Transmitir el amor de Dios

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Transmitir el amor de Dios

Del Evangelio según san Lucas: «El asombro se había apoderado de Simón y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado... Jesús dijo a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5,9-11).


 

En lo más profundo de la selva guatemalteca trabajaban un grupo de cooperantes de «Mundo Bueno», una ONG dedicada a promover el desarrollo cultural en zonas empobrecidas. Una de sus colaboradoras era Gabriela, que acababa de licenciarse en Ciencias Empresariales y había conseguido que la contratasen para ayudar a montar una escuela en una lejana aldea.

Junto a la ONG también estaba en la aldea una comunidad de cuatro misioneras que llevaban varios años en aquel lugar trabajando en un dispensario médico y coordinando la pastoral de la zona, en colaboración con el párroco, que tenía a su cargo 125 aldeas en un amplísimo territorio selvático.

Por las noches, los miembros de «Mundo Bueno» aprovechaban para conectar con Internet, gracias a un moderno sistema instalado por un informático de la ONG. Sin embargo, las misioneras durante la cena conversaban sobre las cosas que les habían pasado a lo largo del día y sobre los asuntos de la zona. También solían comentar cuestiones personales, para compartirlas en comunidad. Tras la conversación, que a veces se prolongaba en una sobremesa que duraba más de una hora, se dirigían a la capilla y allí rezaban Completas. Después se iban a dormir, molidas de cansancio.

A Gabriela le gustaba pasarse por el dispensario para charlar con las hermanas, de tal forma que entablaron una buena amistad, por lo que ellas le invitaron una noche a cenar con ellas. Durante la cena, Gabriela les contó su vida y cómo había llegado a aquel apartado lugar. Tras la cena le animaron a quedarse a conversar con ellas. A Gabriela le sorprendió la cantidad de problemas, anhelos y alegrías que aquellas hermanas compartían en comunidad. Y después le preguntaron si quería quedarse a orar con ellas. Aunque a Gabriela no le gustaba eso de «ir a Misa y rezar», se quedó y, ciertamente, disfrutó mucho compartiendo con las hermanas su sosegado y profundo rezo de Completas.

Tras aquella experiencia, cada vez era más frecuente que Gabriela, en vez de ir a ver Internet, se presentase en la casa de las misioneras para compartir con ellas la cena, la conversación y el rezo de Completas.

Pero llegó un día trágico. Desde la central de «Mundo Bueno» comunicaron a los cooperantes que se habían gastado todo el dinero presupuestado y, por tanto, debían regresar. A Gabriela se le partió el corazón porque a la escuela le quedaba muy poco para estar lista. Pero, sobre todo, lo sentía porque en aquella comunidad de misioneras había encontrado un ambiente muy acogedor. Así se lo contó a ellas esa misma noche y éstas, sin apenas pensárselo, le propusieron que se quedara con ellas.

Gabriela en ese momento no supo qué responder. Se quedó bloqueada. En parte quería regresar a su país para ver a su familia y a sus amigos, pero su corazón le decía que su lugar estaba con aquellas hermanas. Así que al día siguiente les dijo que sí, que se quedaba, pero sólo por un mes.

Y así fue. Gabriela se instaló en la casa de las misioneras y se integró totalmente en su vida: participaba en todas sus actividades, trabajos comunitarios y rezos. También pudo acabar la escuela. Como aquel mes pasó muy pronto, Gabriela pidió quedarse un poco más. Y así, de ese modo, poco a poco comenzó a comprender el sentido profundo de la vida de aquellas hermanas.

Gabriela siempre había visto a los misioneros como una especie de ONG. De hecho, no entendía muy bien cómo podía haber aún gente dispuesta a meterse en una Congregación misionera –perdiendo así su independencia– pudiendo ser un cooperante de una ONG normal.

Al principio le llamaba sobre todo la atención el mucho tiempo que aquellas hermanas «perdían» orando, ya fuese juntas o individualmente. Gabriela consideraba que ese tiempo estaría bastante mejor empleado trabajando o descansando. Eso es lo que su mente formada en Ciencias Empresariales le decía. Pero pronto descubrió que precisamente la oración era la clave que diferenciaba a aquella comunidad de una ONG. Mientras que cualquier ONG trabaja en un lugar gracias al dinero que recibe –y cuando ya no hay dinero se va–, aquellas misioneras estaban allí por amor. No tanto por el amor que ellas tienen a la gente –que también lo tienen los cooperantes de una ONG– sino sobre todo por el amor que Dios les transmite a ellas, y que ellas comparten comunitariamente y difunden entre la gente de la zona. Pues bien, Gabriela percibió que Dios les transmitía ese amor por medio de la oración.

Supo que era bastante normal que las hermanas se quedaran sin apenas dinero, y entonces tenían que pedir ayuda a los lugareños para subsistir, y éstos siempre respondían en abundancia. Ese y otros muchos detalles mostraban que el amor de Dios estaba presente en todo lo que ellas hacían. Las hermanas eran trasmisoras de una «gracia divina» que les era dada por medio de la oración. Sin ella, serían como una ONG, y se hubieran ido al quedarse sin dinero.

Gabriela descubrió que las personas que deciden prescindir de su independencia para integrarse en una comunidad religiosa, ganan a cambio una gran libertad para hacer lo más bonito y valioso del mundo: darse totalmente a los demás para transmitir el amor de Dios.

Y así, pasado medio año, conversando tras la cena, mientras se oía de fondo el suave y melodioso murmullo de la selva, Gabriela preguntó a las hermanas qué debía hacer para ingresar en la Congregación…

Fray Julián de Cos O.P.