Dom
8
Mar
2020

Homilía II Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A)

Levantaos, no temáis

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Estamos en el segundo domingo de Cuaresma, aún quedan muchos días de camino hasta la Pascua de Resurrección. Las lecturas que hemos escuchado nos invitan a abandonar la rutina cotidiana del día a día para adentrarnos en la aventura de buscar a Dios y unirnos a Él.

¡Qué bien estaba Abrán en su país, viviendo tranquilamente entre su gente! ¿Se puede pedir algo más para ser feliz? La respuesta es que sí: porque sólo Dios nos da la verdadera y auténtica felicidad, la que se obtiene formando parte de la Historia de la Salvación. Y eso es algo que Dios nos ofrece a todos: dejar la comodidad de la rutina, para vivir el Evangelio, trabajando por el bien común.

En efecto, Abrán, que sentía la seguridad de estar en su tierra y ahí tenía todo lo necesario para su bienestar, escuchó la voz de Dios, y emprendió el camino para fundar el pueblo de Israel, en el que muchos siglos más tarde nació nuestro Salvador. Así, Abrán se convirtió en un eslabón fundamental para nuestra felicidad. Y lo hizo dejando su rutina y poniéndose totalmente en manos de Dios. Y Dios fue fiel a su promesa.

Asimismo, hemos escuchado cómo Pablo le pide a Timoteo que se enfrente al duro trabajo de la construcción del Reino de Dios en este mundo. Y para ello Timoteo también debe dejar su cómoda vida rutinaria. Pero Pablo le dice que confíe, porque Dios le sostendrá con su gracia. También en esta lectura Dios nos pide que nos liberemos de nuestras comodidades para poder dar testimonio del Evangelio. Por difícil que a veces esto nos pueda resultar, sabemos que Dios nos sostiene con su amor todopoderoso. Porque, como hemos orado en el Salmo 32, «Él es nuestro auxilio y escudo».

Y todo esto nos conduce hacia el pasaje de la Transfiguración. La vida de los discípulos era relativamente cómoda mientras seguían a Jesús de pueblo en pueblo, escuchando su palabra. Pero, un buen día, Él pidió a sus tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan, que le acompañaran a orar en la cima de un monte. Todos alguna vez hemos subido a una montaña. Y sabemos que no es fácil, porque nuestras piernas se cansan rápidamente, comenzamos a sudar y, al llegar a la cima, el aire frío azota nuestra cara.

Así, fatigados llegaron a la cumbre y se sentaron junto a Jesús a orar, mientras contemplaban la belleza del paisaje que se abría ante ellos. Y pronto se dieron cuenta de que el esfuerzo ascético que les había supuesto llegar ahí, había merecido la pena. Nos dicen los evangelistas que aquella oración fue tan profunda e intensa, que vieron cómo Jesús se mostraba ante ellos con toda su divinidad. ¿Estarían teniendo una alucinación? No, era real, pues vieron cómo las Sagradas Escrituras, representadas por Moisés –la Ley– y Elías –los profetas–, confirmaban que, en efecto, Jesús es Dios.

Aquello sobrepasaba su capacidad intelectual, estaban confusos, pero también se sentían muy a gusto estando junto a Jesús. Era tal su consolación interior, que deseaban que aquello no acabase nunca. Por eso, Pedro, ingenuamente, se ofreció para construir unas cabañas a Jesús, Moisés y Elías. Pensaba que cuanto más tiempo durase aquella experiencia espiritual, mejor. Pero ese no es el fin de la oración, uno no ora buscando su bienestar interior, sino su conversión. Oramos para que Dios nos transforme interiormente en personas caritativas.

Y así fue, Dios Padre se hizo presente ante ellos por medio una nube, pues sabían que estaba ahí, pero su intelecto no era capaz de percibir ni entender lo que estaba sucediendo. Pues Dios es el sumo Bien, la suma Verdad y la suma Belleza. Y eso no lo puede captar nuestro cerebro. Por eso, lo que vieron fue una nube. Y, por medio de ella, Dios les habló confirmando que Jesús es su Hijo, y diciéndoles que es a Él al que deben escuchar y al que deben seguir, incluso cuando, dentro de unas semanas, muera en la Cruz.

Y, una vez que los discípulos captaron este mensaje que les había llegado de lo Alto, la nube se disipó y todo volvió a la normalidad. La experiencia mística había acabado. Pero ellos ya no eran los mismos. Y Jesús les dijo que, de momento, no contaran nada. En efecto, sabemos por los autores místicos que una experiencia así de fuerte necesita años para ser comprendida y asimilada. Ellos tuvieron que esperar a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés para poder comenzar a contar aquello que les sucedió en la cima del monte, cuando subieron a orar con Jesús.

Como vemos, en este segundo domingo de Cuaresma las lecturas nos invitan a dejar la rutina, la comodidad de hacer siempre lo mismo, para aventurarnos a seguir a Jesús y tener una profunda experiencia de Dios que nos transforme. Ciertamente, eso nos va a suponer un esfuerzo, como lo fue para los discípulos subir al monte, pero mereció la pena, vaya que sí. A nosotros, como a ellos, Jesús nos invita a seguir sus pasos para experimentar su divinidad. ¿Y cuándo tendremos esa experiencia?: en Semana Santa, cuando vivamos comunitariamente su muerte y su resurrección. Pero, para ello, debemos salir ahora de nuestra «patria», de nuestra rutina, y hemos de animarnos a subir junto a Jesús el «monte» del Evangelio.