema de la muerte. Merlí es profesor de filosofía y, en esta escena, conversa con su hijo (Bruno) que también es su alumno. La conversación gira en torno al fallecimiento de la abuela del mejor amigo de Bruno, aunque en ese momento estaban un poco distanciados. Por ello pide consejo a su padre sobre qué debería hacer. Merlí le indica que debería ir a ver a su amigo y se lo argumenta de esta manera: «Ver a su abuela pálida y fría dentro de la caja le habrá ablandado, seguro». A lo que su hijo responde: « ¿papá, podrías ser un poco más delicado con un tema así?» el profesor de filosofía, sin pensarlo dos veces, concluye: «Mira hijo, la muerte… la muerte no es delicada».

  No le falta razón a Merlí. Y es que en todo este tiempo hemos experimentado, aún más si cabe, la poca delicadeza de la muerte. Este virus que nos ha invadido nos ha arrebatado a seres queridos. Y esta situación, como es lógico, ha traído tristeza, llanto; ha quitado el sueño, la tranquilidad, la paz. Pero sobre todo ha conseguido que el silencio se apodere de todo y que solo resuene, una y otra vez, la misma pregunta: ¿por qué? Sí, hay que decirlo, sin miedo ni vergüenza: esta situación ha conseguido que nos enfademos. Y como si se tratara del relato bíblico de Job hemos gritado desde lo profundo de nuestras entrañas, porque no encontramos explicación a esta desgracia que sacude al mundo entero. Pero aun así, en medio del dolor, la tristeza y el enfado hay que tener la certeza de que todos los que han partido ya de este mundo han sido recibidos por el Dios que nos ha dado la vida con los brazos abiertos. Porque ya no lo conocen de oídas; ahora lo han visto sus ojos (cfr. Job 42,5). Así pues, se hace necesaria o, mejor dicho, urge una reacción compasivo-intelectual desde una teología de la esperanza, ante esta situación de dolor y sufrimiento.  

  Una teología de la esperanza en estas circunstancias no es fácil. Por ello requiere mucho estudio y contemplación. Y es que nos podemos encontrar situaciones en las que se haya perdido el horizonte de la vida y la ilusión por la misma. Situaciones en las que se está viviendo el duelo y la pérdida pura y exclusivamente en el dolor y las lágrimas. La esperanza, es cierto, no niega el mal ni el sufrimiento, como tampoco es optimismo ingenuo. Pero la esperanza sigue existiendo a pesar de todas las zonas negras de la vida, que son muchas. Así pues, es necesario reaccionar de forma compasiva y trasmitir que gracias a la esperanza sabemos que todo, algún día, será transformado por completo y solo existirá el bien. La esperanza es la noticia que tenemos de lo que está por venir. Y es una noticia buena, fascinante e ilusionante porque anuncia que lo venidero es bueno. Y esto, como Familia Dominicana, no lo podemos callar. Tenemos que reaccionar y predicar desde una compasión intelectual que la esperanza no se agota en la espera pasiva sino que urge al compromiso con esa luz que se divisa a tientas en las mencionadas zonas negras de la vida. Porque si vemos una luz al final de un camino oscuro, no nos quedamos quietos esperando a que nos alcance. Al contrario, se reacciona y se echa a correr para alcanzar la deseada claridad.

  Uno de los «prodigios» que se atribuye a santo Domingo es, cómo por medio de su compasión y fe, el joven sobrino del cardenal Esteban de Fossanova «volvió a la vida» tras recibir un duro golpe por la caída de un caballo[11]. Esta reacción de santo Domingo, más allá de la veracidad histórica, o no, nos debería  trasmitir que en el drama de la muerte es donde tiene que aparecer la fe y la confianza en que hemos nacido para vivir y no para morir. O dicho de otra forma, que hemos sido creados para la eternidad. Poniendo este ejemplo no se pretende decir que gracias a la compasión intelectual, gracias a nuestra predicación vamos a conseguir revivificar a alguien, no. Lo que se pretende exponer es cómo la compasión intelectual puede mitigar el dolor que supone perder a un ser querido en estas circunstancias. El «prodigio» realizado por santo Domingo no solucionó la poca delicadeza de la muerte porque el joven fallecería en algún otro momento de su vida, pero sí nos pone en camino de resurrección que es donde está nuestra verdadera esperanza.

