La Cuaresma, estima de la vida en Jesucristo

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La Cuaresma, estima de la vida en Jesucristo

Reflexión cuaresmal. Los domingos de Cuaresma, que preparan a celebrar la Pascua, vuelven a situarnos en la perspectiva de renovar la identidad de nuestra fe. Por eso acuden al momento fundamental de nuestro ser cristiano tanto presentando temas bautismales como penitenciales.


El recuerdo anual de la obra salvífica de Cristo se despliega a través de las diversas etapas del año litúrgico. Esta celebración aporta a nuestra vida espiritual un sólido apoyo, porque justamente nuestro objetivo consiste en coincidir con la vida de Cristo. Por eso seguir con atención el curso de la celebración de los misterios del Señor en la liturgia es fuente de renovación de la vida cristiana. Interesa aquí subrayar el valor espiritual y renovador del tiempo cuaresmal, que celebramos como preparación para la Pascua.

El concilio Vaticano II, tratando de explicar el contenido de este tiempo litúrgico, declara: «El tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la Palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o preparación del bautismo y mediante la penitencia» (Sacrosantum concilium 109). Por eso se pide para este tiempo subraya los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal y fomentar la penitencia que lucha contra el pecado en cuanto ofensa al Señor: son los dos pilares sobre los que tradicionalmente se ha asentado esta celebración. Alrededor de este núcleo las diversas condiciones de los fieles y de los países han incorporado una serie de práctica religiosas, que están muy arraigadas en el pueblo fiel, pero lo fundamental es retornar a esta inspiración original «para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con elevación y apertura de espíritu» (Ibid., 110).

El camino cuaresmal

En la cuaresma la comunidad cristiana revive la fe, que tuvo su origen en el bautismo por el que fuimos incorporados al misterio pascual de Jesús. Para que este tiempo litúrgico adquiera su sentido original es necesario retornar al sentido de la renovación de las promesas bautismales y de la penitencia comuntaria. El bautismo es un sacramento que nos queda lejano, pero está en el origen de nuestra identidad cristiana, y Jesús se ofrece para iluminar nuestras tinieblas. Lo mismo que para el ciego del evangelio la luz era símbolo de la presencia salvífica de Dios así también para nosotros el bautismo es una luz salvífica. Se trata de la resurrección de profundizar en el sentido de la vida, como en el milagro de la resurrección de Lázaro. A Jesús le preocupa la vida física y biológica, pero le preocupa todavía más la angustia y la desesperación ante la ausencia de sentido de la vida, como si todo fuera absurdo. Al alargar la vida de Lázaro, Jesús está invitando a creer que la vida verdadera es confiar en Él, creer en la vida eterna. Dios no nos libra de la muerte, sino que su palabra nos libra de nuestras angustias. Jesús resucita a Lázaro, no para probar su poder divino, sino para hacernos entender que la muerte sin esperanza es una muerte que nace del alejamiento de Dios. También recibimos con la samaritana el agua que salta hasta la vida eterna. Estos evangelios son una invitación más a confesar a Cristo como el Salvador, como el Mesías de Dios.

    La cuaresma representa para cada fiel esa marcha que emprende todo ser humano en su vida y que le lleva por derroteros inciertos hasta su consumación. También representa para la comunidad en su conjunto esas grandes marchas de los pueblos, como el éxodo, que emprenden la aventura de salir de su tierra para llegar a otras más prometedoras, aunque desconocidas. Hay en todas ellas esa decisión de dejar una situación para embarcarse en la gran aventura de encontrar otros horizontes y otros sentidos de la propia vida o de los pueblos. Es una invitación a tomarse en serio la condición transitoria de todos nuestros proyectos. Hay que evitar que en nuestra vida se produzca un silencio de lo esencial. La más cierta y profunda de las realidades, es decir, nuestra vida, no puede ser también la más olvidada.

La Cuaresma, camino de la identidad cristiana

La Cuaresma se abre con las lecturas que evocan una cuestión seria y permanente de la vida humana: la presencia del pecado. Ya sabemos que la primera parte de la cuaresma la componen los dos primeros domingos, que presentan la cuarentena de Jesús y su transfiguración, es decir, tentaciones y revelación del triunfo final. El misterio de la salvación tiene su contrapartida en el misterio del pecado, que también se da en el bautizado. Pero el tema del pecado hay que enmarcarlo siempre en la revelación del designio salvador de Dios. Por eso, se debe evitar hacer del pecado una realidad superior a su amor o presentarlo como una especie de competidor absoluto en este mundo, al modo de ciertas representaciones diabólicas. En el credo se proclama: «creo en el perdón de los pecados», no en la condenación eterna. Se trata no de negar la cruda realidad del mal, sino de confesar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5, 12-19). La suprema vocación humana es participar en el ser y en la vida de Dios, que es siempre la «graciosa» iniciativa divina, que hace de los hombres «los amados de Dios».

La conciencia profunda de la penitencia significa que no nos rendimos ante el espectáculo de las víctimas producidas por el mal humano. No se trata de describirlos con toda clase o lujo de detalles macabros, que para ello sobra ya la cultura mediática. Pero el cristiano no debe abdicar nunca de su responsabilidad y de su piedad ante este espectáculo, porque las victimas son también los hijos de Dios. Para el creyente lo que mueve el mundo es su fe en el amor de Dios, que lo ha hecho bueno. Con esta fe, ante la inquietante presencia del mal, reacciona preguntándose por su responsabilidad. Muchas veces no sabrá hasta dónde llega, pero no queda insensible ante lo que sucede y menos ante el mal que él provoca. En definitiva, lo considera como una traición a ese ser bondadoso. Por eso, asume la responsabilidad personal ante esa bondad divina. La reacción es no perder la fe en su amor. Dios es bueno, pero el pecado aparece como una infidelidad a esa bondad y como propia responsabilidad. La Iglesia ha tenido y sigue teniendo una misión importante tanto en señalar la dimensión profunda del ser humano cuanto de vivir en su seno la aspiración a ser santos como Dios es santo.

La catequesis ha presentado siempre el paralelismo entre Adán y Cristo. Pero hay que decir que este paralelismo no es plenamente coincidente, sino que es asimétrico. Es decir, que Cristo nos ha salvado sin condiciones, porque nos amó hasta el final. A la base de la historia de la salvación no está el mal de Adán, sino la obra redentora de Cristo, A ese bien nos incorporamos y así se derraman sobre nosotros todos los méritos acumulados por Cristo y sus testigos. Es el centro del mensaje cristiano, aunque esto no significa ser ingenuos ante la presencia del mal o del pecado.

Esto indica que la penitencia hay que entenderla de manera profundamente sacramental, es decir, de incorporación a Cristo. Esta unión sacramental con Él es lo que hace que la penitencia tenga un valor salvífico. Porque el don otorgado por Dios en la revelación consiste en un nuevo modo de ser. Así puede hacerse inteligible que Cristo, por su obediencia y entrega «por todos», ha determinado de modo nuevo la situación existencial de cada hombre. El cristiano ha quedado asociado definitivamente, pero en la fragilidad humana, a los méritos de Cristo ante Dios. Así se comprende que la penitencia cristiana es participación en la vida, pasión y muerte de Cristo. La penitencia se convierte, por tanto, en el clima de la vida cristiana. Esta conciencia le permite descubrir la propia miseria y explorar sus abismos poblados de pecados, para recibir la gracia de la «memoria» del Señor.

El camino de la Penitencia eclesial

El bautismo introduce, además, en el pueblo de Dios, que es la Iglesia. La conciencia de la santidad de Dios es tan viva que la primera denominación con la que se reconocen los miembros de la Iglesia es los elegidos, nación santa, sacerdocio real (1 Pe 2, 9). Pablo había declarado que la comunidad debía ser «sin mancha ni arruga» (Ef 5, 26-27). El fundamento de esta nueva conciencia estaba esencialmente ligada a la persona de Jesucristo, a quien habían sido asociados por el bautismo, y al acontecimiento de su muerte y resurrección. La «santidad» fue el primer atributo que se añadió a la palabra Iglesia. Por eso, la edad apostólica y la antigüedad cristiana han situado muy alto el nivel de las exigencias de la vida santa de sus miembros.

