Conferencia del M.O. Fr. Timothy Radcliffe

Conferencia de Fray Timothy Radcliffe, OP., Maestro de la Orden, en la 90ª Peregrinación del Rosario

 Cuando se me pidió hablar del Rosario, debo confesar que tuve un momento de pánico. Nunca he leído nada sobre el Rosario, no he reflexionado sobre él en mi vida. Estoy seguro que la mayoría de vosotros tiene ideas más profundas sobre el Rosario de las que tengo yo. Para mí el Rosario es justamente algo que realizo sin pensar en ello, como el respirar. Respirar es muy importante para mí. Estoy respirando todo el tiempo, siempre, pero nunca he dado una conferencia sobre la respiración. Rezar el Rosario, como el respirar, es muy sencillo. ¿Qué se puede decir de ello?

La sencillez

Puede parecer curioso que una oración tan sencilla como el Rosario se asocie particularmente con los dominicos. Raramente se piensa en los dominicos como personas sencillas. Tenemos fama de escribir obras extensas y complejas de Teología. Sin embargo, se nos pide mantener el Rosario. Es nuestra "santa herencia". Hay una larga tradición iconográfica de Nuestra Señora dando el Rosario a Santo Domingo. En un cierto momento otras Órdenes religiosas, celosas, se pusieron a encargar cuadros de Nuestra Señora tendiendo el Rosario a otros santos: a San Francisco, e, incluso, a San Ignacio. Nosotros nos defendimos y, en el siglo, creo que fue el XVII, llegamos a convencer al Papa para que pusiera fin a la contienda. Desde entonces solo se permite representar a Nuestra Señora dando el Rosario a Domingo.

Pero, ¿por qué esta sencilla oración es tan querida para los dominicos? Quizás porque en el corazón de nuestra tradición teológica persiste una aspiración a la sencillez. Santo Tomás de Aquino decía que no podemos comprender a Dios porque Dios es esencialmente sencillo. Su sencillez supera todas nuestras concepciones. Estudiamos, afrontamos problemas teológicos, ponemos a prueba nuestros espíritus, con el fin de acercar el misterio de quien es total sencillez. Debemos ir más allá de la complejidad para llegar a la sencillez.

Hay una falsa sencillez de la que nosotros hemos de deshacernos. Es la simplificación de los que siempre tienen fácil respuesta a todo, que saben todo de antemano. Son, o bien demasiado perezosos, o bien incapaces de pensar. Y ahí está la verdadera sencillez, la del corazón, la sencillez de las miradas claras. Ahí no podemos llegar sino lentamente, con la gracia de Dios, acercándonos a tientas a la deslumbrante sencillez de Dios. El Rosario es sencillo, en efecto, muy sencillo. Pero se trata de una sencillez sabia y profunda, a la cual aspiramos, y en la cual encontramos la paz.

Se dice que, llegando a viejo, San Juan Evangelista llegó a ser totalmente sencillo. Que le gustaba jugar con una paloma y todo lo que decía a quienes venían a verle era: "Amaos los unos los otros".

Ni tú ni yo nos sentiríamos satisfechos con esta respuesta. Nadie nos creería. Sólo alguien como San Juan, que escribió lo más rico y lo más complejo de los Evangelios, puede llegar a la verdadera sencillez de la sabiduría y no decir más que: "Amaos los unos a los otros". De la misma manera, sólo un Santo Tomás de Aquino, después de haber escrito su gran Suma Teológica, puede decir que todo lo que escribió es "como paja". Sí, el Rosario es muy sencillo. Quizás es una invitación a descubrir esta sencillez profunda de la verdadera sabiduría. Se decía del P. Lagrange, uno de los fundadores de los estudios bíblicos modernos, que hacía tres cosas cada día: estudiar la Biblia, leer el periódico y rezar el Rosario.

Me gustaría, también, mostrar que el Rosario no es solamente una sencillez verdadera y profunda, sino que posee características verdaderamente dominicanas.

El ángel predicador

 El "Avemaría" comienza con las palabras del Ángel Gabriel: "Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo". Los ángeles son predicadores profesionales. Es su mismo ser el que proclama la Buena Nueva. Las palabras de Gabriel son un perfecto sermón. Y breve. Proclama la esencia de toda predicación: "El Señor está contigo". Es ahí donde nosotros encontramos el corazón de nuestra vocación: nos decimos unos a otros, "¡Ave, Daniel! ¡Ave, Eric!, el Señor está contigo". Por eso Humberto de Romans, uno de los primeros Maestros de la Orden, decía que nosotros, los dominicos, somos llamados a vivir como ángeles. Tengo que confesar, sin embargo, que, según mi experiencia, la mayoría de los Dominicos no son especialmente angélicos.

El pasado diciembre me encontraba en Ho Chi Minh-Ville, en mi visita canónica a la Provincia de Vietnam. Al final de nuestra jornada de trabajo, a mi Socio y a mí, nos gustaba salir y perdernos en las pequeñas calles de la ciudad. Uno de nuestros placeres consistía en escaparnos del espía que el gobierno enviaba para ver lo que nosotros podíamos "fabricar". Mientras atravesábamos el laberinto de calles llenas de vida, podíamos ver gente que apostaba, comía, hablaba, jugaba al billar. En muchas de las casas se veían imágenes de Buda. Una tarde, a la vuelta de una calle, entramos en un parque y, allí, en medio, se encontraba la estatua de un dominico con alas. Era San Vicente Ferrer que se representa siempre como un ángel. Era el gran predicador. Daniel me dijo que se le consideraba como el ángel del Apocalipsis, anunciando el fin del mundo. Es claro que ningún predicador puede tener siempre razón... Así pues, el Arcángel Gabriel es un buen modelo para nosotros, dominicos.

Todavía hay otro aspecto. El "Avemaría" es una especie de homilía. Una homilía no nos habla solamente de Dios. Nace de la Palabra que Dios nos dirige. La predicación no es únicamente la narración de acontecimientos vinculados a Dios. Nos da la Palabra de Dios, Palabra que rompe el silencio entre Dios y nosotros.

"Dios te salve, María, llena de gracia". El inicio de todo es la Palabra que escuchamos. San Juan escribía: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1 Jn.4,10). De hecho, en la época de Santo Domingo, el Ave María no estaba formado más que de las solas palabras del ángel y de Isabel. Nuestra oración estaba hecha de palabras que se nos habían dado. Sólo más tarde, después del Concilio de Trento, fue añadido nuestro propio discurso a María.

Con frecuencia concebimos la oración como el esfuerzo hecho para hablar a Dios. La oración parece, a veces, una lucha por alcanzar a un dios distante. ¿Se trata solo de que nos oiga Él? Esta sencilla oración nos recuerda que no es así. No somos nosotros quienes rompemos el silencio. Cuando nosotros hablamos, es una respuesta a las palabras recibidas. Entramos en una conversación que no ha sido iniciada por nosotros. El ángel proclama la Palabra de Dios. Y esto crea un espacio en el que nosotros podemos hablar por turnos: "Santa María, Madre de Dios".

Nuestra vida sufre con frecuencia a causa del silencio. Está el silencio del cielo que parece, a veces, estar cerrado. Está el silencio que parece separarnos a los unos de los otros. Pero la Palabra de Dios llega a nosotros por la buena predicación y rompe las grandes barreras. Estamos liberados de nuestro mutismo, capaces otra vez de recibir la Palabra. Sentimos llegar la Palabra, las palabras destinadas a Dios y las palabras que nos dirigimos unos a otros.

Quizá podamos ir más lejos. El Maestro Eckhart dijo: "Nosotros no rezamos. Nosotros somos rezados". Nuestras propias palabras son la resonancia, la prolongación de la Palabra que nos ha sido dirigida. En nuestras oraciones es Dios quien reza en nosotros, bendice, glorifica en nosotros. Como escribía San Pablo, cuando gritamos: "Abba, Padre, el Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para testimoniar que somos hijos de Dios..." Los saludos del ángel y de Isabel a María se continúan en las palabras que nosotros le dirigimos, la segunda mitad de la oración fue eco de la primera. El ángel dijo: "Dios te salve, María, llena de gracia"; en nuestros labios esto llega a ser el mismo saludo: "Santa María", dijo Isabel, "bendito el fruto de tu vientre", y nosotros decimos: "Madre de Dios". Nosotros somos alcanzados por la Palabra de Dios. Así en nuestra oración, es Dios quien habla en nosotros. Somos enrolados en el diálogo que es la vida de la Trinidad.

