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Revista CR: La oración. El despertar teológico

29 de diciembre de 2020
Revista CR: La oración. El despertar teológico

Mediante la oración nos ponemos en contacto con la divinidad, hablamos y escuchamos a Dios Padre. La oración es escucha que precisa del descentramiento, ruptura, salida de uno mismo y acoger a Dios y a los otros.

Presentamos el último número de este año 2020, un año difícil de calificar y definir, la pandemia ha conmovido los cimientos de la tierra (copiando a Paul Tillich), ha alterado, trastornado, descompuesto tantas cosas, en la realidad social, en el mundo económico, en la práctica religiosa, en el desarrollo cultural… Todo está herido, todos estamos heridos. Las heridas, ahí están, gritando que nada puede ser, ni será, como antes… pero nos resistimos a abandonar lo viejo; la garantía de seguridad es un anhelo que nos ciega, no nos deja estar despiertos. El que no vea algo no quiere decir que no exista, no existe para mí que me niego a ver, pero ahí está.

En los cinco números de la Revista CR de este año aparece el término “despertar”, dándole un significado de estar vigilantes y de aprender a mirar más allá de los propios deseos, de los límites de nuestra mente, del propio yo, y descubrir que no alcanzamos los límites de la Realidad de la que formamos parte y que se revela plena de Vida…  Despertar, también, para curar, sanar, las heridas; compromiso evangélico “sanar”, “curar”, que define el obrar de Jesús, Hijo de Dios, y que se nos propone como signo de nuestro seguimiento, de nuestra presencia cristiana. (Jesús y la curación, sanación, sólo en Marcos: 1, 21-45; 2, 1-12; 3, 1-6; 4, 35-41; 5, 21-43; 6, 34-52; 7, 31-37; 8,1-10; 8, 22-26; 9, 14-29; 10, 46-52; 11, 12-14…)

La sanación, ¿qué mejor que ir acompañada de la oración? Orar al Padre que nos ayude, que nos proteja, que nos ilumine, para hacer su voluntad. Orar para dar gracias, para expresar la confianza y entrega a la voluntad de Dios. Así nos ponemos en contacto con la divinidad, hablamos y escuchamos a Dios Padre. Esto es la oración. “Orar es recibir de él energía y luz para apremiar, con todos, la venida de un mundo transfigurado. Es darnos al futuro. Y en medio de nuestras luchas y de nuestros fervores -¿por qué no decirlo- orar es sentir nostalgia de Dios.” (Gerard Bessiere).

Orar para identificarnos con Dios, el Padre, como enseña el mismo Jesús que nos lanza hacia la realización de Dios. Nos imanta hacia él. “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30; cfr. Jn 17,21-23). Identificarse: verse, sentirse, tener afinidad, tener las mismas ideas, deseos, voluntad, que Dios. Y a medida que descubrimos a Dios, Dios se agranda.  Identificarse, despertar a la realidad de Dios que no se trata sólo de “obrar como…” es, además, conocer a Dios. El conocimiento significa proximidad. La oración hace de nuestra realidad, un lugar espiritual y, también, teológico. 

La oración, una forma de ponerse en contacto con la divinidad, ponerse en relación para conocer lo mejor, lo más bello (CR nº 532); para buscar el bien, lo bueno (CR nº 533); que nos abre caminos, posibilidades, nos capacita para la experiencia espiritual (CR nº534); nos hace más sabios (CR nº 535); y, consecuentemente, nos acerca a Dios (nº 536).

Número 536 (noviembre-diciembre 2020)

Aparece en el Salmo 44: ¡Despierta, Señor! ¿Por qué duermes? Espabílate, no nos rechaces más. (v. 24).

Podría ser el grito, la súplica, del ser humano herido, que se hace consciente de que pierde de vista el horizonte del hoy y del mañana; el grito del ser humano que se siente acogotado y necesita espacio, luz, para creer y crear, para esperar; el grito del ser humano que se siente extraviado porque ha perdido de vista al hermano, a los otros, necesita del reencuentro, de la palabra, de la mirada, de la presencia; el grito del ser humano aburrido, sin alicientes ni motivación para vivir, necesita de una memoria, de una experiencia, que enciendan luces en el corazón y en la razón para ponerse en marcha; el grito del ser humano que anhela no sabe qué y se ahoga, y algo le dice que la libertad no la roba nadie si uno no quiere; el grito del ser humano que ha estado mucho tiempo dormido, conformado, creyéndose lo “más” porque “era” lo que “tenía” y sólo sabía del “yo”, y no se ha dado la oportunidad de contemplar los cielos y los astros, las fuentes y los árboles, los pájaros…y así, cuando menos, presentir a Dios. ¡Qué aburrimiento! Nada nuevo y, sin darnos cuenta, todo a peor.

¿Qué hacer?... se hace el silenció. ¡Sí, he oído algo!… Sí, ¿qué?   Orar… orar, rezar. Sin comentarios, en el ambiente se respira inquietud y duda: ¡quién sabe…!, ¡podría ser conveniente…!, ¡se puede probar…!, ¡mal no va a hacer…!, ¡qué perdemos…! Pero, ¿cómo? En lo secreto, a escondidas (Mt 6, 5-6); con sobriedad, no hay que perderse con palabras (Ecl 5,1; Mt 6,7); siempre, sin cesar (Lc 18, 1-8); en todo tiempo (Lc 21, 36); con humildad (Lc 18, 9-14); y buscando la voluntad de Dios (Mt 26, 39-44).

