La espiritualidad de los primeros cristianos

El amor es el elemento más importante de la espiritualidad de los primeros cristianos. Intentaban amar a todos y especialmente a los más necesitados.


Veamos a continuación cómo se plasmó el mensaje del Nuevo Testamento en la espiritualidad de la Iglesia primitiva y podremos comprender cómo fue el estilo de vida de las primeras comunidades cristianas. 

Su fe en el Dios Trinidad

Los cristianos, como los judíos, somos monoteístas, al contrario de la gran mayoría de las religiones paganas que había en aquella época, que eran politeístas. Pero, a diferencia de los judíos, los cristianos concebimos a Dios como tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tienen una misma naturaleza divina.

Los cristianos creemos que nuestro fundador, Jesús, es el Mesías esperado por los judíos. Él es el Salvador. Y Él es, ante todo, el Hijo de Dios, aquel que, por amor, murió en la Cruz y resucitó, trazando el camino de la redención y la vida eterna. Jesús resucitado está ahora sentado junto a su Padre, rigiendo el Universo y velando por nosotros. Pero lo hace respetando la libertad con la que su Padre nos ha creado.

La imagen que Jesús transmite de Dios tiene importantes diferencias con la que tenían los judíos de su época. Si para ellos Dios se mostraba como un monarca celestial, Señor de los ejércitos y, sobre todo, como la Ley que indica el buen camino, Jesús nos dice que Dios es nuestro Padre y tiene un corazón lleno de amor, dispuesto siempre a perdonar a todo aquel que vuelve a su lado.

Y sabemos que tras ascender al Cielo Jesús resucitado y sentarse junto a su Padre, ambos enviaron al Espíritu Santo para que ayude a cada cristiano en particular y a la Iglesia en su conjunto, a seguir por el camino del Evangelio. Esto lo muestra muy bien el libro de los Hechos de los Apóstoles.

¿Cómo fue su experiencia mística?

El término mística puede hacer referencia a toda vivencia espiritual, en general. Pero, concretamente, se refiere más bien a una intensa y profunda experiencia de Dios. Y cuando una persona escribe sobre su propia experiencia mística, entonces es considerado un autor místico. Pues bien, el primer autor místico cristiano es san Pablo, no sólo por la expresión que hemos visto anteriormente: «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,20), sino también por otras como ésta:

«Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar» (2Cor 12,2-4).

San Pablo y otros muchos autores nos muestran que el Espíritu de Dios busca tener un contacto íntimo con cada uno de nosotros y quiere otorgarnos sus dones para ayudarnos a vivir coherentemente nuestra fe y a predicar valientemente el Evangelio. Gracias a aquellos que, desde los comienzos del cristianismo, se han dejado conducir dócilmente por el Espíritu Santo, el Reino de Dios se hace presente en medio de este mundo a modo de «primicia» de lo que será en plenitud al final de los tiempos. Y es que el Espíritu es ante todo Amor, el Amor divino que brota en el corazón humano que le acoge con humildad y mansedumbre, y desde ahí se despliega en la vida cotidiana.

¿Cómo esperaban la Segunda Venida de Cristo?

Jesús predicó el establecimiento, aquí, en esta vida, del inicio o germen del Reino de Dios (cf. Mc 1,15; Lc 17,21), un Reino que alcanzará su plenitud cuando Jesús resucitado regrese en su Segunda Venida, marcando el final de los tiempos. Siguiendo sus palabras, los primeros cristianos creían firmemente que esa Segunda Venida estaba muy cercana, y podía ocurrir en cualquier momento, en el tiempo presente. Así se lo cuenta san Pablo a los Tesalonicenses hacia el año 51:

«Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del Cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.

En lo que se refiere al tiempo y al momento, hermanos, no tenéis necesidad que os escriba. Vosotros mismos sabéis perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche» (1Tes 4,15-5,2; cf. Mt 24,3-34).

Esto marcó profundamente la vida de los primeros cristianos. Pero a medida que fue pasando el tiempo y se fue viendo que no llegaba la anhelada Segunda Venida, ésta se fue situando mentalmente en un futuro cada vez más difuso y lejano. Veamos lo que se dice a este respecto en la Segunda Carta de san Pedro, escrita a principios del siglo II, cuando ya habían pasado más de setenta años de la Ascensión del Señor:

«Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá» (2Pe 3,8-10).

Como vemos, el autor de esta carta sigue insistiendo en que Jesús regresará en cualquier momento, pero ya no habla de «inmediatez» sino de «tener paciencia». También nosotros debemos esperar con un corazón paciente y vigilante a que un buen día Jesús regrese para establecer definitivamente su Reino. Pero, ciertamente, hay una diferencia muy importante entre la espiritualidad de la «inmediatez» que se vivía en los primeros años y la espiritualidad de la «paciencia» que vivimos ahora, pues no es lo mismo vivir a la espera de la inminente Venida de Jesús, que pensar que esto sucederá algún día, no se sabe cuándo.