Esta fe tan intensa en la santidad hacía que muchas comunidades fueran reacias a permitir la presencia de pecadores dentro de ellas. Pero con el tiempo y el aumento de los fieles la cuestión se planteaba agudamente con los que, después del bautismo, volvían a una situación de pecado opuesta a la salvación recibida. En efecto, el bautismo, que corrobora la conversión y la fe, no significa una mágica impecabilidad. La realidad del pecado, del mismo modo que no desaparece del todo de cada uno de nosotros, tampoco desaparece de la misma Iglesia. La presencia del pecado en el seno de la Iglesia y de sus comunidades es otra cuestión pendiente. Sin la conciencia de esa condición quedaría vacía la constante llamada de la tradición cristiana a la penitencia. Desde esta circunstancia la tradición habla del «segundo bautismo», que no era otra cosa que la peni¬tencia eclesial, y de la cuaresma como tiempo adecuado para recibirla.

La cuestión de la Iglesia pecadora no puede dejar de afrontarse en todo momento. Los Padres eran conscientes de esta condición y de que la Iglesia debe evitar todo triun-falismo de haber conseguido la victoria final. La superación total del pecado siempre se ha confesado como un don de Dios en los últimos tiempos. Y es que eran conscientes de que la debilidad de la Iglesia y, en consecuencia, la presen¬cia del pecado en ella deriva de su carácter peregrinante hacia las moradas celestes. Esta conciencia invita a abandonar la idea de un triunfo anticipado, que significiaría una mágia impecabilidad, y libera de caer en la autosuficiencia que en el fondo es prescindir de Dios. La cuaresma recupera la invitación del Señor a rezar para que «nos libre del mal» e implorar cada día el perdón. Por eso, en la teología patrística prevaleció la alternativa de la penitencia: oraciones, ayunos, limosnas, confesión de los propios pecados… y todo cuanto contribuía a mantener limpio el rostro de la Iglesia, como el mismo martirio. Estas prácticas recordaban que los cristianos están necesitados de permanente curación.

Para los Padres, como para Pablo, el tema de la santidad de la Iglesia está relacionado con su unión esponsal con el Verbo de Dios. Pero el carácter inmaculado de la esposa, es decir, la Iglesia, nunca es una realidad terminada. Esto ha dado lugar a que los Padres vean la Iglesia simbolizada en las mujeres bíblicas, que fueron pecadoras agraciadas, es decir, fueron encontradas pecadoras y el Señor las hizo santas, las tomó manchadas y las hizo puras. Estas enseñanzas no se reducen a ilustrar la superación del pasado pecador de esas mujeres, sino que manifiestan su convicción de que el pecado es un elemento permanente en la misma Iglesia. Es santa, porque de continuo la purifica su cabeza, Cristo.

Es conocida la pugna histórica entre el rigorismo y una concepción de la Iglesia según la cual el pecado, que aparece frecuentemente en los «elegidos» y «santos», debe ser combatido constantemente mediante la conversión del corazón. La actitud rigorista ha surgido con frecuencia, como si se quisiera eludir la realidad pecaminosa de la Iglesia. La Iglesia no puede quedar reducida a ser un bas¬tión de puritanos o una reserva de elegidos y predestinados, como frecuentemente enseña la historia de reformadores radicales. Pero la alternativa al rigorismo no ha sido el laxismo. El clima penitencial no toma de hecho ni puede tomar, cuando es genuino, formas antieclesiales. Hay que reconocer que los fallos de la Iglesia debilitan la fe de muchos, pero nunca la denuncia profética del pecado eclesial tiene como objetivo desautorizarla, sino purificarla. Permanece, en todo caso, la conciencia de que la Iglesia no es comprensible, si se abandona la lucha permanente contra el pecado en su seno. La tradición penitencial cristiana se inscribe en la busqueda de una respuesta a esta cuestión.

