Dom
21
Oct
2018

Homilía XXIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)

El que quiera ser grande, sea vuestro servidor

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El enigma del dolor, con todas sus aristas bien penosas, no se encuentra de tal modo sellado, que resulte imposible adentrarse en él, para encontrarle un sentido. Lo aclaran los textos del presente domingo, a partir ya del anuncio mesiánico que ofrece Isaías en la primera lectura (Is 53, 1-11). Es verdad que la oferta plena se halla en la consideración del comportamiento y palabras de Jesús.

En el breve fragmento del profeta se advierte que la aflicción —que carga sobre la humanidad del Mesías— no tiene la última palabra, ni será capaz de cerrar el curso de la historia o acabar con la estirpe humana. No deshará tampoco los planes de Dios. El horizonte, lejos de cerrarse inexorablemente, se amplía. El Redentor, todavía prometido, se presenta con plena voluntad para entregarse a sí mismo en expiación y así remover lo que es causa y raíz de los desajustes. La reparación por el pecado no podrá realizarla sino el Mesías ya encarnado, plenamente Dios y plenamente hombre, «entero en lo suyo y entero en lo nuestro», como escribía san León Magno hacia mediados del siglo V. La expiación nunca pudo hacerse, sino por Cristo, el Cordero que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), como lo manifiesta con fuerza santo Tomás (Suma de Teología I-II, q. 103, a. 2, c). Es el siervo anunciado que justificara a muchos cargando con sus culpas.

La presencia de Jesús en la historia, confirma lo anunciado también por el Salmo responsorial (Sal 33, 5, 18-23). Se pone de parte de la justicia y el derecho, revela el amor de Dios del que está llena la tierra, se muestra totalmente volcado hacia los que esperan en él. Sostiene en lo penoso de la vida y salva de la muerte. Es socorro y escudo para quien pone en él la esperanza.

Los apóstoles fueron conscientes de sus límites y, a la par, del poder, grandeza y gloria que asistía a Jesús. Algo que se necesita siempre para enfilar la senda de la salvación. Lo encuentran indefectiblemente de cara, atento, sensible y comprensivo a sus súplicas. También optimista, con relación a las posibilidades de aquellos discípulos (Mc 10, 35-45).

La llave o clave para franquear lo «racionalmente inexplicable» está en el amor, un amor autenticado y acrisolado en el servicio y, desde él, en la disponibilidad para dar a manos llenas, a entregar y entregarse, no de cualquier modo, sino en rescate «por muchos», es decir, por todos. Es lo que dice y hace Jesús. Su rescate, que conduce hacia la libertad del servicio, da mucho más de lo que se había perdido o malogrado. Él actúa la llave con la que penetra en los cielos, pero la deposita sobre las manos que están firmes en la fe, aun afectadas por la flaqueza, que, sin duda, él mismo experimentaba, «exactamente igual que nosotros» (Hb 4, 14-16).

El panorama, a simple vista, no se presenta como un campo inevitablemente florido. Más aun, basta el azote del viento para que las flores ya no existan (Sal 102, 15). Pero no se marchita nunca la flor de los campos, ni el lirio de los valles (Cant 2, 1, Vulgata). Es Cristo quien anima a toda la humanidad con las palabras que hoy se proclaman: «Acerquémonos, confiadamente, al trono de gracia a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una vida oportuna» (Hb 4, 16).

Es este, puede asegurarse, el mensaje del DOMUND que hoy se celebra y que invita a la gratitud y al incremento de un servicio infatigable y sin fronteras al Evangelio. Un gran medievalista participaba en sus clases una convicción a la que había llegado, tras muchos años dedicado al estudio de la historia: «La Iglesia —decía— está Viva, cuando es Misionera. Pierde Vitalidad y Enferma, cuando se Repliega hacia dentro de sí misma» (Friedrich Kempf).