También quisiera mirar esta sencilla oración del "Avemaría", como una pequeña homilía modelo. Ella proclama la Buena Nueva. Y como todas las buenas homilías hace bien. No se contenta con darnos información. Ofrece una Palabra de Dios, una palabra que hace eco en nuestras propias palabras, una palabra que va más allá de nuestro silencio y nos da voz.

Una oración para la casa y una oración para el camino

Hay todavía otro aspecto que es muy dominicano. Es una oración para la casa y una oración para el camino. Es una oración que construye una Comunidad y, al mismo tiempo, nos empuja al viaje. Se da ahí una tensión muy dominicana. Tenemos necesidad de nuestras comunidades. Tenemos necesidad de lugares donde estar entre nosotros, con nuestros hermanos y nuestras hermanas. Y al mismo tiempo somos predicadores itinerantes, no podemos asentarnos demasiado tiempo, sino que debemos lanzarnos a la predicación. Somos contemplativos y activos. Permítaseme explicar ahora cómo el "Dios te salve, María" está marcado por esta tensión.

Pensad en los grandes cuadros de la Anunciación. En general nos presentan una escena doméstica. El ángel ha ido a casa de María. Ella está allí, en su habitación y, normalmente, leyendo. Con frecuencia se ve en el fondo una hiladora o una escoba contra la pared. Fuera, un jardín. Es aquí, en su casa, donde empieza la historia. Y es justo que así sea, ya que la Palabra de Dios construye su hogar entre nosotros. Dios viene a plantar su tienda entre nosotros.

Hasta cierto punto, el Rosario es con frecuencia la oración de la casa de María y de la comunidad. Tradicionalmente se rezaba cada día en las familias y en las comunidades. Desde la mitad del siglo XVI se crea las cofradías del Rosario que se reunían para rezar juntos. Por eso el Rosario está profundamente asociado a la comunidad, a la oración compartida. Debo confesar que tengo recuerdos bastante ambiguos del Rosario en familia. En nuestra casa no se rezaba el Rosario, pero yo solía ir a casa de unos primos que lo rezaban todos los días en familia. Con frecuencia era una catástrofe. Algunas tardes se cerraban las puertas, pero los perros entraban siempre en la sala y se ponían en medio de la familia lamiendo la cara de la gente. Así poco importaba nuestras piadosas intenciones, la risa acababa estallando. Por eso llegué a temer el Rosario en familia.

Así pues, el saludo del ángel no deja a María estática en su casa. El ángel viene a perturbar su vida doméstica. Pienso a menudo en una maravillosa Anunciación pintada por nuestro hermano Domenico Petit, que vive y trabaja en Japón. Muestra a Gabriel, un gran mensajero, cubriendo una parte de la tela. María es una joven muchacha japonesa, graciosa y reservada, cuya vida se ve conturbada. Es empujada a un viaje que la llevará a casa de Isabel, a Belén, a Egipto, a Jerusalén. Este viaje la llevará hasta romper su corazón, al pie de la cruz. Este viaje la conducirá, finalmente, hasta el cielo, a la gloria.

El Rosario es, pues, también la oración de los que viajan, de los peregrinos como vosotros. Yo aprendí a amar el Rosario justamente como oración de mis viajes. Es una oración para los aeropuertos y los aviones. Es una oración que yo rezo con frecuencia cuando aterrizo en un lugar nuevo, cuando me pregunto qué encontraré allí y qué tengo yo que ofrecer. Es una oración para despegarse, dar gracias por todo lo que yo he recibido de los hermanos y de las hermanas. Es una oración de peregrinación a través de la Orden.

