Las cuevas del risco

Las cuevas del risco

El abad subió a la cima del risco para orar, pues todo aquello que estaba sucediendo era, sin duda, un signo divino


De los Hechos de los Apóstoles: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. Un temor reverencial se apoderaba de todos, pues los Apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hch 2,41-44).

En la ladera de una montaña, rodeado de arbustos y espinos, vivía un viejo ermitaño: fray Ubaldo. Años atrás había formado parte del monasterio del valle, cuya decadente comunidad le impedía entregarse totalmente a Cristo. Por eso se separó de ellos y se fue a la montaña. Lo que más deseaba fray Ubaldo era unirse íntimamente a Jesús y alcanzar lo que los maestros espirituales llaman «la unión mística». Allá, en medio de la naturaleza, día y noche le rogaba que le concediera la dicha de ser acogido en el seno de su Sagrado Corazón.

Vivía de los frutos y setas silvestres que podía recolectar, de una pequeña huerta y de los alimentos que intercambiaba por cestos de mimbre que él hacía mientras recitaba salmos u oraciones. Su vida era austera y tranquila. Apenas nadie subía a visitarle. El párroco lo hacía de vez en cuando para ver cómo le iba o para hacerle alguna consulta espiritual.

El reino gozaba de paz y prosperidad. El rey tenía fama de santo y bueno. Pero, aprovechando un viaje al extranjero, fue derrocado por un primo suyo, conocido por su crueldad y tiranía. Pronto comenzó a explotar a los pobres campesinos, exigiéndoles pagar el doble de tributos con el fin de costear una guerra con un país vecino. Muchos tuvieron que dejar sus tierras y otros murieron de hambre o enfermedad. Pero al nuevo rey no le importaba. Es más, se jactaba de poder destrozar la vida de quien se le antojase.

Ante esta penosa situación, la comunidad de monjes del valle pidió públicamente al rey que tuviera clemencia con los más pobres y desfavorecidos. Aquello al rey no le gusto en absoluto, montó en cólera y envió a un escuadrón de sus mejores hombres para que quemase el monasterio y asesinase a todos los monjes, con el fin de escarmentar a aquellos que quisieran oponerse a sus deseos.

Antes de que las tropas saliesen hacia el monasterio, el Obispo envió un emisario al abad informándole de todo y rogándole que huyese con sus hermanos rápidamente. Cuando el abad recibió la carta se quedó consternado. Siguiendo el consejo del Obispo, pidió a los monjes que recogieran lo indispensable, escondieran lo más valioso y se dispusieran a salir inmediatamente del monasterio.

Pero ¿a dónde irían? Un anciano monje le dijo al abad que, en la antigüedad, la comunidad de monjes había vivido en unas cuevas situadas en un risco no muy lejano, rodeado por un espeso bosque cuyo recóndito interior nadie conocía. Así que, tras dialogarlo en Capítulo, hacia allá se dirigió toda la comunidad monástica.

Cuando el escuadrón enviado por el rey descubrió que los monjes del valle habían huido, decidieron quemar el monasterio y salir tras ellos. Al principio fue fácil seguir sus huellas, pero pronto se puso a nevar y desapareció su rastro. El jefe del escuadrón decidió enviar a varios rastreadores para que encontrasen a los monjes. A la mañana siguiente uno de los rastreadores le trajo maniatado a fray Ubaldo, al que había capturado de camino al pueblo donde vendía los cestos.

El ermitaño pronto se dio cuenta de lo que pasaba e intuyó que sus monjes habían huido hacia las cuevas. Tenía que hacer algo para despistar los soldados. Así que, cuando el jefe le preguntó sobre el paradero de los monjes, fray Ubaldo se limitó a decir que no sabía nada. Tras recibir una tanda de duros latigazos, fray Ubaldo, entre jadeos de dolor, les habló de una lejana ermita que había en dirección contraria a la que habían tomado los monjes. Rápidamente el escuadrón se dirigió hacia allá, dejando a dos soldados vigilando al ermitaño, con la orden de no separarse de él en ningún momento.

Resulta que ambos soldados eran dos campesinos paganos a los que nadie había anunciado el Evangelio. El nuevo rey les había reclutado forzosamente, y llevado encadenados hasta el cuartel donde fueron convertidos en soldados. Su corazón estaba lleno de odio hay el rey y de temor hacia su jefe, pues éste no dudaba en castigar duramente a todo aquel que no acatase sus órdenes.

Fray Ubaldo, intuyendo la delicada situación de aquellos dos jóvenes, comenzó a hablarles de un Reino en el que todos son felices. Ellos pensaban que se refería a los tiempos del anterior rey, aquel que había sido derrocado. Pero fray Ubaldo les dijo que ese Reino está en medio de este mundo, separado de todo bullicio, en un oculto lugar donde mana el agua de la auténtica felicidad. Obviamente, ambos soldados le pidieron que les hablase más de ese lugar, porque ellos también deseaban ser felices. Y comenzando por la Encarnación, fray Ubaldo les habló del Reino de Dios anunciado por Jesucristo.

El ermitaño transmitía tanta paz y tanta seguridad en sus palabras, que ambos soldados ardían en deseos de conocer aquel maravilloso Reino de Dios. Por ello le prometieron que le soltarían si les llevaba a aquel lugar. El ermitaño accedió de buena gana, y por intrincados caminos y ocultas sendas les llevó hasta las cuevas donde estaban los monjes escondidos. Al llegar allí, los monjes se sobresaltaron pensando que fray Ubaldo les había traicionado. Pero el ermitaño les dijo que aquellos dos jóvenes ya no eran soldados del rey, sino dos nuevos santos del Reino de Dios. Tras dialogarlo en Capítulo, los monjes decidieron que a ambos jóvenes se les diera la formación catequética para ser bautizados, con vistas a ser admitidos en el noviciado, si es que así lo deseaban.

El abad jamás se había imaginado que en esa situación tan dura de persecución, fuesen a tener nuevas vocaciones, pero recordó los primeros tiempos de la Iglesia, en la que los cristianos eran perseguidos y masacrados, y a pesar de eso, las comunidades eran cada vez más numerosas y evangélicas. También se quedó muy sorprendido cuando fray Ubaldo le pidió reintegrarse de nuevo a su comunidad.

El abad subió a la cima del risco para orar, pues todo aquello que estaba sucediendo era, sin duda, un signo divino. Al cabo de dos semanas, el abad convocó un Capítulo cuyo tema principal era el siguiente: «Diálogo y, en su caso, aprobación de la propuesta de establecerse definitivamente en las cuevas del risco, y dar a los pobres el dinero que se obtenga de la venta de los terrenos del antiguo monasterio». La propuesta fue aprobada por unanimidad. A continuación, los monjes rezaron Vísperas a la orilla del río.

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino