El silencio, ocasión para el descanso

«Venid vosotros solos a un sitio tranquilo y descansad un poco» (Mc 6, 31)

Eso es lo mismo que hacemos nosotros cuando nos introducimos en el silencio. Es un aparte para descansar un poco. Jesús lo ve necesario. La actividad nos cansa tanto que nos dispersa de nosotros mismos. Nos separa de nuestro corazón. Nos hace extraños a nosotros mismos. La actividad que llevamos es demasiada y nos distorsiona hasta rompernos.

Por eso la actividad del silencio no es un deber más. Es una libertad.

Es una fatalidad de la persona representar un papel determinado en la vida y no poder hacer otra cosa para salirse de ese guión establecido e impuesto desde el exterior. Tiene que dar prueba de sí mismo. En cambio, en el silencio no hay que probar ni demostrar nada. Todo es libertad.

El trabajo desquicia y nos saca de nuestro verdadero ser. Una puerta que no está en su quicio, chirría continuamente. Así estamos cuando no estamos en nuestro justo sitio. La vida que llevamos tiene el poder de «desquiciarnos».

En el silencio, uno puede ser él mismo. Es regresar a nuestro terreno. Para ir a esta provincia hay que franquear bastantes distancias. El instante hay que vivirlo ahora mismo, porque de lo contrario no se vive el silencio. Ni el antes ni el después sirven para estar en el silencio.

Lo importante es no escaparse del instante, del silencio. Escaparse de él es escaparse de sí mismo. Se impone arrancar y romper el ritmo acostumbrado para poder darse cuenta de las cosas con toda claridad y lucidez.

Cuando hay un terremoto te hace caer en la cuenta de la firmeza de la tierra. Si no fuera así, lo que hay de firme no se percibiría. el silencio es darse cuenta, con claridad, de lo que hay en el momento y de vivirlo sin más.

Para vivir el silencio sin ninguna asistencia hay que retirarse al desierto. La aventura hay que vivirla sin nada. Sin taller, sin gasolina, sin teléfono. Sin asistencia de un rito, de una actividad, de un libro, de un sentimiento, de una emoción, de una conversación... Sin diálogo y sin monólogo, sin reflexión... Hay que separarse para encontrarse con uno. La asistencia alimenta nuestra superficialidad.

En el desierto no hay referencia. La única asistencia soy yo. ¡Ya es bastante! Pero nosotros queremos ir siempre seguros de algo: de una mano, de un gesto... Nos olvidamos, al entrar en el desierto del silencio, que allí todo es desamparo, soledad...

Hay que tener en cuenta que las asistencias que aparecen en nuestro caminar no sólo se buscan, sino que además nos vienen ofrecidas. ¡Atención! No os enganchéis a ninguna rama. Dejad que vuestra audacia interior se ponga en circulación. A cada uno le basta la fuerza de sí mismo, el dinamismo de su propio ser.

El silencio es desierto porque la revelación no se da cuando hay una asistencia. Se reconoce el susto que se puede padecer en esta aventura, pero se atreve uno a vivir el silencio con energía y, entonces, es un puro goce. Se sabe que de la nada brota la plenitud y que nada florece si nosotros no nos quedamos en el vacío. Aparece una alegría que está más allá de las que proporcionan las ramas. Estas asistencias que nos llenan suelen ser fugaces. Sólo desde dentro brota la luz que no se apaga.

La dificultad primera nos hace detenernos y volvemos a ocuparnos de otras cosas que dan más entretenimiento. Pero sólo en el otro lado, casi al límite, está el encuentro.

No nos atrevemos a quedarnos sin nada porque sin ocupación uno se pierde. Nos agarramos a cosas, a acciones..., para no sentir la dolorosa soledad. Y sin embargo, la soledad puede ser una inmensa gracia y en ella se salta a la libertad, a la paz, al gozo.

Se puede comprobar que en el silencio todo se armoniza y reconcilia, y se siente uno como en su casa.

Puede ocurrir que se tenga la sensación de escapada y de insolidaridad hacia todo. Es una sensación tan solo, porque el auténtico silencio hermana y une. La insolidaridad se da en la superficie, no dentro. En el fondo del corazón todo se acoge, se acepta, se armoniza. No nos separa de nada el silencio. Toda separación llega desde la superficie. Todas las separaciones tienen su origen en la exterioridad: cultura, religiones, gustos, creencias, costumbres... Si en tu camino excluyes a alguien tienes que replantearte tus pasos porque no te llevará al auténtico silencio. En él, todo se encuentra en comunión. Desde el silencio uno no se expulsa y no es expulsado. Nunca seremos mal recibidos en el silencio.

En el silencio es únicamente donde el hombre se halla y se encuentra. Es el espacio en donde se revela. Otro espacio no tiene para descansar. Jesús decía que el Hijo del hombre no tiene donde apoyar su cabeza. Alude a que no hay otro sitio en la tierra que no sea su corazón. El camino del silencio no se anda desde la superficie. Es un camino que pide lo más sano de nuestro corazón, de nuestra calidad. Lo mejor de nuestro ser y con todo esto se une.

Por otra parte, el silencio no gira en torno a objetivos. No esperamos nada de nosotros y tenemos ese derecho. Nos pasamos la vida pidiendo y esperando. Nosotros queremos ir al silencio con nuestras ideas con tal de no sentir el dolor de nuestro vacío. Con tal de no soportar la devastación de nuestro corazón. No es bueno agarrarse a nada. No vale usar «drogas».

Puede haber cultos religiosos, ceremonias o ritos que sean opio. En nuestro culto actual puede haber «cocaína» para separarnos de nosotros mismos. Esto es cierto, como un artículo de fe: a Dios no le encontramos fuera de nuestro corazón. Cuando más me encuentro, más encuentro a Dios. Dios y el hombre no se contraponen. Si uno va a Dios llenándose de cultos no lo hallará. Está de moda la religión y proliferan los cultos externos. No es buena señal, porque las tradiciones y costumbres culturales sólo hacen distraer al hombre y colaborar en que la persona se desentienda de ella misma. A Dios se le adora y celebra desde el corazón, como dice san Juan cuando escribe el episodio de la samaritana. Ella es una mujer que intenta distraerse de sí misma y habla un lenguaje externo: que si se le adora a Dios en el monte o... Y Jesús la centra en su propio ser. Dice: «Créeme, que ha llegado la hora de no adorar así a Dios». A partir de ahora al Padre se le adora en espíritu y en verdad. En el silencio, El Padre busca estos adoradores. Y es que Jesús no pierde nunca ocasión de llevar al hombre hacia su corazón. Y nosotros aún seguimos de «rama en rama».

Recobrarse a sí mismo es buena cosa y el silencio ayuda pidiendo que no nos enajenemos con más opio. El mundo no nos favorece gran cosa. En las horas de silencio, eliminamos las toxinas que intoxican nuestras vida y recuperamos la salud. Si nos queremos ayudar de cosas externas, puede que nos entretengamos pero no podremos rehacernos, recuperarnos ni reconfortarnos. Y todo esto es necesario para recuperar nuestro sitio. El corazón conduce muy bien. Es cuestión de dejarnos conducir sólo por él.