Pienso que la estructura de este viaje marca el Rosario de dos maneras. Está presente en las palabras de cada "Avemaría". Está presente en el recorrido de los misterios del Rosario

A.- Dios te Salve, María

La historia del individuo

Cada "Avemaría" evoca el viaje individual que cada uno de nosotros debe hacer, del nacimiento a la muerte. Está marcado por el ritmo biológico de toda vida humana. El señala los tres únicos momentos de nuestra vida de los cuales podemos estar absolutamente seguros: hemos nacido, vivimos ahora y moriremos un día. El comienzo, el principio de toda vida humana, la concepción en el seno maternal. El ahora nos sitúa en el momento en que nosotros pedimos a María sus oraciones. Tiene en cuenta la muerte, nuestra muerte. Es una oración increíblemente física. Está marcada por el inevitable drama corporal de todo ser humano que ha nacido y debe morir.

Y esto, indudablemente, es un bien dominicano pues la predicación de Domingo comienza en el Sur de Francia, no lejos de aquí, contra los herejes que despreciaban el cuerpo y que consideraban la entera creación como mala. Se enfrentaba a una serie de modas de espiritualidad dualista que afluyen regularmente en Europa. San Agustín, de quien nosotros seguimos la regla, fue cogido en otro de esos movimientos siendo joven. Fue maniqueo. Hoy todavía un gran "campo" del pensamiento popular es profundamente dualista. Los estudios han mostrado que los científicos modernos piensan generalmente en la salvación en términos de escapatoria del cuerpo.

Pero la tradición dominicana ha destacado siempre que somos seres físicos, corporales. Todo lo que somos viene de Dios. Recibimos en alimento el Sacramento del cuerpo y sangre de Jesús; esperamos la resurrección de los cuerpos. El viaje que cada uno de nosotros debe recorrer es, en primer lugar, físico, biológico, y él nos guía desde el vientre de nuestra madre hasta la tumba. Es en este espacio temporal donde encontraremos a Dios y hallaremos la salvación. Es esta sencilla oración la que nos ayuda en el recorrido de este camino.

1.- La Concepción.

Las palabras del ángel prometen fertilidad, la fertilidad a una virgen y a una mujer estéril. La bendición de Dios nos hace fecundos. Cada uno de nosotros, por su nacimiento individual, es el fruto de entrañas benditas. Yo creo que la bendición prometida por el ángel toma siempre la forma de fecundidad en toda vida humana. Es la bendición de nuevos comienzos, la gracia de la frescura. Quizá estamos hechos a imagen y semejanza de Dios para que compartamos la creatividad de Dios. Somos sus asociados en la creación y la recreación del mundo. El ejemplo más dramático y más milagroso es el nacimiento de un niño. Los hombres, que no pueden sin embargo vivir este milagro, son benditos por la fertilidad. Frente a la esterilidad, la aridez, la futilidad, Dios viene a ofrecer un mundo fértil. Cada vez que Dios se acerca a nosotros es para volvernos creativos, para transformarnos, para renovarnos, bien sea al labrar la tierra, al plantar y sembrar, o bien en el arte, la poesía, la pintura.

"Bendito el fruto de tu vientre". Tal vez la mejor manera de predicar el milagro de esta fertilidad sea el arte, la pintura, el canto, la poesía. Ahí están, pues, las modestas participaciones de esta bendición misma, de esta infinita fertilidad de Dios.

Una historia encantadora, contada por Malraux a Picasso, cuenta cómo cuando Bernardita de Lourdes entró al convento, una multitud de personas le enviaban imágenes de la Virgen. Ella, sin embargo, no las tuvo nunca en su habitación ya que, decía, estas estatuas no se parecían a la mujer que ella había visto. El obispo le envió álbumes de célebres cuadros de la Virgen, pintados por Rafael, Murillo y otros. Observó las caras barrocas de las que había visto representaciones y las vírgenes del renacimiento. Ninguna le parecía exacta. Luego vio a la Virgen de Cambral, copia del siglo XIV, un antiguo icono bizantino. Entonces dijo: "es ella".

No es quizás sorprendente que la joven que había visto a la Virgen la reconociera en un icono, fruto del arte sagrado, fruto de una santa creatividad.

2. Ahora.

El Rosario evoca también otro momento, no solamente del nacimiento, sino el momento presente. "Ruega por nosotros pecadores, ahora". Ahora es el instante presente en la peregrinación de nuestra vida, cuando debemos mantenernos, sobrevivir, proseguir nuestro camino hacia el Reino.

Es interesante recalcar ese instante presente, considerado como un momento en el que nosotros, pobres pecadores, necesitamos de compasión. Una compasión profundamente dominicana. Recordaréis cómo Domingo rezaba siempre así a Dios: "Señor, ten piedad de tu pueblo. ¿Qué será de los pobres pecadores?" El presente es un momento en el que necesitamos de compasión, de misericordia. En la Capilla Sixtina hay un fresco del Juicio Final y en él un hombre es izado fuera del purgatorio por un ángel del Rosario.

El presente es el tiempo en el cual debemos sobrevivir, ignorando cuánto tendremos que esperar el Reino. Un dominico americano volvió a China hace algunos años. Al llegar encontró allí diversos grupos de laicos dominicos que habían resistido los años de persecución y de aislamiento. La única cosa que habían guardado durante todos estos años fue la recitación del Rosario juntos. Era el pan cotidiano de la supervivencia.

Y habiendo ido a regiones alejadas de Méjico, allí encontraron grupos de laicos dominicos que, no habiendo tenido contacto con la Orden desde hacía muchos años, varios de nuestros hermanos descubrieron lo mismo. La única práctica que se mantenía era la oración del Rosario. Es la oración para los que sobreviven al tiempo presente.

Bede Jarret, provincial inglés en los años treinta, envió a Suráfrica un miembro de su provincia llamado Bertrand Pike. Iba para ayudar en la nueva misión de la Orden. Pero Bertrand se sintió incapaz de afrontar dicha tarea. Bede le recordó, en una carta, una época, durante la guerra, en que había sacado ánimo en el rezo del Rosario. "Recuerda aquel día terrible en que debías atravesar trincheras en Ypres, cuando el ánimo te faltaba y después de tres o cuatro tentativas en las que te atreviste a pasar, te diste cuenta de que los bordes recortados de las cuentas de tu rosario habían mordido la carne de tus dedos, por aquel movimiento inconsciente de agarrarlo intentando sacar ánimo en aquellas tentativas... Mi querido Bertrand, ánimo y miedo no se oponen. Solamente tienen valor aquellos que cumplen con su deber aun cuando tienen miedo".

3.- En la hora de nuestra muerte

El último momento de nuestra vida corporal del que estamos seguros es la muerte. "Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Ante la muerte, rezamos el Rosario. Yo acabo de volver de Kinshasa, en el Congo, donde muchos de nuestros hermanos han afrontado la muerte estos últimos años. La Provincial de las hermanas Misioneras de Granada, Sor Cristina, me comentó cómo durante la última guerra, ella y sus hermanas tuvieron que huir de su casa hacia el Norte del Congo. Algunos de sus amigos las escondieron en el monte. Ella es médico y en la huida se cruzó con un hombre cuya esposa había sido salvada por ella. Él le dijo que ahora era su turno de salvarle la vida. Oyeron disparos de fusiles a su alrededor. Se les dijo que los rebeldes habían encontrado su escondite y que vendrían pronto a matarlas. Ante esta muerte anunciada, las Hermanas rezaron el Rosario. Es la oración que María hará por nosotros cuando estemos ante la muerte. No estaremos solos.

Recuerdo ahora a mi padre. Durante la segunda guerra mundial mi madre y sus tres hijos mayores se quedaron en Londres. Pronto iba a nacer yo. A pesar de las bombas que, noche tras noche, arrasaban Londres, mi madre persistía en su empeño de estar disponible ante la eventualidad de que mi padre pudiera tener un permiso para volver a casa. Mi padre prometió que, si toda la familia sobrevivía a la guerra, rezaría el Rosario todas las noches. Así, entre mis recuerdos de infancia, veo a mi padre, tarde tras tarde, antes de la cena, recorriendo el salón a grandes pasos rezando el Rosario. Daba gracias, todas las noches, porque todos habíamos sobrevivido a esta amenaza de muerte. Uno de los últimos recuerdos que guardo de mi padre es el que se refiere a unos momentos antes de su muerte. Estaba ya demasiado débil para poder rezar. Así pues, su familia, su mujer y sus seis hijos se reúnen alrededor de su cama y rezan el Rosario por él. Era la primera vez que él no podía hacerlo. Su muerte, rodeado de todos nosotros, fue una respuesta a esta oración que él tantas veces había repetido: "Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte".

T.S. Elliot implora en uno de sus poemas: "Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestro nacimiento". Y tiene razón. Debemos afrontar estos tres momentos de nuestra vida: nacimiento, el presente y nuestra muerte. Pero en cada instante aspiramos a la misma cosa: un nuevo nacimiento. Esto a lo que aspiramos ahora, como pecadores, no es una piedad que se contentaría con olvidar lo que hemos hecho, sino la misericordia que hará de nuestras acciones también un momento de renacimiento, de un comienzo nuevo. Y frente a la muerte, desearemos, de nuevo, que las palabras del ángel vengan a anunciarnos una nueva fertilidad ya que toda nuestra vida está abierta a la infinita novedad de Dios, a su inagotable frescor. El ángel va y viene con nuevas anunciaciones de la Buena Nueva.

B.- Los misterios del rosario

La historia de la Salvación

El Avemaría individual es, pues, la oración del viaje que cada uno de nosotros debe recorrer, del nacimiento a la muerte pasando por el momento presente, ya que, a fin de cuentas, nuestra vida tiene sentido en sí misma, individualmente. Pero también es verdad que nuestra vida no tiene sentido total si no es incluida en una historia más amplia que se extienda de todo principio hasta el fin desconocido, de la Creación al Reino. Y esta amplitud viene dada por los misterios del Rosario que cuentan la historia de la Redención.

Se han comparado los misterios del Rosario a la Suma Teológica de Santo Tomás. Cuentan, a su manera, cómo todo viene de Dios y todo vuelve a Dios ya que cada misterio del Rosario forma parte de un único misterio, el de nuestra Redención. "Llevar nuevamente todas las cosas bajo un solo Señor, el Cristo, tanto los seres terrestres como los celestes"(Ef.1,10).

Se podría, pues, decir que cada "Avemaría" representa una vida individual, con su historia entera de la vida a la muerte. Pero todas estas "Avemarías" están ensartadas en una historia más amplia, la de la Redención. Tenemos necesidad de dos dimensiones, una historia a dos niveles. Necesito dar forma y sentido a mi vida, a la historia de mi carne y de mi sangre, con mis fracasos y mis éxitos. Si no hay lugar para mi historia individual, me perderé en la historia de la humanidad ya que Cristo me dijo: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Tengo necesidad de este Avemaría individual, mi pequeño drama personal, para hacer frente a mi pequeña muerte personal. Mi muerte no significa, quizá, gran cosa para la humanidad, pero para mí será más bien importante.

Sin embargo, no basta con mantenerse a este nivel personal. Debo ver mi vida insertándose en el drama más amplio del designio de Dios, mi historia no tiene sentido cerrada sobre sí misma. Mi Avemaría individual debe encontrar lugar en los misterios del Rosario. Así el Rosario propone el perfecto equilibrio del que necesitamos para la búsqueda del sentido de nuestra vida, a la vez sobre el plan individual y sobre el plan colectivo.

C.- La repetición

He intentado dar sucintamente algunas razones por las cuales el Rosario es ciertamente una devoción profundamente dominicana. El "Avemaría" contiene todas las características de una homilía perfecta y, además, breve. Y el Rosario en su conjunto está marcado por el tema del caminar, el nuestro y el de la comunidad. Todo esto concuerda muy bien con la vida de la Orden de predicadores itinerantes. Hubiera podido insistir sobre otros aspectos, como los fundamentos bíblicos de los misterios, pues se da ahí una meditación prolongada de la palabra de Dios en las Escrituras. Pero ya he hablado suficiente.

