Mié
3
Jul
2013
¡Señor mío y Dios mío!

Primera lectura

Lectura de la carta de san Pablo los Efesios 2, 19-22

Hermanos:
Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios.
Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Salmo de hoy

Salmo 116, 1. 2 R/. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos. R/.

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 24-29

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».

Reflexión del Evangelio de hoy

  • “¡Señor mío y Dios mío!”

Todos los hombres somos grandes y, a la vez, débiles. Es nuestra condición y nuestra gran paradoja. En el terreno de la fe se repite esta contradicción. Lo vemos en Santo Tomás. Fue grande al responder afirmativamente a la llamada de Jesús: “Te seguiré donde quieras que vayas”. Y fue débil, en ciertos momentos, al no creer a Jesús, en sus palabras que anunciaban su resurrección. Quería pruebas, quería evidencias. Y Jesús, que seguía amando a Tomás, se las ofreció: le mostró sus heridas, sus heridas mortales, la heridas ganadas a pulso por haber predicado la buena noticia para los hombres y no haberse vuelto atrás, por no desdecirse. “Mete tu mano en mi costado”. Tomás metió su mano en unas heridas no de muerte, sino de vida. Las heridas mortales se habían convertido en heridas resucitadas, de resurrección. Y Tomás, yendo más allá de lo que veía y palpaba, creyó en la resurrección de Jesús y en su divinidad. “Señor mío y Dios mío”.

¡Cómo nos vemos retratados en Santo Tomás! Como él, hombres débiles y de poca fe, pedimos a Jesús una presencia clara y manifiesta, que nos muestre que ha resucitado, que no se esconda tanto, “que no se rían de nosotros nuestros enemigos”, que tengamos una respuesta clara y rotunda a los que todo el día nos siguen preguntando con ironía “¿dónde está tu Dios?
Jesús, sale de nuevo a nuestro encuentro y nos muestra sus llagas de muerte y de resurrección. “Mete tu mano en mi costado”. Y nuestro corazón, convencido y agradecido, vuelve a confesar por enésima vez: ¡Señor mío y Dios mío! Tenemos que hacer nuestra la súplica de aquel personaje del evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.