Amor

Fray Juan José de León Lastra O.P.

Toda espiritualidad humana ha de ser un ejercicio de amor, de afectos. Los afectos nos constituyen. Nos constituyen desde lo hondo. Determinan el espíritu con el que vivimos y actuamos. No se trata de predicar el amor, sino de predicar desde el amor. Como Dios se decidió a enviar al mundo al supremo de los predicadores por amor: «Tanto amó Dios al mundo que le entrego a su Hijo» (Jn 3,16).

La historia y lo que haya de leyenda de santo Domingo abunda en esa actitud de afecto hacia a aquellos a los que se dirigía. El amor se manifestaba en esa forma selecta de amar al pobre, al herido, que es la compasión. Ésta supone estar dispuesto a «padecer» con él, desde una sintonía afectiva. Nada de «funcionarismo» tenía su predicación: no cumplía una misión que se le había impuesto y que sería justamente retribuida por la Iglesia o por cualquier otra autoridad. Sólo el amor le movía. No era un emisario pontificio que ejercía su trabajo. Eso lo eran otros. Domingo percibió que era necesario acercarse a quien se predica afectiva y efectivamente para cualquier misión de evangelizar.

Sólo desde el amor a quienes se dirige nuestra predicación está justificada. Amor que al menos exige querer el bien para aquellos a los que uno se dirige, y creer que ese bien es la palabra que se puede comunicar. Querer el bien porque le interesan los oyentes, porque éstos no son ajenos a su vida. Estár unido a ellos por lazos de afecto.

Desde esa espiritualidad habrá que desplegar tácticas y estrategias. Pero nunca se ha de olvidar que predicar siempre es encuentro de personas, diálogo entre ellas, no sólo intercambio de conceptos. Quien convoca al encuentro y lo consuma es la Palabra hecha carne, la Palabra pronunciada y encarnada. Encarnada y pronunciada por amor. Es decir, Jesús de Nazaret, que ofrece su vida y su palabra unidas, como un don.