Debo, no obstante, responder a una última objeción. He querido evocar la riqueza teológica del Rosario. El hecho es, sin embargo, que al rezar el Rosario raramente se piensa en lo que es. En realidad, no pensamos en la naturaleza de la predicación, o en la historia humana y su nexo con la historia de la salvación. Hacemos un gran vacío en nuestro espíritu. Nos sucederá, incluso, a veces, que nos preguntemos por qué, pues, repetimos sin cesar las mismas palabras sin pensar en ellas. Desde el principio de nuestra tradición, nuestros hermanos y hermanas han amado esta repetición. Se afirma que nuestro hermano Romeo, muerto en 1261, recitaba mil Avemarías al día.

Numerosas religiones llevan la marca de esta tradición de la repetición de palabras sagradas. El domingo pasado, preguntándome qué iba a decir del Rosario, oí en la BBC una ceremonia budista que consiste aparentemente en una perpetua repetición de palabras sagradas. Se ha recordado con frecuencia que el Rosario es bastante parecido a esas antiguas oraciones orientales y que la constante repetición de las mismas palabras puede realizar en nuestro corazón una lenta, pero profunda transformación. Como esto es bien sabido por todos, no insisto en ello.

Se podría subrayar que esta repetición no es necesariamente el signo de una falta de imaginación. Un puro placer, un placer exuberante, puede hacernos repetir las palabras. Cuando amamos, sabemos bien que nunca basta con decir una sola vez "te amo". Queremos decirlo una y otra vez, esperando, también, que la otra persona deseará oírlo una y otra vez.

C.K. Chesterton explicaba que la repetición es una característica de la vitalidad de los niños que les gusta que se les cuenten las mismas historias, con las mismas palabras, una y otra vez, y esto no por falta de imaginación o aburrimiento, sino por la alegría de vivir. Escribía Chesterton: "Porque los niños desbordan de vitalidad, es por lo que son espontáneos y libres de espíritu, por lo que quieren que las cosas se repitan y no cambien. Piden siempre el "otra vez" y la persona mayor vuelve a comenzar una y otra vez, hasta el final del agotamiento ya que las personas mayores no son lo suficientemente fuertes como para alegrarse en la monotonía. Tal vez Dios sea suficientemente fuerte para alegrarse en la monotonía. Tal vez Él diga todas las mañanas al sol: "Ve otra vez" y todas las tardes a la luna: "Ve otra vez". No es forzosamente una absoluta necesidad el que todas las margaritas sean semejantes; quizá Dios cree cada margarita por separado, pero no se cansa nunca de hacerlas así.

Quizá Dios tenga un eterno apetito de infancia ya que, si nosotros hemos pecado y hemos crecido, nuestro Padre es más joven que nosotros. La repetición en la naturaleza no es tal vez una simple repetición, sino, como ocurre en el teatro, "un cierzo donde el cielo llamaría al pájaro que ha puesto". Más sobre la repetición. Es verdad que rezando el Rosario no se piensa siempre en Dios: Se puede continuar durante horas sin el menor pensamiento. Pero uno está sencillamente ahí y dice sus oraciones. Y esto también puede ser bueno. Cuando recitamos el Rosario, celebramos que el señor está verdaderamente con nosotros. Estamos en su presencia. Repetimos las palabras del ángel: "El Señor está contigo". Es una oración de la presencia de Dios. Y si estamos en grupo, tenemos que pensar en los otros. Como escribió Fr. Simon Tugwell, OP.: "Yo no pienso en mi amigo cuando está a mi lado; estoy muy bien junto a él disfrutando de su presencia. Cuando está ausente es cuando yo empiezo a pensar en él. El hecho de pensar en Dios nos empuja muy cómodamente a tratarlo como si El estuviera ausente. Sin embargo, Él no está ausente".

No tratemos, pues, de pensar en Dios mientras rezamos el Rosario. Al contrario, saboreemos las palabras del ángel dirigidas a cada uno de nosotros: "El Señor está contigo". Nosotros repetimos continuamente las mismas palabras con la exuberancia vital e inagotable de los hijos de Dios que se alegran de la Buena Nueva.

(Traducida por Hna. Amparo Eransus y Fr. Salustiano Mateos)