¿Dónde? Jesús cuando quería orar, se retiraba, se alejaba, buscaba lugares tranquilos (Mc 1,35; Lc 5,16; 9,18); acudía al templo, a la sinagoga (Mc 1,21;39; Lc 2, 46; 4,16ss); subía al monte (Mc 6,46; Mt 14,23; Lc 6,12-13; 22,39), en el desierto (Lc4, 1-2); Getsemaní (Mc 14, 32ss; Lc 22,39-46). 

La oración no se puede separar de los aconteceres del cada día, no debe estar desconectada de la vida. La Santa de Ávila decía: “También entre los pucheros anda Dios”. La oración forma parte de la vida, es sosiego, búsqueda, luz para la vida, expresión de la propia condición de humanidad que no se conforma con la referencia de sí misma, es relación, diálogo. El camino humano es limitado y, como dice Romano Guardini: “la voluntad humana siente el roce de la voluntad divina entre miedo y temblor, entre un consuelo que abre la puerta y un fortalecerse que libera”. Necesidad de escucha ¿qué mejor que la Palabra de Dios?  

La oración, antes: ante una necesidad, una realidad nueva, un problema… (Lc 4, 1-2; 6, 12-13; Mt 14, 19; Jn 11, 41-42). La oración, después: acción de gracias (Lc 10, 21-23). La oración durante: descansando en la confianza en Dios, actuando desde y con fe, buscando la voluntad de Dios (Jn17,1ss).

Orar… rezar y romper con esa dinámica o camino de preguntas y respuestas –engañosas-, de posibles soluciones cargadas de fórmulas que tranquilicen la conciencia –justificaciones- para alcanzar un bienestar que  cierra e impide todo espacio donde la vida se hace con los otros y es vida cuando es bien para todos; romper nuestra sordera y no oír sólo el anhelo de los deseos, de los prejuicios, de la propia seguridad… Orar para romper, salir, abrirse… la oración no es un monólogo, ¿será, por tanto, un diálogo? Y, sobre todo, es escucha que precisa del descentramiento, ruptura, salida de uno mismo y acoger, hospedar, a los otros, a Dios, su Palabra que nos acerca hacia el mismo Dios y hacia los demás, si no es así está siendo una mentira.

Para orar necesitamos creer que la realidad no es sólo aquello que yo conozco, que yo pienso, que yo quiero ver. Para orar reconocer y creer que hay otra realidad distinta a la mía con la que puedo relacionarme, me habla y le puedo hablar.  La oración, un encuentro interpersonal, no hacen falta palabras, un acto de mutua hospitalidad. Acoger en nuestro corazón, acoger a Dios, el Dios que nos lleva en su corazón, somos anfitriones y somos huéspedes, acogemos y salimos de nosotros mismos; somos acogidos y llamados por nuestro nombre, invitados a ser.

Hay un momento en la vida Jesús en que sus discípulos le piden que les enseñe a orar (Lc 11,1) ¿Por qué? ¿Qué veían los discípulos en el Maestro para que les despertará ese deseo de aprender a orar? ¿Habrían advertido los discípulos que el Maestro, de algún modo, su forma de hacer, su carácter, tenía algo que ver con su vida de oración? O ¿Qué fue lo que les impresionó al contemplar a Jesús orando? ¿Lo asociaron, posiblemente, con su poder, autoridad y sabiduría? Los discípulos fueron testigos de que para Jesús la oración era importante, una necesidad, no era una costumbre, un cumplimiento, era una actitud de la mente y del corazón, era un contexto, un ambiente en el que vivía, era el aire que respiraba.  La respuesta de Jesús fue el Padrenuestro (Lc 11, 2-4)

El despertar teológico, precisa de un talante que en el cristianismo recibe el nombre de “actitud teologal” y en la tradición judía “fidelidad–obediencia”, islam en la musulmana, bhakti en el hinduismo, wu-wei en el taoísmo y, tal vez, nirvana en el budismo. Esa actitud precisa del sujeto un cambio radical: el centro de su vida no es él mismo. San Pablo utiliza una expresión sublime y atrevida: “He quedado crucificado con el Mesías, y ya no vivo yo, sino que el Mesías vive en mí” (Gal 2, 19-20). En relación con Dios, el ser humano se enriquece, recibe de Dios la luz, y su condición humana se hace más realidad en tanto en cuento está más próximo a su creador, “ser a la escucha de Dios”, “oyente de su palabra”, “destinatario de su amor”, “todo oídos para Dios” (F. Rosebzweig). “Jesús tomó la palabra y les dijo: -Os lo aseguro: El Hijo no hace nada por su cuenta si no se lo ve hacer al Padre. Lo que aquél hace lo hace igual el Hijo” (Jn 5,19). 

Y Dios habita verdaderamente en la tienda y en el templo del creyente: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14,23).

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