Dom
23
Abr
2017

Homilía II Domingo de Pascua

Año litúrgico 2016 - 2017 - (Ciclo A)

¡Paz a vosotros!

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La misericordia de Jesús de Nazaret

Jesús fue enviado por el Padre misericordioso a vivir en continua actitud de misericordia. Y así lo hizo. Anunció el reino de Dios a los pobres y los defendió, denunció y desenmascaró a los opresores, y por ellos fue perseguido, condenado a muerte y ejecutado “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda la vida por mi causa, la encontrará”. La “causa de Jesús” invita a una misericordia total, puesto que desplaza el eje de la preocupación por la supervivencia de uno mismo para centrarlo en la preocupación por la supervivencia de los otros. La resurrección se enfrenta, por tanto, a una mentalidad como la del mundo actual, cuyo único centro de interés es el propio individuo.

La resurrección de Jesucristo indica que el Abba es el Dios de la misericordia y de la gratuidad

La resurrección es algo que se recibe como don gratuito del Dios de la vida, y que debe darse con el mismo altruismo. No es algo que se merezca, se gane o se conquiste; no es un derecho que podamos reivindicar o exigir los humanos; no es “natural”. La resurrección nos muestra cómo es el Dios de Jesús, nuestro Dios. Los primeros cristianos transmiten su fe en un Dios que es amor infinito, que no abandona a los seres humanos ni siquiera ante la muerte. La resurrección habla de un Dios del que uno se puede fiar plenamente. El proyecto de este Dios misericordioso no es hacer un ser humano destinado a la muerte, sino a la vida plena y definitiva, comunicándole su propia vida. Tal es el designio del Padre y la obra mesiánica de Jesús, que se somete a la experiencia de la muerte injusta, precisamente porque tiene una confianza absoluta en que su Dios es misericordioso y restablecerá la justicia.

Dios muestra su misericordia restableciendo la justicia atropellada por las injusticias humanas

Niños, y también hombres, mujeres, ancianos inocentes son asesinados inicuamente todos los días por “daños colaterales” o mueren a causa del hambre perfectamente solucionable. En Jesús crucificado se encuentra una promesa para los innumerables crucificados de la historia. Jesús, el Resucitado, es el Crucificado, que cuando se aparece muestra sus llagas. Dios resucitó a Jesús y desde entonces hay esperanza para las víctimas. La resurrección es la esperanza de que las injusticias de los hombres no triunfarán para siempre.

La fe en la resurrección impulsó a los apóstoles a practicar la misericordia

Todos los relatos de las apariciones de Jesús resucitado terminan con un mandato dirigido a los que, como resultado del convencimiento, se han convertido en testigos. Es necesaria también nuestra participación para que se produzca la resurrección de los hombres.

Creer en la resurrección no sólo es creer en el Dios de la misericordia, sino practicar la misericordia. A cada acto de fe en la resurrección debe responder un acto de justicia, de servicio, de solidaridad, de amor, de misericordia. Los resucitados hemos de ser resucitadores ya desde ahora. Estamos llamados a comprometernos a que desaparezca todo lo que hay de muerte a nuestro alrededor (muerte física, hambre, enfermedad, destierro, soledad, etc.). Los miles de víctimas que a diario en nuestro mundo sufren el mismo destino doloroso que el Crucificado, han de empezar a disfrutar, con nuesta colaboración, de una nueva vida. Sólo así podemos dar testimonio de que la resurrección no es una mentira en la que no creemos nada más que de palabra.

Convertirse a la misericordia y a la gratuidad lleva a practicar la paz y el perdón

Creer en la resurrección significa convertirse a la gratuidad y a la misericordia. El evangelio de hoy nos muestra dos ámbitos en los que podemos practicar la misericordia, la gratuidad: el perdón y la paz.

a. “¡Paz a vosotros!” son las primeras palabras que Jesús glorioso dirige a sus discípulos reunidos. No es un simple deseo, sino que Jesús da realmente la paz. Los cristianos tenemos la misión de “pacificar la existencia”. Donde hay deterioro, pérdida o supresión de algo, allí hay violencia. Y nuestra sociedad de consumo es pródiga en innumerables y enormes violencias. No hay metro cúbico de la atmósfera, de la tierra o del mar que no sufra nuestra agresión. Deterioramos muchos valores como la justicia, la solidaridad, la lealtad, la autenticidad, la esperanza, la verdad, la vida familiar o la democracia. No tenemos inconveniente en degradar o liquidar de la existencia al mismísimo Dios. Las desigualdades sociales y económicas son expresión de una gran violencia: unos hombres estamos preocupados por nuestras abundantes grasas, mientras que otros se mueren de hambre. En todas las violencias, las comunidades cristianas debemos aportar la pacificación.

b. Ligado a la paz está el perdón. “Per–donar” significa “donar o dar con creces”. Dios, el Padre del hijo pródigo, es el ejemplo de cómo hay que ir muchísimo más allá de lo que es justo. Los discípulos vieron a diario que Jesús de Nazaret actuaba de igual manera que el Padre: su bondad no tenía límites. La comunidad de los cristianos somos enviados a dar con creces allá donde estemos. Así ejerceremos el perdón y la reconciliación allá donde haya violencia y enfrentamiento.

No es posible una visión individualista de la resurrección de Cristo

La sociedad de consumo de los países ricos centra toda su atención en el individuo y en su propia satisfacción. También cuando los cristianos pensamos en la resurrección, tenemos la tentación de reducirla a “mi” particular destino definitivo, a “mi” resurrección, a “mi” plenitud. Pero nada hay más ajeno a la resurrección inaugurada por Jesús que esta visión individualista. Porque Jesús no fue resucitado aisladamente, sino como “el primogénito de muchos hermanos”, como el “primero” de todos, no como el “único”. Por eso, la plenitud que Él ha alcanzado incluye, como una exigencia necesaria, que también todos los humanos alcancen su plenitud. Cristo ha resucitado como aquel que resucita. Por eso tiene sentido hablar de la resurrección al final de los tiempos, que quiere decir que cada uno de los muertos encontrará su plenitud cuando la alcancen todos los seres humanos de todos los tiempos. Por consiguiente, tener como único anhelo llegar a la propia plenitud como un individuo aislado, no es ésa una esperanza nacida de la resurrección de Cristo.

La cena del Señor como alimento de nuestra misión de resucitadores

Celebrar la cena del Señor en común era un refuerzo para alimentar la fe en que Jesús es un Viviente, la esperanza en la resurrección, y el compromiso de ser resucitadores, actitudes todas ellas siempre amenazadas por el desgaste y el miedo a la muerte y a los que matan. Pero en aquellas celebraciones de la cena del Señor se practicaba lo que hoy nos dicen los Hechos de los Apóstoles: la unión fraterna en partir el pan y en las oraciones. Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno. Todos los días acudían juntos al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios. ¡Qué diferente debió de ser la comunicación de bienes que había en aquellas celebraciones de la iglesia primitiva y la que existe ahora en nuestras misas!

Lo inadecuado de la liturgia de exequias con la misericordia de Dios

El concilio Vaticano II dice: "el rito de las exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana". Las rutinas teológicas, litúrgicas y las costumbres hacen que las cosas sigan igual que siempre, porque consideran la muerte y todo lo que la rodea al margen de la resurrección de Jesús y de lo que hoy sabemos de ella.

Como señala Queiruga, el ritual de difuntos actual da a entender que nosotros somos los buenos y misericordiosos, que nos esforzamos por conmover y "propiciar a un dios cruel, justiciero y terrible", que la misericordia de Dios depende de nuestras plegarias. No aparece con claridad lo que tenía que mostrar esta liturgia: que el amor resucitador de Dios es primero, gratuito e incondicional. Su estructura más común es: "escucha nuestras oraciones... y haz que nuestro hermano...". El resultado es demasiadas veces chocante: "abre tus oídos al clamor de nuestra súplica y que tus ojos se compadezcan..."; "ten misericordia... para que no sufra el castigo"; “no seas severo en tu juicio"... Por otra parte, permanecen oraciones que implican que es Dios quien manda la muerte, reforzando una visión que, atribuyéndole el mal, puede resultar hoy insoportable y traumatizante: “a quien acabas de llamar de esta vida", "aunque no comprendemos por qué quisiste privarnos tan dolorosamente de la presencia de nuestro hermano"...