Objetivos del predicador

Fray Juan José de León Lastra O.P.

Los objetivos de la predicación de Jesús: “mostrarles al Padre”. Mostrarles al Padre para conocerse mejor a sí mismos: lo que son y lo que deben hacer de su vida. Para conocerse a sí mismos y a los demás, puesto que todos somos lo que somos en relación con los demás.
¿Qué objetivos pretendemos? El de Jesús, la predicación del Reino de los cielos o Reino de Dios. Es decir construir una humanidad que se guíe por los valores del Reino. Los que aparecen en el Evangelio: el servicio, la sencillez, la sobriedad, la confianza en Dios, el amor entre todos. Expresado esto a modo de resumen evangélico, lo que se busca es una sociedad de bienaventurados, o sea, una sociedad donde la felicidad que buscan las personas que la componen sea la que ofrecen las bienaventuranzas recogidas en los evangelios de Mateo y Lucas. Ciertamente eso pertenece a lo utópico, es decir, a lo que no se alcanza nunca, pero señala hacia dónde hemos de caminar. Sí, eso es proclamar que “otro mundo es posible”.

Un mundo, una sociedad, de la que tiene que ser icono la Iglesia, la comunidad cristiana, las comunidades cristianas, las iglesias particulares. Se predica para construir comunidad cristiana, para desarrollarla, para consolidarla. Para construir Iglesia donde se respire el espíritu de Cristo resucitado, el de su Evangelio. La comunidad cristiana es el modo cómo la fe cristiana entiende la comunidad humana. El cristianismo no se inventó un ser humano peculiar, sino que descubre el auténtico. El dominico, a su vez, surge de la comunidad religiosa, es enviado por ella, para construir comunidad cristiana. Sin espiritualidad de comunión, que configura la comunidad desde donde es enviado a predicar, no existe predicación dominicana.

Sobre estos supuestos insinuados, se pueden precisar algunos aspectos concretos de la espiritualidad de la predicación. Podemos resumirlo a modo de Decálogo. Bien entendido que no se trata de leyes que es necesario obedecer, sino de actitudes que es necesario incorporar.

1º El dominico lo es para la predicación. Se prepara para ella, la ejerce, nunca se jubila de esa misión, como tampoco se jubila de su condición de dominico. Él puede decir con san Pablo «¡ay de mí si no evangelizare!» (1 Co 9,16). Es una urgencia que emana del ser y que se realiza en el vivir diario, no sólo cuando «toma la palabra». Si la contemplación –la oración y el estudio–, no le lleva a la predicación, no es contemplación dominicana.

2º La humildad. El predicador ocupa púlpito o ambón y puede querer «sentar cátedra». No, el predicador debe abandonar la idea de maestro para sentirse discípulo. Administrador de verdades que le rebasan, promotor de una dignidad de vida moral y espiritual que él no alcanza. Sabe que predica más las carencias que reconoce tener que la perfección a la que ha llegado. Nadie es digno de predicar. Y nadie puede exigir el aplauso y el reconocimiento social como premio a su esfuerzo, que le permita ampliar las dimensiones de su yo.

3º La experiencia mística. No predica exclusivamente desde la erudición, aunque esta sea teológica, sino desde la mística: de lo que sabe y siente. Desde lo que experimenta o desde lo que lamenta no experimentar como relevante carencia de su espiritualidad. El experto en la Palabra de Dios no es sólo el estudioso, sino el que siente al encontrarse con ella una experiencia de encuentro existencial, que implica todo su ser, no sólo su mente.

4º De ello se deriva el ardor apostólico que ha de estar presente en la predicación. El «estudio», propio del dominico, viene de studium, palabra latina que significa entusiasmo, ardor, empeño en algo. Si ese «studium» determina la predicación, se supera toda tentación de profesionalizar la predicación: de realizarla por cumplir una obligación, o como modo de ganarse la vida con ella. (Estas dos motivaciones no son espurias, pero si insuficientes).

5º Predicación misionera, porque el predicador está convencido de que hacemos un gran servicio al proponer el Evangelio a quien lo desconoce. Desde ese afecto a quien se evangeliza, el cual presentamos como fundamento de toda predicación, se le ofrece algo que transforme su vida para bien, que le dé sentido, que le ayude a ser feliz, que le incorpore a la comunidad cristiana de un modo activo. Todo tiene que surgir de la actitud del Dios que «tanto amó al mundo que le entregó su Hijo», a la que antes aludimos.

6º Desde una espiritualidad de comunión. Este afecto que lleva a la predicación, siguiendo el ejemplo de santo Domingo, debe de estar lleno de compasión, de aproximación afectiva e inteligente a quien uno se dirige. Sobre todo cuando es una aproximación a la persona que sufre de ignorancia, por el error, o por las miserias de nuestra naturaleza, o de la falta de afecto, o de no encontrar razones para vivir. En una palabra, antes de dirigir la Palabra de consuelo es necesario sentir al otro como algo de uno, predicar desde una espiritualidad de comunión.

7º Esto exige una actitud de escucha del otro, de estar abierto al diálogo; a dejarse evangelizar por la persona a quien uno se dirige en la predicación. También esto supone renunciar a «sentar cátedra» y predicar desde la escucha y la proximidad afectiva.

8º La causa de la Predicación es la causa de Cristo, se continúa la misión que él inició y que pidió a los discípulos que la continuaran: nuestra predicación es apostólica, se realiza en la línea de la de los apóstoles. Por tanto hemos de aceptar su destino. Cristo no fue un predicador premiado con el éxito, sino más bien castigado con la incomprensión y la persecución. Lo mismo los apóstoles: testigo de ello es Pablo, con los peligros que hubo de asumir en su misión. Se predica una resurrección conseguida en la cruz, en el momento más trágico de la historia de la humanidad, cuando hombres acabaron con la vida del «hombre perfecto y perfecto hombre», que dice Gaudium et Spes. Querer obviar esa posibilidad es ser infiel a la predicación, mostrar que se carece de honda espiritualidad de la que ha de dimanar la misión.

9º El predicador ha de ser además paciente. Debe impregnarse de la paciencia que tuvo Cristo con sus discípulos y con los que se beneficiaban de sus signos y que, sin embargo, no terminaban de entender su palabra. Por dureza de corazón, más que por deficiencias intelectuales. La paciencia surge de la esperanza. Ésta, como dice santo Tomás, la ejercitamos cuando se pretende un bien que es difícil de conseguir. Esa dificultad exige tiempo y esfuerzo continuado. No tiene derecho el predicador a encontrar el fruto aquí y ahora. Los procesos profundos son lentos y pasan por diversas vicisitudes. También es lenta la preparación previa para la predicación. El mismo predicador tiene experiencia de ser paciente con uno mismo, cuando, por ejemplo, trata de ahondar en la oración, en el estudio, en la comprensión del tiempo que le toca vivir, en las estrategias que ha de emplear en la misión…

10º El predicador ha de sentirse feliz predicando. La predicación ha de responder a una auténtica vocación. Como toda vocación, su carácter de predicador responde a intereses y aptitudes que convergen en aquello a lo que uno se dedica. El predicador ha de serlo porque le gusta. La predicación no puede ser una penitencia que se le impone, o se impone a sí mismo, sino un servicio que realiza con gusto, porque le permite ofrecer algo magnífico a quienes afectivamente le interesan. Porque le permite responder al carisma de su vocación dominicana: seguir los pasos de Domingo de Guzmán en la misión de mostrar la fe que se bebe en el Evangelio y en la persona de Jesús de Nazaret.