La «inmediatez» nos ayuda mucho a estar siempre preparados a acoger a Jesús en nuestro corazón y a dar nuestra vida por Él. Por eso, pasado el tiempo, para animar a que el pueblo fiel estuviese «vigilante», hubo autores cristianos que, en cierto modo, reemplazaron la espera del fin del mundo por la reflexión sobre nuestra propia muerte, pues ésta también puede acontecer en cualquier momento, pero la sentimos mentalmente mucho más próxima.

¿Por qué es esencial el amor fraterno?

Estamos viendo cómo el amor es el elemento más importante y significativo de la espiritualidad de los primeros cristianos. Era lo que les mantenía unidos en medio del mundo: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4,32). Y el amor no lo sentían sólo entre ellos, sino que intentaban amar a todos, principalmente a los más necesitados, de ahí que la Iglesia haya creado desde sus inicios mecanismos o instituciones de ayuda social.

Es importante tener en cuenta que en aquellos primeros siglos la Iglesia estaba prohibida por el Imperio y, por tanto, no tenía instituciones que mantener: no existían iglesias, obispados, conventos, seminarios, etc. Ello supone que no tenía muchos gastos «estructurales» o «institucionales», lo cual permitía que una gran proporción de las limosnas que los fieles generosamente entregaban, se utilizasen para ayudar a los pobres.

¿Qué importancia tienen los pobres para los cristianos? 

En algunas ciudades eran famosas las largas colas de indigentes que se formaban en la puerta de la casa del obispo o del diácono encargado de la labor asistencial. Pensemos que en aquella época nadie se ocupaba de los pobres: ni el Imperio, para quien los necesitados eran un estorbo, ni los ricos, que preferían hacer donaciones para el bien de la ciudad y así engrandecer su propia fama. Ayudar a los pobres era considerado por muchos un despilfarro o, incluso, una forma de fomentar la holgazanería.

Un modo muy común de socorrer a los menos afortunados de la Iglesia era celebrar comidas comunitarias en las que los más pudientes aportaban comida de sobra para que otros la pudiesen llevar a sus casas. Se trata de los ágapes. La palabra «ágape» significa el amor caritativo que brota por obra del Espíritu Santo. Es el amor en su grado más elevado.

¿Cómo ejercen la hospitalidad los cristianos? 

Asimismo, los cristianos practicaban generosamente la hospitalidad. Cuando un miembro de la Iglesia viajaba a otra ciudad, sabía que podía hospedarse gratuitamente en la casa de otro cristiano. Y el amor también se expresaba a los esclavos. Por motivos culturales, la Iglesia no se opuso a la esclavitud, pero exigía que a éstos se les tratase como a hermanos. Y a los muchos cristianos que eran esclavos se les animaba a respetar y obedecer a sus dueños. Tenemos un buen ejemplo en la Carta de san Pablo a su amigo Filemón, en la que le anima a acoger a Onésimo…

«…no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor! Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo» (Fil 1,16-17).

Todo esto era un gran testimonio para los paganos, pues veían que la religión cristiana ofrecía una vivencia espiritual real y auténtica. No era una mera creencia ritualista, como pasaba con muchas religiones paganas, o una simple forma de vida, al estilo estoico o epicúreo. Dado que, en lo más profundo, toda persona siente una gran necesidad de amar y ser amada, al contemplar cómo se amaban los cristianos, los paganos se sentían interiormente interpelados, y poco a poco, muchos se fueron convirtiendo a esta nueva y auténtica religión que era el cristianismo.

La importancia de la familia y la mística esponsal

La comunidad que forma la familia es la base sobre la que se apoya la comunidad eclesial. Por eso los misioneros cristianos intentaban –e intentan– convertir a familias enteras. En aquellos primeros siglos, éstas eran también muy importantes para la Iglesia porque cedían sus casas para celebrar en ellas la Eucaristía, los ágapes, y cualquier otro acto comunitario. Por eso aquella Iglesia primitiva era muy «doméstica».

Dado el valor que tiene el amor entre padres e hijos, la Iglesia siempre se opuso rotundamente a que se practicasen abortos o a que se abandonase a los niños huérfanos o no deseados, lo cual eran costumbres aceptadas por la sociedad grecorromana. El sumo cuidado que se tenía en la crianza de los niños es uno de los factores que ayudó al rápido aumento del número de cristianos.

¿Qué es el amor esponsal?