  En este tiempo de pandemia nuestra compasión intelectual tiene que hacer ondear una bandera de esperanza. Porque es ella, la esperanza, la que nos impulsa a predicar por un mañana en el que todo habrá pasado, en el que todo habrá cambiado, en el que todo será inundado por una nueva y apasionante realidad. Nuestra fe en la resurrección nos dice que el Dios en el que creemos y en el que tenemos puesta toda nuestra esperanza es Dios de vivos, no de muertos. Aunque hay que decir, en honor a la verdad, que este discurso para aquellos que no creen ni esperan no les sirve. Pero llegará un día para creyentes y no creyentes, para los que esperan y para los que no, en el que todos, absolutamente todos, juntos, volvamos a sonreír y esta vez, por toda la eternidad.

El ingreso mínimo vital: ¿un favor o justicia?

  «Tal vez sea tiempo de pensar en un salario universal». Estas palabras pronunciadas por el papa Francisco, no han pasado desapercibidas. Y es que este tiempo de pandemia no solo ha arrebatado vidas, también ha dejado sin trabajo a millones de personas. Es cierto que ha afectado en todos los ámbitos del campo laboral pero, como siempre, se está cebando con aquellos más débiles, más vulnerables, con los que menos recursos tienen. Y esto necesita de una reacción compasiva e intelectual que anuncie y denuncie la situación de pobreza que se está gestando. Porque nuestra compasión, nuestra misión intelectual, nuestra predicación ¿no tiene que caracterizarse, también, como profética? Por ello se hace necesaria una reaccióncompasivo-intelectual desde una teología de la justicia.

  Cuando se vive sumido en la pobreza se tiene el derecho de salir de ella. Y la obligación de que esa situación desaparezca la tiene la sociedad[12]. Así pues, toca en estos momentos reconstruir la historia sin ignorar al que sufre. Porque si mostramos indiferencia ante el desamparo de millones de personas que se quedarán sin trabajo, sin lo necesario para poder subsistir, lo que se ha denominado «nueva normalidad»hará que el virus de la injusticia traiga la pandemia de la pobreza. Por ello la petición del papa Francisco de un salario universal podría frenar, un poco, el que surja un nuevo clasismo en la ciudadanía. Un clasismo entre aquellos que van a intentar por todos los medios exigir nuevos y ventajosos convenios para aumentar su bienestar, y aquellos que ya no pueden «exigir» nada. ¿No nos da una sacudida la conciencia cuando vemos la poca distancia de seguridad en las terrazas de nuestras ciudades, y la enorme distancia que van cogiendo las llamadas «colas del hambre»? Es cierto que todo es necesario porque muchos trabajadores de esas terrazas han salido de los «Ertes» y logran realizarse en y con su trabajo. Pero también es cierto que esta «nueva normalidad» no está siendo, ni va a ser, igual para todos.

  La Familia Dominicana a lo largo de sus siglos de historia siempre ha tenido una voz fuerte y firme en favor de aquellos que peor lo pasan, aquellos más vulnerables, aquellos más débiles. Una voz profética cargada de un pensamiento humanista reivindicador de la dignidad y bienestar de las personas. Por ello reaccionar compasivamente y decir que el ingreso mínimo vital puede mitigar la dualidad ellos y nosotros, además de ser un «salvavidas» en estos primeros momentos para los más vulnerables, no es hacer un discurso político teñido de un color específico, como tampoco está sostenido por dos herramientas de trabajo concretas. Si así fuera habríamos caído en un error gravísimo: sustituir la libertad que nos da nuestra compasión intelectual por discursos políticos alejados de la Verdad del evangelio.

  El ingreso mínimo vital no es ninguna «paguita» como se ha proclamado de forma popular en algún momento. Como tampoco es hacer un favor. Porque todos los que están quedando desamparados sin lo necesario para poder vivir tienen el derecho a que se les haga misericordia, y esto se convierte en un asunto de justicia[13]. En nuestras predicaciones muchas veces se nos olvida que el samaritano de la parábola de Lucas no solo curó y vendó heridas, además de llevar a una posada al que encontró en el camino. El samaritano se preocupó de él hasta el punto de pagar por un tiempo futuro e, incluso, se comprometió hasta que el hombre pudiera estar totalmente restablecido (cfr. Lc 10, 35).

  Una verdadera compasión intelectual, es decir, reaccionar de forma compasiva dominicanamente hablando en este tiempo tan complicado que nos está tocando vivir, debe tener como imperativo atender al individuo y salvaguardar a todos los que están quedando tirados y desamparados como consecuencia de esta pandemia, al igual que aquel que quedó medio muerto cuando bajaba de Jerusalén a Jericó (cfr. Lc 10, 30). Porque nuestra predicación, nuestra compasión intelectual, puede ser la sacudida que haga reaccionar a quienes tienen el poder de ejecutar la acción y así reconstruir económica, social y emocionalmente nuestra sociedad. ¿No nos remite esto al pensamiento de Tomás de Aquino, cuando dice que la compasión razonada responsabiliza a quien la experimenta a restituir a la persona desamparada los bienes a los que tiene derecho, y de los que de forma injusta se le ha privado?[14] ¿No nos remite esto a la voz profética de Santa Catalina de Siena, para quien ningún caso o asunto será tan duro que no lo venza la caridad que es quien da la fortaleza?[15] ¿No nos remite esto al pensamiento de Francisco de Vitoria, quien exigía la compasión ante el sufrimiento de los pobres y su deseo de tratar a la humanidad como la única gran familia?[16] ¿No nos remite esto al pensamiento realista y comprometido de Bartolomé de las Casas, totalmente volcado con la justicia y la igualdad?[17] ¿No nos remite esto al actuar de san Juan Macías, cuya entrega total y servicio era buscar el remedio a todas las necesidades de los pobres?[18]

  Muchos otros ejemplos se podrían seguir poniendo y que llegan hasta nuestros días. Ejemplos de cómo la compasión dominicana debe tener como exigencia la búsqueda intelectual de la verdad, que desemboca en una praxis abierta a toda clase de indigencia.

El confinamiento no afecta a la experiencia de fe

  Expresiones como «devuélvannos la misa» se han puesto de moda durante este tiempo de pandemia. Y es que ha habido toda una especie de cruzada durante los meses que ha durado el confinamiento, donde parece que se reclamaba la devolución de algo arrebatado de forma ilegal. Porque el cierre de los templos ha sacado a la luz no pocas confusiones en lo referente a la experiencia de fe, confusiones que hacen sentir que Dios ha quedado confinado dentro de nuestras iglesias. Y aquí tendríamos que imitar a santo Tomás. Sí, sabemos que el Aquinate nunca invitaba a la controversia y a la oposición por sí mismas. Ahora bien, Tomás de Aquino, ante estupideces manifiestas, no dudaba en asumir el papel de un fiero abogado y de un vigoroso defensor de la verdad[19]. ¿De verdad nuestras predicaciones hablan de un Dios «encerrado»? ¿De verdad trasmitimos a un Dios que solo se puede «visitar» en los templos? ¿De verdad trasmitimos que nuestra experiencia de fe solo hay una forma de verla y de sentirla? ¿De verdad que no somos capaces de trasmitir que estamos ante una realidad más honda? ¿De verdad que no queremos ver otro horizonte, otra comprensión? Nos encontramos ante un tema muy delicado que requiere mucho estudio para que nuestra reacción compasivo-intelectual sea profundamente eclesial. Por ello se hace necesario en la Familia Dominicana profundizar desde una teología de la evangelización[20].

  Hay algo muy positivo -en cuestión de experiencia de fe- durante todo este tiempo de confinamiento que hemos vivido y a lo que se le ha sacado poco partido. Hacemos referencia a la celebración de la Eucaristía en casa. Internet y los medios de comunicación han desempeñado un papel decisivo en esta cuestión. Porque puede ser que no nos hayamos percatado de la riqueza que ha traído celebrar la fe en el hogar y en familia. Es cierto que ha sido por una causa mayor, pero sería muy interesante profundizar cómo se ha encarnado en nuestros días lo que encontramos por escrito en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando se nos dice que las primeras comunidades cristianas «en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera» (Cfr. Hch 2,46). Así pues, quienes no ven en estas celebraciones de «Iglesia doméstica» una presencia real, necesitan de una reacción compasiva que les haga sentir que el ideal de comunidad cristiana está en «crear hogar». Un hogar donde se construya comunión y, por consiguiente, se construyan personas. Que sean lugares de encuentro y no de paso; que sean lugares donde se vive y se siente; donde se comparte, se reza y, por supuesto, se celebra. ¿El qué? La Vida; ¿de quién? Del Resucitado. Esta visión de comunidad que nos muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles debería ser una sacudida para el hoy de nuestras comunidades y el impulso para comenzar a prepararnos seriamente de forma intelectual, para luego reaccionar de forma compasiva. Porque no sabemos si llegarán más confinamientos, no sabemos si nuestras celebraciones en los templos van a quedar no solo reducidas en aforo, sino reducidas a lo mínimo de forma presencial durante el año. Y esto necesita de una predicación compasivo-intelectual que haga sentir que nuestra experiencia de fe va mucho más allá de iglesias abiertas o cerradas, porque nos encontramos ante algo que nos habla de inmensidad y que es más profundo que una simple «visita» a nuestros templos. Porque la fe, nos dirá san Pablo, se hace activa por el amor (cfr. Gal 5,6).

  Nos encontramos, pues, ante un reto como Familia Dominicana. Un reto que nos lanza hacia una predicación alternativa. Si, por qué no decirlo así, una predicación alternativa que desde su talante teológico, profético y crítico encuentre la manera de corregir el error de vivir con una religión de cumplimiento, pero sin Dios. Esto es toda una llamada a plantarse en la sociedad con la creatividad que nos da la Encarnación y, al estilo de Domingo de Guzmán cual diálogo con el hospedero, aprojimarnos hacia todo el que necesite sentir que lo verdaderamente decisivo en nuestra experiencia de fe es el encuentro con Jesús de Nazaret. Por ello hay que predicar que es preciso tirar abajo todos los muros mentales donde «encerramos» y «confinamos» a Dios, para poder sentir cómo se despierta el amor de quien nos ama y el amor que nos brota ante quienes amamos. Porque nuestra compasión intelectual nos tiene que hacer reaccionar y predicar que lo principal en cuestión de fe está en la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor[21]. Solo así será efectiva la compasión dominicana porque mostraría que el ser Iglesia, hacer Iglesia y celebrar en la Iglesia es sentir cómo el amor nos reblandece, nos modela, nos figura humanamente, nos sitúa como constructores de paz, hacedores de un mundo nuevo, de nuevas situaciones y de circunstancias sociales y eclesiales renovadas. Algo tan necesario en esta época de COVID-19, que todo va apuntando a que se va a prolongar en el tiempo.  

  Los cristianos estamos llamados a ser libres y a no esclavizarnos en aquello que no tiene sentido. Por ello quizá va siendo hora de que la Familia Dominicana vaya desempolvando la reflexión de Tomás de Aquino y se recupere la «jerarquía de verdades» propuesta por el Aquinate[22]. ¿Para qué? Pues para que se pueda distinguir qué es lo central de la fe cristiana y qué es lo secundario. Por ello, urge hacer renacer la fe para que cobre razón de ser, aún más si cabe, nuestra realidad de bienaventurados. Así pues, bienaventurados todos aquellos que sienten que la experiencia de fe no sabe de templos cerrados, que la vivencia y pertenencia eclesial no sabe de confinamientos.

sto domingo compasion iribertegui

Conclusión

  ¿Cómo se podría resumir, para concluir, todo lo dicho hasta aquí? Nos vamos a servir para ello de una escultura del fraile dominico Miguel Iribertegui (1938-2008). Este fraile dominico nos ha dejado una herencia fresca y extraordinariamente sugerente de obras artísticas donde destacamos su obra -para nuestro tema- «Santo Domingo de la compasión». La figura está compuesta por la imagen de santo Domingo sosteniendo a un pobre y tiene -la escultura- dos detalles, entre otros, dignos de destacar. El primero son las manos delsanto. Y es que, por la ternura que trasmiten esas manos es como si santo Domingo quisiera medir la profundidad del misterio de la compasión. Con el brazo derecho abraza y sostiene al pobre; la mano izquierda está sobre su pecho como queriendo decir: «tranquilo, estoy contigo, no estás solo». El otro detalle son los libros sobre los que se alza el pobre. Estos libros muestran, con una belleza conmovedora, cómo el estudio en la Familia Dominicana es el mejor medio para mostrar y hacer llegar a nuestra sociedad la compasión de Dios. Y es que contemplar el «Santo Domingo de la compasión» de Iribertegui, nos lleva a comprender que la «compasión dominicana» tiene como centro la preparación intelectual, para luego compartir este bien de forma generosa con aquellos que carecen de él.

