Siempre queda algo bueno por hacer

Siempre queda algo bueno por hacer

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros» (Jn 13,34)


Fray Tomás estaba muy satisfecho de su trabajo. Tras hacer los votos solemnes y ordenarse sacerdote, fue enviado a una facultad de Teología para dar clases de Cristología y Eclesiología. Y, pasados uno años, fue nombrado presidente de la facultad. Le tocó vivir años difíciles por la falta de alumnos, la jubilación de los mejores profesores y una alarmante carencia de recursos. Pero, a pesar de todo, gracias a su esfuerzo y saber hacer, logró sacar adelante la facultad. Por ello recibía muchos elogios. Y pensaba: «Ya me puedo morir en paz, pues he hecho realmente una buena obra, ¿hay algo más que pueda hacer en la vida?».

Todo cambió cuando la Orden le pidió que fuera a un pequeño país africano a asesorar sobre cómo fundar allí una facultad de Teología. Se trataba de enseñar a administrar académica y económicamente el nuevo proyecto, algo de lo que ya tenía una sobrada experiencia.

Pero a los pocos días de llegar al país africano, empezó a ver que por las calles había muchos niños sucios, flacos, con heridas, tirados en las cunetas o mendigando comida. Y preguntó a sus hermanos porqué ocurría eso. Ellos le explicaron que muchos niños se quedaron sin padres a causa de la guerra civil y tenían que buscarse la vida como podían, mal viviendo por las calles. La mayoría morían muy pronto de hambre, enfermedades o peleas. Y algunos desaparecían sin dejar rastro. Era bien sabido que las mafias de tráfico de órganos o algunos grupos guerrilleros se los llevaban con total impunidad, pues nadie se ocupaba de ellos.

A fray Tomás le dio muchísima tristeza, pues tenía varios sobrinos pequeños, a los que quería mucho, y no podía evitar imaginarles en esa penosa situación. Aquellos niños que veía por las calles se habían visto abocados a vivir en un infierno a causa de haber nacido en un lugar y un tiempo equivocados.

Cuando preguntaba por qué nadie les ayudaba, sus hermanos le decían que el gobierno, que era muy corrupto, veía a esos niños como un estorbo. Las ONG’s no les prestaban atención porque preferían gastar sus recursos en lugares más conocidos por los países occidentales, que eran quienes les financiaban. Y los religiosos estaban en esos momentos demasiado ocupados en rehacer sus presencias en medio de la guerra civil.

Pero fray Tomás, rezando en su habitación, le decía a Dios:

‒Señor, ¿no sería mejor que yo dedicase mis dotes de gestión a ayudar a estos niños en lugar de hacer funcionar una facultad de Teología en Europa?

Aquella pregunta le tenía atenazado. Así que llamó por teléfono a su Provincial, fray Vicente, para exponerle este dilema moral. Éste estaba en esos momentos en otro país africano, visitando un hospital que la Orden había fundado en un suburbio muy pobre y conflictivo. Por ello entendió muy bien la duda moral que oprimía a fray Tomás.

¿Qué podía hacer el Provincial?: el sentido común le decía que debía mantener en la facultad de Teología a este magnífico gestor, pues no conocía a nadie que pudiera hacer ese servicio con su profesionalidad y solvencia. Pero a él también le daba mucha pena ver a los niños abandonados por las calles. Así que se sumió en una profunda reflexión.

Esa misma semana, estando en Misa, escuchó un pasaje de la Última Cena en la que Jesús les dice a sus discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros» (Jn 13,34). Y pensó: «Fray Antonio ha cumplido con creces su labor en la facultad, y su corazón ahora le pide entregarse a los niños de las calles. Pues, bien, que así sea, que funde un hogar para niños abandonados». Fray Vicente salió muy contento de la Eucaristía. De hecho, algunos hermanos le preguntaron por qué tenía un rostro tan radiante. Y él enigmáticamente les contestó:

‒He visto el rostro de Jesús, y me ha sonreído.

Fray Tomás tomó con gran alegría la decisión de su Provincial. Con su habitual habilidad para gestionar bien las cosas, rápidamente comenzó a contactar con diversos organismos que pudieran sufragar el hogar para niños abandonados. Y, con el permiso del Provincial, varios frailes se sumaron al proyecto.

Pronto notaron cómo el Espíritu de Dios les guiaba y daba fuerzas para superar sabiamente las muchas dificultades que se les ponían por delante. De un modo u otro, los problemas se iban solucionando. Fueron unos meses muy duros físicamente, pero muy felices espiritualmente, porque estaban llenos de ilusión.

Cuando todo estuvo montado, sólo quedaba una cosa: poner un nombre al hogar. Tras reflexionarlo y orarlo en común, decidieron por unanimidad llamarlo así: «El Niño perdido y hallado en el Templo», como el quinto misterio gozoso del santo Rosario. Y en la entrada del hogar, dando la bienvenida, pusieron una imagen de la Virgen con el Niño en brazos, ambos con vestimentas muy sencillas y rasgos africanos.

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino