La espiritualidad profética y de los salmos

Los profetas predicaron con determinación para purificar la religión hebrea. Los salmos expresan con belleza tanto oraciones colectivas como personales.


¿Cómo surge la monarquía en el pueblo de Israel?

Tras conquistar la Tierra Prometida en los siglos XIII-XI a.C., el pueblo de Israel pasó a ser una monarquía con el rey Saúl († 1007 a.C.) en torno al año 1030, aunque teniendo a Dios como gobernante supremo. Con los reyes David (ca. 1040-970 a.C.) y Salomón (ca. 1011-931 a.C.) la monarquía llegó a su apogeo, pero después entró en crisis y ello provocó la división en dos reinos (931 a.C.): el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá).

En el año 722 el Reino del Norte fue conquistado por el Imperio Asirio, y un siglo y medio después, Nabucodonosor (ca. 630-562 a.C.) –emperador de Babilonia– se hizo con el control del Reino del Sur, deportando a una parte de la población, fundamentalmente a la clase alta, en los años 597 y, sobre todo, 587 a.C.

Dio comienzo entonces el difícil periodo del exilio babilónico, que duró aproximadamente medio siglo, hasta que el emperador de Persia, Ciro (ca. 600-530 a.C.), conquistó Babilonia y promulgó en el año 538 a.C. un edicto en el que permitía a los hebreos regresar a su tierra.

Puede considerarse la invasión de Nabucodonosor como el principal origen de la diáspora, formada por esos miles de judíos que fueron deportados a Babilonia y por otros miles que huyeron a Egipto y a otras regiones fuera de Palestina, o que emigraron en busca de mejores condiciones de vida.

Muchos de estos judíos, y sus descendientes, no regresaron a vivir a Palestina, pero tampoco olvidaron sus raíces culturales y religiosas, es más: las robustecieron. Desde entonces siempre ha habido diáspora, sobre todo a partir de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Ciertamente, la diáspora ha determinado la esencia del pueblo judío.

¿Qué autoridades religiosas judías había?

En la época monárquica, el pueblo de Israel contaba con tres tipos de autoridades religiosas: los sacerdotes, los sabios y los profetas.

  • El cargo de sacerdote pasaba de padres a hijos.
  • El de sabio se adquiría por méritos propios.
  • Y el de profeta venía dado por una llamada vocacional de Dios.

Mientras que los sacerdotes daban a conocer la Ley Mosaica y los sabios eran especialistas en dar consejos, los profetas, en cambio, transmitían por medio de oráculos aquello que Dios les comunicaba. Así, dado que los sacerdotes y los sabios eran mantenidos económicamente por los reyes y estaban sujetos a su autoridad, Dios recurría a los profetas –que eran personas independientes– para denunciar, corregir y transmitir esperanza a los reyes, los sacerdotes y a todo el pueblo en general.

Éste es el relato de la vocación de Jeremías (ca. 650-586 a.C.) que vivió en Jerusalén y sufrió la invasión babilónica:

«La Palabra del Señor llegó a mí en estos términos: “Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones”.

Yo respondí: “¡Oh, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven”. El Señor me dijo: “No digas: ‘Soy demasiado joven’, porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor–”.

El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: “Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar”» (Jer 1,4-10).

¿Cuáles son las características de los profetas y de su espiritualidad?

Aunque los profetas tenían su propia personalidad y Dios les guiaba a cada uno de modo diferente, podemos distinguir en su espiritualidad dos elementos comunes que influyeron mucho en el pueblo de Israel –y después en la Iglesia–: el envío misionero y la transmisión de la Palabra de Dios. Veamos cómo ambos elementos los encontramos en el texto de Jeremías que acabamos de citar.

Sabemos que el verdadero profeta no escogía este oficio ni lo heredaba de su padre, sino que le era encomendado por Dios por medio de una llamada con la que le enviaba a predicar su Palabra, como hizo con Jeremías: «tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene» (Jer 1,7). Por eso los profetas se sentían «enviados». No actuaban por propia iniciativa, sino que eran guiados desde lo Alto. Eran «hombres de Dios» cuya misión se apoyaba, no en un cargo institucional ni en sus conocimientos, sino en su fe y en su experiencia espiritual de Dios.

¿Quiénes eran los falsos profetas?

Ciertamente, abundaban los «falsos profetas», los cuales se ganaban la vida alabando –supuestamente de parte de Dios– a los reyes y pronosticando al pueblo un futuro lleno de bienestar. A éstos les iba muy bien porque decían lo que su público quería escuchar. Pero el verdadero profeta era el «portador de la Palabra de Dios». Cuando hablaba cumpliendo un mandato divino sólo podía decir lo que Dios le transmitía, nada más: «Yo pongo mis palabras en tu boca» (Jer 1,9) le dijo Dios a Jeremías.

Cuando la Palabra de Dios atacaba de frente a los poderosos, resultaba muy peligroso. No era fácil predicar en contra de lo que el rey y el pueblo querían escuchar. Por eso Dios le dijo a Jeremías: «No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer 1,8).

Alababan a los reyes y proclamaban lo que el pueblo quería escuchar

La Palabra de Dios busca transformar los corazones de la gente y reconducir por el buen camino a su pueblo. Pero toda transformación, toda reconducción, supone desmontar lo que hay, para después poder montar algo nuevo. Así lo escuchó Jeremías de boca de Dios: «Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (Jer 1,10). En efecto, Dios había visto que el pueblo al que sacó de Egipto y con el que estableció una Alianza, no le era fiel, pues a veces le rendía un culto falso y superficial o, peor aún, adoraba a otros dioses.

En ocasiones, los israelitas preferían poner su confianza en las posesiones o el poder, y su corazón se extraviaba dejándose llevar por sus instintos y caprichos, no por la Ley. Todo esto hacía que el pueblo se alejase de Dios y cayese en la esclavitud del pecado. De todo esto hablaban los profetas en sus oráculos de condena y también advertían de los duros castigos que las gentes iban a sufrir si no se convertían de todo corazón.

Veamos, por ejemplo, lo que profetizó Amós, cuya actividad se desarrolló en el Reino del Norte en tiempos del reinado de Jeroboam II (ca. 782-ca. 743 a.C.):

«Así habla el Señor: “Por tres crímenes de Judá, y por cuatro, no revocaré mi sentencia. Porque despreciaron la Ley del Señor y no observaron sus preceptos; porque les extraviaron sus falsos dioses, a los que habían seguido sus padres, yo enviaré fuego contra Judá y él consumirá los palacios de Jerusalén”.

Así habla el Señor: “Por tres crímenes de Israel, y por cuatro, no revocaré mi sentencia. Porque ellos venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisotean sobre el polvo de la tierra la cabeza de los débiles y desvían el camino de los humildes; el hijo y el padre tienen relaciones con la misma joven, profanando así mi santo Nombre; se tienden sobre ropas tomadas en prenda, al lado de cualquier altar, y beben en la Casa de su Dios el vino confiscado injustamente”» (Am 2,4-8).

¿Porqué luchan los profetas contra el culto a los Baales?

Es importante resaltar que los profetas, gracias a sus denuncias, ayudaron al pueblo de Israel a tomar conciencia de que su Dios era el único Dios verdadero, mientras que los otros dioses no eran más que ídolos. Es lo que se llama monoteísmo estricto, que después tomarán el cristianismo y el islam.

Además, el profeta también infundía esperanza, pues anunciaba que Dios, a pesar de todo, nunca abandona a su pueblo, porque siempre es fiel. Dios llevaba a Israel en su corazón y, por más que pecase, por más que se extraviase, Él siempre estaría a su lado para reconducirlo. El profeta Oseas habla de esto simbólicamente cuando nos cuenta que una esposa (el pueblo de Israel) ha engañado a su Esposo (Dios) con otros hombres (los Baales), pero el Esposo la quiere volver a enamorar:

«Por eso, yo la seduciré, la llevaré al desierto y la hablaré a su corazón. Desde allí le daré sus viñedos y haré del valle de Acor una puerta de esperanza. Allí ella responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Aquel día –oráculo del Señor– tú me llamarás: “Mi Esposo” y ya no me llamarás: “Mi Baal”. Le apartaré de la boca los nombres de los Baales, y nunca más serán mencionados por su nombre. Yo estableceré para ellos, en aquel día, una alianza con los animales del campo, con las aves del cielo y los reptiles de la tierra; extirparé del país el arco, la espada y la guerra, y haré que descansen seguros. Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor» (Os 2,16-22).

Este texto nos habla de los Baales y del desierto, dos términos muy importantes porque nos ayudan a comprender la espiritualidad anunciada por los profetas. Hemos visto que la espiritualidad nómada de los hebreos era muy diferente a la agrícola. Cuando el pueblo de Israel se asentó en la Tierra Prometida, tomó contacto con los pueblos agrícolas cananeos, cuyo nivel cultural y material era superior, y éstos les transmitieron su religiosidad cósmica basada en el culto a los dioses Baales. Se trataba de una religiosidad muy bien adaptada al mundo agrícola.

A causa de la influencia cananea, cada vez que los hebreos sufrían una catástrofe natural, como sequías, tormentas o epidemias, muchos acudían a los Baales –y no a Dios– para implorarles ayuda. Ciertamente, lo normal hubiese sido que la religión hebrea hubiera sido reemplazada por la religión cósmica de los cananeos. Pero los profetas predicaron denodadamente para purificar la religión hebrea, y lo consiguieron. Por medio de ellos, Dios comunicó a su pueblo que no era un «dios cósmico» que les hablaba a través de los Baales, sino el Dios de la historia, el Dios que acompañaba a su pueblo en los avatares de la vida y le guiaba hacia la salvación.

En el fondo, los profetas trataron de recuperar la espiritualidad que Dios comunicó al pueblo de Israel en su éxodo por el desierto. De ahí que los profetas hablasen del desierto como de un ámbito espiritual de encuentro íntimo con Dios. No consistía, obviamente, en recuperar la vida nómada, sino en rescatar la originaria vivencia espiritual de los ancestros hebreos.

¿Qué son los salmos? ¿Cuál es su espiritualidad?

Los 150 salmos que recoge la Biblia fueron inspirados por el Espíritu Santo a lo largo de un amplísimo periodo que abarca desde tiempos anteriores a la monarquía hasta el siglo III a.C., cuando fueron recopilados y tomaron su forma definitiva. Se caracterizan por ser textos poéticos en los que una persona o todo el pueblo de Israel expresan a Dios su oración ante muy variadas circunstancias.

Fueron escritos siguiendo los parámetros culturales y religiosos de su época, por eso, en ellos aparecen ciertas expresiones que en la actualidad resultan difícilmente compatibles con la espiritualidad de los Evangelios. Nos referimos, por ejemplo, a frases como ésta: «Capital de Babilonia, criminal, dichoso el que pague el mal que nos has hecho, dichoso el que agarre a tus hijos y los estrelle contra la roca» (Sal 137,8-9).

Para entender estas expresiones es útil conocer las circunstancias en que fueron escritas y cómo han sido interpretadas en el seno de la Iglesia, generalmente de un modo alegórico o simbólico. De todas formas, muchas de estas expresiones han sido eliminadas de los salmos que se rezan en la liturgia de la Iglesia para evitar confundir al pueblo fiel.

¿Qué expresan los salmos?

Es importante tener presente que los salmos son una expresión de profundos sentimientos. Muestran íntimas vivencias que los salmistas expresaron a Dios con gran fuerza y belleza. Gracias a ello, los salmos son la oración más empleada por judíos y cristianos, porque al rezarlos participamos de los sentimientos de aquellos que los compusieron.

Todos los creyentes vivimos momentos de desesperación, tristeza, alegría o júbilo, y todos necesitamos expresar a Dios nuestra gratitud y alabanza por los muchos dones que Él nos da, o suplicarle su ayuda, o pedirle perdón por nuestras faltas y pecados. Todo eso, y mucho más, lo encontramos en los salmos.

«A ti, Señor, me acojo:

no quede yo nunca defraudado;

tú, que eres justo, ponme a salvo,

inclina tu oído hacia mí;

ven aprisa a librarme,

sé la roca de mi refugio,

un baluarte donde me salve,

tú que eres mi roca y mi baluarte;

por tu nombre dirígeme y guíame:

sácame de la red que me han tendido,

porque tú eres mi amparo.

A tus manos encomiendo mi espíritu:

Tú, el Dios leal, me librarás» (Salmo 31,1-5).

Si bien los salmos eran –y son– empleados asiduamente en celebraciones litúrgicas, en ellos se dice claramente que Dios no aprecia el ritualismo superficial sino el culto que le hacemos mediante nuestras buenas obras, teniendo un corazón puro, humilde y arrepentido, y siguiendo su divina voluntad. Por ello, en los salmos se pone en evidencia a los malvados y se ensalza a los justos:

«Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda

y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente

y práctica la justicia,

el que tiene intenciones leales

y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo

ni difama al vecino,

el que considera despreciable al impío

y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró

aún en daño propio,

el que no presta dinero a usura

ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará» (Salmo 15).