Esa experiencia interior, humilde y paciente, no en emite juicios excesivos sobre la vida de la Iglesia. Al contrario, confiesa que en medio de tales imperfecciones la Iglesia es la Iglesia de los santos. Los mismos santos, que han sufrido más que nadie semejantes mediocridades, son los que menos han acusado. El santo es un penitente, un pecador consciente y, por eso mismo, abierto a la gracia. La Iglesia opta por reconocer que el pecado aparece frecuentemente, pero sabe que debe ser combatido mediante la conversión del pecador y no mediante su eliminación. Desde una óptica eclesial, el camino de la conversión es el instrumento con el que la Iglesia asume y afronta su condición: esposa inmaculada de Cristo y comunidad de pecadores. Lo cierto es que la humildad de la penitencia es la fuerza más auténtica de la reforma de la Iglesia y no las airadas protestas de reformismo.

La conciencia de la santidad de la Iglesia permite entrever el destino, la misión y el deber de la Iglesia en el mundo como la comunión de los fieles, que realizan su fe en la decisión de acogerse a la gracia de Cristo. Es una comu¬nidad que produce frutos de paz, reconciliación, perdón y alabanza. Junto a estas convicciones sabe también que debe seguir pidiendo, veraz y humildemente, «perdónanos nuestras ofensas». Las advertencias evangélicas van en la dirección de poner en guardia sobre la confusión entre una fe firme y una falsa seguridad: oración del fariseo y del publicano (Lc 18, 9-14). Semejantes textos no se refieren solamente al momento inicial de la Iglesia, sino que tienen validez para toda la existencia de la misma. El Nuevo Testamento habla, ciertamente, de las seguridades que han sido dadas a la Iglesia, pero también de la posibilidad de abusos y caídas. La Iglesia confiesa que está salvada en Cristo, pero el triunfo definitive no llega hasta que todos estén salvados.

La Cuaresma, tiempo de conversión

Las palabras que acompañan el rito de la ceniza Conviértete y cree en el evangelio (Mc 1, 15) condensan el mensaje anunciado por Jesús. Su predicación se orienta a que todos tomen conciencia de que la vida está guiada por Dios. La llamada a la conversión está indisociablemente unida al anuncio de la llegada de su reinado. Sin conversión no llega ese reino. Conversión del corazón significa invertir la tendencia de construir el núcleo más íntimo de nuestras vidas en torno al yo y poner en el centro a Dios. En palabras de san Agustín: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia» (La ciudad de Dios XIV, 28, Obras XVII, 137).  La conversión es, ante todo, radical y profunda para romper la vida petrificada y sin poros hacia Dios. El amor divino es siempre el mejor resorte para mover a este esfuerzo. La conversión no consiste en que, de repente, nos pongamos a ser buenos, para evitar que Dios descargue su venganza sobre nosotros, sino en reconocer ante su presencia misericordiosa nuestra infidelidad y olvido.

Las tentaciones de Jesús en el desierto ilustran este aspecto de prueba de la vida cristiana y son un buen guión para un análisis de nuestra conciencia (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-15; Lc 4, 1-13). Se trata en substancia de poner a Dios en el lugar que le corresponde, sin negar la importancia de la creación y su sentido. El hombre ciertamente vive de pan, pero no sólo de pan, sino de «toda palabra que sale de la boca de Dios». Cuando todo queda reducido a lo útil, falta la gratuidad de la Palabra divina; cuando se pretende afirmarse por el poder y la gloria, falta la sumisión al Señor; cuando se entiende la acción de Dios con un sentido mágico, falta el abandono en Él. Esta es la prueba que tenemos que superar. Podría aspirarse a una vida fácil sin tentaciones ni pruebas, pero sería ilusoria porque resultaría artificial. Pues Jesús nos ha dado el camino de la opción a realizar para que nuestra vida sea salvada. La vida no nos exime de las pruebas, pero la enseñanza de Cristo descarta la última derrota.

El pasaje de Lucas (15,11-32), [Parábola del Hijo pródigo] que recordamos en cuaresma, es toda una justificación y una defensa incuestionable de Dios como Padre que, viendo de lejos que su hijo vuelve, sale a su encuentro para hacerle menos penosa y más humana su vuelta. Jesús propone esta imagen de Dios, que ofrece a los pecadores y perdidos oportunidades infinitas de perdón, para responder a los que se escandalizan de este modo de actuar. Por eso antes que el personaje del hijo que se arrepiente, está la persona del Padre, de Dios, que nunca abandona a sus hijos, que nunca los olvida y que organiza una fiesta por la recuperación del hijo perdido. Por eso lo que más importa en nuestra vida no es lo que nosotros hacemos, sino lo que le dejamos hacer a Dios en nosotros.

Las lecturas de los domingos de cuaresma presentan los motivos fundamentales de la conversión cristiana. Recuerdan las intervenciones maravillosas de Dios para iluminar así nuestras pruebas y dar sentido a nuestra vida. Por eso leemos unos textos muy comentados en la tradición cristiana: el relato de la vocación de Abrahán, la revelación de ser pueblo elegido de Dios con quien hace una alianza; las enseñanzas de Pablo a las comunidades cristianas a quienes define ciudadanos del cielo (Flp 3, 20). Son una invitación a renovar el motivo decisivo de la conversión, que consiste en buscar y dirigirse a Dios, compasivo y misericordioso, que tiene infinita paciencia.

    La doctrina y la vida de Jesús son siempre el mejor estímulo para nuestra conversión. Todos los ejemplos humanos que pudiéramos proponer, de un modo o de otro, terminarían por defraudarnos. Por eso, es importante reconocer en la conducta de Jesús con los pecadores una intención explícita: reflejar y actualizar el amor reconciliador del Padre. Las parábolas de la misericordia pronunciadas por Él describen la experiencia del perdón, que es siempre liberadora. La cuaresma proclama la misericordia divina, que nunca se agota en el ofrecimiento del perdón de los pecados. Para tomar conciencia de cuanto obstaculiza el proyecto de Dios en la historia vale más su amor como lo presenta Jesús, que el escepticismo o la atracción de los proyectos humanos. La presencia amorosa de Dios es una invitación sugerente a descubrir la propia falta.

La meta es la Pascua

Si la Pascua es el centro de las celebraciones cristianas se adivina que la cuaresma sólo tiene razón de ser como inicio y encaminamiento a la misma. La imagen del desierto, que acompaña este tiempo, es sin duda morada de prueba, pero en todo caso es una residencia de tránsito. Por eso no seríamos fieles al espíritu cuaresmal si no evocáramos que todo este clima conduce a la Pascua. El desierto de Jesús o del pueblo elegido es lugar de paso, no residencia permanente. La conversión se ordena a preparar la intervención y venida de Dios. Nuestra conversión y nuestra penitencia deben llevarnos a participar en el sufrimiento y en la resurrección del Señor e introducirnos en el gozo y la gloria de su amor victorioso.

Es preciso destacar esto porque, a veces, concentrados en la dureza del camino, corremos el riesgo de olvidar la alegre esperanza del fin. Lo que realmente queremos preparar es la Pascua del Señor. Pero este gesto magnífico sólo lo vieron los que creyeron. Sin esa elección creyente Dios desaparece del horizonte de nuestra historia. La palabra de Dios grita en muchos momentos: «¡escucha, pueblo mío!».

Esta insistencia se debe a que con facilidad su pueblo pierde la orientación y el sentido de la vida, que lo encuen¬tra en la Pascua. Cuando el pueblo judío estaba desalentado por la vida de exilio y por la pérdida del país prometido, entonces recordaban la llamada de Abraham como ejemplo de que la fe en la promesa de Dios no falla. Ante el desconcierto que produce en los apóstoles el final trágico de Jesús que se preveía, la transfiguración es una revelación de la fuerza de Dios en la debilidad humana, en la muerte de Jesús. San Pablo puede confortar a los discípulos diciéndoles: El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa (Flp 3, 21). Lo mismo nos sucede a nosotros cuando el cansancio y la derrota se hacen presentes. Las lecturas de cuaresma evocan las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, para iluminar nuestras pruebas y dar sentido a nuestras vidas. La meta de las celebraciones cuaresmales es la Pascua.

FUENTE: CELADA LUENGO, Gregorio; La Cuaresma, estima de la vida en Jesucristo, en Vida Sobrenatural, nº 643, 2006, p. 88-89.

Gregorio Celada Luengo