También es muy valorado el amor entre una mujer y su marido. De hecho, siguiendo las enseñanzas de Jesús (cf. Mc 10,2-9), la Iglesia defiende el valor del matrimonio como un vínculo de amor indisoluble entre un varón y una mujer. Es el llamado amor esponsal. Es tan importante el amor entre los esposos, que desde muy pronto fue considerado como símbolo del amor más elevado: el que se alcanza al unir nuestra alma con Dios –siendo Él el Esposo y nuestra alma la esposa–. Quien alcanza este grado de amor, siente que esa «unión con Dios» es ya indisoluble, como el matrimonio cristiano. Se trata de la experiencia de Dios más intensa.

De esta mística ya se hablaba en el Antiguo Testamento. De hecho, hemos visto que la simbología esponsal tiene su origen en los profetas (cf. Os 2,16-22). Muchos místicos cristianos se apoyaron en ella para explicar su propia experiencia de Dios. Lo hicieron comentando sobre todo el libro bíblico que más desarrolla la mística esponsal: el Cantar de los Cantares. Así lo hicieron, por ejemplo, Orígenes (ca. 185-254), san Bernardo de Claraval (1090-1153) y san Juan de la Cruz (1542-1591).

¿Cómo vivieron la predicación?

La difusión del Evangelio se vivía como una experiencia espiritual, pues aquellos primeros cristianos predicaban sintiendo que el Espíritu de Dios les empujaba a hacerlo, jugándose muchas veces la vida. También lo hacían por puro amor caritativo, pues consideraban que no podían quedarse para ellos mismos, egoístamente, algo tan bueno. Se sentían movidos interiormente a compartirlo con todos. Éste es el principal motivo por el que el cristianismo se difundió tan rápidamente, a pesar de las muchas dificultades que tuvo que superar. Ciertamente, el amor caritativo es imparable, pues tiene su origen en Dios, que es todopoderoso.

El papel de las mujeres en la predicación

En la tarea de la predicación, las mujeres y los hombres se complementaban muy bien. Dado que las costumbres sociales impedían a las mujeres viajar solas, eran generalmente los hombres los que llevaban el Evangelio a otras ciudades, aunque en bastantes ocasiones lo hacían junto a sus esposas.

Pero, dentro de las ciudades, eran las mujeres las que lo llevaban a otras casas, pues la visita de un varón a otra casa era visto como un «acto oficial», porque el varón era el pater familias –es decir, el padre de familia, bajo cuyo control estaban todos los bienes y miembros de su casa– y como tal debía ser recibido, lo cual dificultaba que anunciase la Buena Noticia. Sin embargo, las mujeres podían visitar normalmente a sus vecinas para pedirles un poco de sal o para charlar en la cocina, y ahí aprovechaban para hablar del Evangelio. Después la vecina se lo anunciaba a su marido y a toda la familia.

¿Cómo oraban los primeros cristianos?

San Lucas nos dice que tras la Ascensión del Señor a los Cielos, sus discípulos se dirigían al Templo de Jerusalén a orar (cf. Hch 2,42; 2,46; 3,1). Y ello es bastante lógico porque para los judíos aquel era el lugar donde Dios se hacía más presente en medio de su pueblo. Si un judío quería estar muy cerca de Dios, acudía al Templo.

Pero pronto aparecieron cristianos de origen judeo-helenista, es decir, de la diáspora, que no hablaban arameo sino griego. Estos cristianos se oponían al rezo en el Templo porque lo consideraban propio de paganos. El mejor ejemplo es san Esteban. Cuando le arrestaron los judíos por predicar el Evangelio, éste les dijo:

«...el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre como dice el profeta: “El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies. Dice el Señor: ¿Qué casa me edificaréis? O ¿cuál será el lugar de mi descanso? ¿Es que no ha hecho mi mano todas estas cosas?”. ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo!» (Hch 7,48-51; cf. Is 66,1-2).

Por decir esto, San Esteban fue apedreado hasta la muerte. Un poco más adelante veremos cómo el autor de Hebreos nos habla sobre el sentido profundo que tiene este paso del antiguo culto judío al nuevo culto cristiano. Por otra parte, cuando san Pablo habla de la presencia de Dios en el mundo nunca hace referencia al Templo, sino a la persona: «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor 3,16). «¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y lo habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1Cor 6,19). En este contexto se entienden muy bien las palabras de Jesús a la Samaritana:

«Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora –ya estamos en ella– en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,21-24).

Según la nueva espiritualidad nacida en el seno de la Iglesia, si un cristiano quería pedirle algo muy importante a Dios, no era necesario que acudiese al Templo de Jerusalén para que allí un sacerdote mediase ante Dios. En efecto, los cristianos podemos dirigirnos directamente a nuestro Creador. Así se lo dice Jesús a sus discípulos: «Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,6).

