La santa enclaustrada

La santa enclaustrada

Sor Azucena fue ejemplo de vida e inspiración a San Hilario quien solía referirse a ella, en su diario, como «el Ángel que Dios me envió»


Sor Azucena recibió del Espíritu Santo la vocación de vivir sola y enclaustrada, consagrando así toda su vida a Dios. Salvo extrema necesidad, no salía de casa. Para poder optar a esta forma de vida, había recibido el permiso de su familia y fue canónicamente consagrada por el Obispo, don Hilario. Periódicamente recibía dos visitas a la semana: la de un canónigo de la catedral que la confesaba y acompañaba espiritualmente, y la de una amiga que le llevaba la comida y todo aquello que necesitaba, que era bien poco. Como si fuese una monja de clausura, hablaba con los de fuera a través de una pequeña ventana con doble reja y le pasaban las cosas por un torno.

Dado que su casa daba pared con pared con la capilla de San Antonio Abad, el párroco había permitido que se abriese una ventana desde la que sor Azucena podía ver el altar. Así podía dedicar largas horas, arrodillada al borde de la ventana, contemplado con todo su amor al Señor sacramentado en el sagrario, y seguir devotamente la celebración de la Eucaristía. También rezaba las siete Horas del Oficio Divino, y empleaba parte de la jornada en bordar unos exquisitos manteles que su amiga vendía para costear su manutención. El dinero que le sobraba, que era mucho, sor Azucena se lo daba a los pobres. Así trascurría su vida diaria, en la que el Señor lo era todo para ella.

Un buen día, el canónigo cayó gravemente enfermó, y quien le reemplazó fue el Obispo. Para sor Azucena aquello fue un regalo venido del Cielo. Pero más lo fue para don Hilario, pues, imbuido en asuntos burocráticos y problemas clericales, necesitaba poder hablar de corazón a corazón con una personal espiritual. A medida que se fueron conociendo, el Obispo le fue abriendo su alma a aquella santa mujer enclaustrada, que le escuchaba con total atención y suma ternura. Don Hilario pasaba la semana deseando que llegase el momento de poder desahogar su alma hablando con sor Azucena.

Las gentes del lugar fueron percibiendo cómo don Hilario se mostraba cada vez más atento y cercano con sus feligreses, sus homilías eran más profundas y espirituales, y se preocupaba denodadamente de los más necesitados de la diócesis. Se convirtió en un hombre de Dios que transmitía paz y consuelo a todos aquellos que se le acercaban.

Pero nadie conocía su amistad espiritual con sor Azucena. Era algo que él prefería guardar en la más estricta intimidad. Cuando él hablaba con su amiga enclaustrada, le abría su corazón a Dios, y Dios siempre ha preferido que se trate con Él en un íntimo secreto, «a puerta cerrada» (cf. Mt 6,6).

Pasaron los años, y a la mujer enclaustrada y a su Obispo les llegó la hora de la muerte. Al funeral de sor Azucena apenas asistieron cien personas, la mayoría familiares y personas a las que ella ayudaba espiritual o monetariamente. Su cuerpo, por expreso deseo de ella, fue depositado en la fosa común donde se echan los cuerpos de los pobres que mueren en la calle.

El funeral de don Hilario fue multitudinario y en él participaron una veintena de Obispos. Dada su fama de santidad, se le enterró en una bella capilla de la catedral y abrieron su proceso de canonización que pronto llegó a su fin, pasando a ser «san Hilario».

Pasado un siglo, en una reforma del palacio episcopal, apareció metido en una caja cerrada con candado, un manuscrito de unas trescientas páginas que resultó ser el diario espiritual de san Hilario. En él narraba cómo el Espíritu Santo le llamó a la vocación sacerdotal, sus dificultades académicas en el seminario, la ilusión con la que se hizo cargo de su primera parroquia, cómo le fueron pidiendo que desempeñara diferentes servicios en la diócesis, y su nombramiento de Obispo, carga que le resultó demasiado pasada y le hizo pasar por una dura experiencia de cruz. Hasta ahí llegaba la primera mitad de su diario. La otra mitad trataba de su amistad espiritual con «una santa mujer» de la que no daba apenas ningún dato.

San Hilario solía referirse a ella, en su diario, como «el Ángel que Dios me envió». Ella le ayudó a dar sentido a la cruz de su obispado, haciéndole ver que dicha carga le ayudaría a convertirse interiormente y a renovar espiritualmente su diócesis, que por entonces pasaba por un momento de anodina decadencia. Es interesante comprobar cómo los consejos de esta santa mujer le hicieron descubrir al Espíritu divino que habitaba en su corazón, y a entablar con Él una intensa relación de amor que le condujo a sentirse totalmente unido a Dios.

San Hilario también describía cómo, por sugerencia de esta misteriosa dama, se animó a compartir con el pueblo fiel ese amor que recibía de Dios. De hecho, al final del diario narra cómo fundó varios monasterios de monjas, hospitales, escuelas para niños pobres, hogares de ancianos…

Una vez que este manuscrito fue estudiado por varios teólogos, y viendo su gran valor espiritual, se mandó que fuese profusamente copiado y difundido dentro y fuera de la diócesis. Y, así, san Hilario tomó gran fama de místico.

Pero ¿quién era esa sencilla mujer que con tanta sabiduría supo acompañar a san Hilario hacia las más altas cotas de santidad? De ella no se sabía nada. Los investigadores afirmaban que debió ser una monja, pero por más que se indagó en los monasterios de la diócesis, no se halló nada.

En la festividad de san Hilario, el Obispo dijo en la homilía:

‒Aquella mujer que ayudó espiritualmente a san Hilario, es uno de tantos santos anónimos que hay en la Iglesia. Nos cruzamos con ellos por la calle, compramos a su lado en el mercado o rezamos cerca de ellos en nuestra iglesia. Sin embargo, nuestros ojos no son capaces de ver lo que en realidad son, porque ellos, imitando a Nuestro Señor, se abajan y humillan hasta pasar por uno de tantos (cf. Ef 2,6). Pero el Padre, que ve en lo secreto, sabe recompensárselo (cf. Mt 6,6).

Fray Julián de Cos O.P.