  Si la compasión está en el fundamento de la experiencia de fe cristiana, es más, si es la suma de la religión cristiana[23], no será para nada difícil a la Familia Dominicana unirse a esto y, de paso, poner al día sus propias raíces. Raíces de una predicación compasivo-intelectual, cuyo origen está en torno a una mesa. Raíces compasivas, en definitiva, que ya tienen más de ocho siglos de historia.  

 

Fr. Ángel Fariña, OP

Encuentro de Familia Dominicana
Julio, de 2mil20

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[1] Cf. L.C. BERNAL, Elogio de la misericordia, San Esteba, Salamanca, 12.
[2] M. DE BURGOS, “Una religión de muerte y una religión de vida. La parábola del samaritano”, en COMMUNIO, (XXIV), 1991, 334-354.
[3] A este respecto nunca está de más recordar cómo el Concilio Vaticano II ha utilizado el término sacramento en su sentido más originario aplicándolo a Cristo y a la Iglesia; a todo hombre y a las realidades creadas. Cfr. Lumen Gentium 1,48; Sacrosanctum Concilium 5,26; Ad Gentes 1,5; Gaudium et Spes 42,45.
[4] Actas Capítulo General de Providence, nº 106. (en adelante ACGP)
[5] Ibíd.
[6] Cfr. G. BEDOUELLE, La fuerza de la palabra, Domingo de Guzmán, San Esteban, Salamanca, 1987, 181.
[7] A este respecto es muy interesante lo que el fraile dominico Julián de Cos argumenta sobre la venta de los libros en Palencia porque «supuso mucho más que hacer una simple donación». Cfr. J. DE COS, La espiritualidad de Santo Domingo, fundador de la Orden de Predicadores, San Esteban, Salamanca, 2012, 66.
[8] Cfr. ACGP, nº 126.
[9] Ibíd.
[10] ACGP, nº 124.
[11] Cfr. L. GALMES, V. T. GOMEZ, SANTO DOMINGO DE GUZMÁN. Fuentes para su conocimiento, BAC, Madrid, 1987, 263.
[12] Cfr. A. CORTINA, Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, PAIDÓS, Barcelona, 2017, 137.
[13] Cfr. F. MARTÍNEZ, Creer en el ser humano, vivir humanamente. Antropología en los Evangelios, Editorial Verbo Divino, Navarra, 2012, 308-309.
[14] Cfr. TOMAS DE AQUINO, ST, II-II, q. 30, a.3c.
[15] Cfr. CATALINA DE SIENA, «Cómo ser caritativo y cercano a la gente», en Transforma tu corazón. Cartas espirituales de Santa Catalina de Siena. Selección a cargo de Fray Julián de Cos, San Esteban, Salamanca, 2019, 109.
[16] Cfr. R. HERNÁNDEZ, Francisco de Vitoria. Síntesis de su vida y pensamiento, OP, Caleruega, 1983, 48.
[17] Cfr. M. BEUCHOT, Filosofía y política en Bartolomé de las Casas, San Esteban, Salamanca, 2012, 30.
[18] Cfr. A. LOBATO, Yo, Juan Macías, amigo de los pobres, San Esteban, Salamanca, 1999, 145.
[19] Cfr. P. MURRAY, Tomás de Aquino orante. Biblia, poesía y mística, San Esteban, Salamanca, 2015, 68.
[20] Con esta expresión remitimos a lo solicitado en el Capítulo General de Biên Hòa (2019) donde se anima desde el ministerio pastoral y el ministerio académico a desarrollar una teología de la evangelización para cada época y lugar. Cfr. Actas Capítulo General de Biên Hòa nº 314.
[21] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, ST, I-II, q. 108, a.1
[22] Sobre esta cuestión remitimos a TOMAS DE AQUINO, ST, II-II, q. 30, a. 4. Véase también ST, I-II, q. 66, a. 4-6.
[23] TOMÁS DE AQUINO, ST, II-II, q. 30, a. 4, ad. 2.

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