Jesús también afirma que su Espíritu se hace presente en medio de la comunidad: «donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt 18,20). Por ello es posible –y necesario– orar en comunidad: «También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá» (Mt 18,19).

¿Cómo era el sacerdocio en la Iglesia primitiva?

Jesús constituyó como ministros suyos a los Doce para que, en nombre suyo, dirigiesen a la comunidad cristiana, le transmitiesen el Evangelio y celebrasen los sacramentos. Tras el nacimiento de la Iglesia, poco a poco se fueron definiendo los diferentes grados de los ministros ordenados: obispo, sacerdote y diácono, aunque llegó a haber otros.

Pero no se definieron siguiendo el modelo del sacerdocio judío, en el que el sacerdote hacía de mediador entre Dios y el pueblo. Eso es así por un motivo muy sencillo: Jesús es el único mediador, de tal forma que el sacerdote cristiano en su labor ministerial se limita a ser un instrumento que hace posible la acción de Cristo.

Hubo, además, otro gran cambio respecto a la religión judía. Al prescindir del Templo de Jerusalén y sus sacerdotes, todos los cristianos pasamos a ser, a nivel espiritual, «sacerdotes», porque para orar no necesitamos que otra persona medie entre nosotros y Dios, aunque debemos hacerlo en el Espíritu y con la necesaria mediación de Jesús; y en el caso de los sacramentos, es preciso que alguien haga ministerialmente de instrumento de la acción mediadora de Cristo.

En efecto, en el texto de Hebreos se rechaza el antiguo culto de los sacerdotes judíos por ser infructuoso y nulo, y se nos dice que ha sido reemplazado por el nuevo culto cristiano en el que Jesús es el verdadero sacerdote en cuanto que es el auténtico y único mediador con Dios Padre. Así, con su sangre derramada en la Cruz, Jesús se ha constituido en fuente de salvación eterna. Dejemos que nos lo explique el propio autor de Hebreos:

«Además, aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar. Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor.

Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

Es que la Ley instituye Sumos Sacerdotes a hombres frágiles: pero la palabra del juramento, posterior a la Ley, hace el Hijo perfecto para siempre» (Hb 7,24-28).

¿Cuándo celebraban los primeros cristianos la eucaristía?

Los sacrificios que los sacerdotes judíos celebraban en el Templo de Jerusalén son reemplazados en la Iglesia por la celebración de la Eucaristía, el sacramento en el que los cristianos hacemos memoria de la muerte de Jesús en la Cruz, pues éste es el único y auténtico sacrificio, tras el cual, resucitó, venciendo al pecado y a la muerte.

San Lucas nos dice que los primeros cristianos todos los días «partían el pan en sus casas» (Hch 2,46), es decir, celebraban la Eucaristía. Pero una vez que la Iglesia se fue organizando e institucionalizando, ésta pasó a celebrarse por el obispo el domingo, el primer día de la semana judía, en recuerdo del día en que Jesús resucitó. Y sólo se celebraba una Eucaristía en cada diócesis, de tal forma que servía para unir a toda la comunidad en torno a Cristo, que era representado por el obispo.

Pero en el siglo III, debido al número elevado de fieles de algunas diócesis, se vio necesario celebrar varias Eucaristías el domingo. Asimismo, es entonces cuando comienzan a celebrarse las primeras Eucaristías en otros días de la semana como consecuencia del desarrollo de las fiestas litúrgicas.

Pues bien, un elemento importante de la liturgia celebrada en los tres primeros siglos es la improvisación. Aunque ya existían algunos textos litúrgicos, los obispos tenían gran libertad para celebrar «a su modo» los sacramentos y la oración comunitaria. Esto acarreaba dos problemas: por una parte, la calidad de la liturgia dependía mucho de la destreza del celebrante y, por otra parte, la improvisación promovió la difusión de ciertos errores doctrinales, pues algunos obispos no estaban suficientemente formados teológicamente.

¿Qué significaba la fuga del mundo para las primeras comunidades?

Los cristianos de los tres primeros siglos se relacionaron con la cultura grecorromana de forma bastante variada. Algunas comunidades optaron por formar guetos aparte de la sociedad, un poco al estilo judío, pues consideraban que el Imperio era algo pernicioso y caduco.

La mayoría optó por coexistir con la sociedad, abriéndose a todo lo que ésta le ofrecía, siempre y cuando no fuese en contra del Evangelio. En todo caso, todos los cristianos vivían interiormente una fuga del mundo, buscando experimentar en esta vida la eternidad a la que estamos llamados tras la resurrección. Así lo explica un autor anónimo del siglo II en su Carta a Diogneto:

«Los cristianos, en efecto, no se distinguen de las demás personas ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres […]. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña […]. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo […]. Y así, para decirlo brevemente, lo que es el alma al cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (V-VI).