Los dulces de la vida

Los dulces de la vida

Dijo Jesús: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).


El marido de Silvia falleció cuando ella tenía 23 años. Le dejó un niño de 3 años y una niña de 10 meses. Ella tuvo que espabilarse para poder sacarlos adelante, pues eran muy pobres. Sólo poseían una pequeña casa en un suburbio de las afueras de la ciudad. Silvia apenas sabía leer y sus padres no la enseñaron ningún oficio. ¿Qué podía hacer para alimentar a sus hijos?

Su vecina Marta le recomendó que hiciera dulces y los vendiera en el centro de la ciudad. Ella se ocuparía de sus hijos mientras estuviera fuera. A Silvia le pareció una buena idea. Lo primero que hizo fue buscar en los basureros dos ruedas y varios tableros con los que fabricar un pequeño carro donde vender sus dulces. Y después se puso a cocinar, pidiéndole prestado a Marta algunos de los ingredientes. Tras varias pruebas, consiguió hacer unos dulces que a ambas les parecieron bastante ricos.

Esa misma noche se levantó muy temprano y se puso a cocinar. Hizo cincuenta dulces. Si los conseguía vender, tendría dinero para comprar ingredientes para hacer más dulces, y comida para sus hijos. De madrugada salió de casa conduciendo torpemente su carrito. De camino rezó varios Rosarios, suplicándole a la Virgen que intercediera por ella. Llegó al centro de la ciudad y se situó en una calle por la que pasaban muchas personas. Y con una alegre sonrisa comenzó a ofrecer sus dulces.

Al principio vio cómo la gente la miraba con rostro de extrañeza y algunos ponían cara de asco al ver sus dulces. Pero Silvia aguantó y no se vino abajo. Al cabo de una hora, comenzaron a acercarse personas a preguntarle de qué estaban hechos sus dulces y cuánto costaban. Y algunos le compraron uno para probarlo. Dado que estaban muy buenos, en menos de dos horas ya había vendido todos sus dulces y pensó: «Mañana traeré cien, a ver qué pasa». Eso suponía que debería levantarse media hora antes, pero merecía la pena.

En pocas semanas consiguió ser conocida en el centro de la ciudad por sus sabrosos dulces, y todos los días vendía los suficientes para sacar adelante a sus hijos. Y así, con mucho trabajo y esfuerzo, fueron pasando los años. Silvia hizo que sus hijos fueran a la escuela. Quería que tuvieran un futuro próspero y feliz. Mientras ella trabajaba duramente, sus hijos iban creciendo y madurando. Y con el dinero que fue ahorrando, les pudo matricular en la universidad.

Cuando Silvia tenía cerca de 50 años, sus hijos ya habían conseguido un buen trabajo y le pidieron que dejara de trabajar, porque ellos se ocuparían de ella. Le dijeron que ya se había esforzado suficientemente por ellos y ahora le tocaba descansar. Tanto insistieron, que Silvia accedió y dejó de salir con su carrito lleno de dulces al centro de la ciudad.

¿Pero qué iba a hacer ahora? Desde luego quería seguir viviendo en su casa. Aunque era pequeña, se sentía muy a gusto con sus vecinos, sobre todo con Marta, que tanto le había ayudado. Así que habló con ella para que le sugiriese algo. Su amiga le dijo que en la parroquia eran muy necesarias personas como ella.

‒Seguro que el P. Andrés sabrá darte una buena ocupación ‒le dijo.

Y efectivamente, así fue. El párroco le dijo a Silvia que estaban pensando abrir un comedor para personas sin recursos. Y le pidió que se ocupara de dirigirlo. A ella le pareció aquello como venido de lo Alto. Silvia, que había sido muy pobre, debía ocuparse ahora de alimentar a los pobres. Tomó dicho encargo con mucha ilusión y pronto se ocupó de coordinar un equipo de voluntarios para que todos los días pudieran dar de comer a trescientas personas.

Pero había algo que la preocupaba mucho: sus hijos no querían saber nada de Dios. Por más que ella les explicaba que su holgada situación actual se debía a lo mucho que Dios les había ayudado, a ellos les parecía todo eso un cuento de gente inculta. Un domingo, mientras comían juntos en casa, le dijeron:

‒Si estamos tan bien, mamá, es porque tú trabajaste durísimo durante muchos años. Y por eso nosotros nos ocupamos ahora de ti. Respetamos tus creencias, y nos parece muy bien que colabores en la parroquia, pero te pedimos que nos respetes tú también a nosotros.

Silvia accedió a no volver a hablar con sus hijos sobre ese asunto, pero la tenía muy preocupada. Así que decidió comentárselo al P. Andrés. Éste se encogió de hombros, pues ese problema era cada vez más generalizado. Le dijo que mucha gente joven no sólo no iba a Misa, ni siquiera pensaba en Dios. Los párrocos llevaban varios años tratando sobre este asunto en las reuniones del obispado, pero hasta ahora no habían dado con una solución. Los sociólogos y psicólogos a los que consultaban les decían que la sociedad había cambiado mucho en poco tiempo, y la Iglesia no había sido capaz de adaptarse.

A Silvia se le ocurrió una idea: pedir a sus hijos que colaboraran en el comedor de la parroquia. En un principio éstos se negaron en redondo, pero Silvia les tocó el corazón cuando les comentó que se trataba de ayudar a personas que están pasando por una situación muy parecida a la que ellos sufrieron cuando eran niños:

‒Podíamos haber muerto de hambre ‒les dijo.

Ante ese argumento, ambos hijos, a regañadientes, comenzaron a ir al comedor durante unas horas los fines de semana. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de lo buena que era esa labor. Veían pasar a madres viudas, como la suya, y a todo tipo de personas. Un día se sorprendieron al ver a un antiguo compañero de la universidad acudir al comedor. Él les explicó que cuando se hizo drogadicto lo perdió todo, y ahora vivía en su coche.

Compartiendo con otros voluntarios aquellas experiencias, fueron abriendo su corazón a Dios sin darse apenas cuenta. Y un buen día le preguntaron al P. Andrés:

‒¿Qué debemos hacer para recibir el sacramento de la Confirmación?

Dijo Jesús: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).

 

 

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino