El silencio como práctica

«El Señor Dios formó al hombre de arcilla y sopló en su nariz aliento de vida» (Gén 2,7)

En el Génesis hay un pasaje que nos puede situar ante la práctica del silencio. En su capítulo 2 se puede leer: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo».

Aquí se ve cómo el hombre está hecho de arcilla, es decir, tiene un cuerpo, y cómo recibe un soplo. Este soplo es su espíritu. No existe separación entre lo uno y lo otro. Todo lo que se vive en el cuerpo se vive en la conciencia. Nuestra arcilla está hecha para llenarla de vida, para llenarla de Dios. Nuestro cuerpo es nuestro hogar. Todo se refleja en él. Así pues, en la meditación es necesario atender al cuerpo buscando una postura justa. Buscando el propio equilibrio. La movilidad del cuerpo habla de nuestra poca salud. No favorece al Silencio el moverse continuamente. Y luego es necesario atender a la respiración, al soplo. Estar atentos a este espíritu. Respirar. Uno es según respira. La atención en la respiración es la atención al gesto de Dios que nos da su vida. Es cuestión, sólo, de respirar para disfrutar de este don. Cuando se respira con atención nos damos cuenta de cómo estamos realmente. Se dice: «No tengo tiempo ni para respirar». En el silencio es lo único que hay que hacer. Sólo esto ya es bastante.

En la meditación hay que estar atentos porque tenemos dos grandes riesgos: fugarnos hacia arribapensando, divagando, discurriendo, imaginando, o fugarnos hacia abajorelajándonos, durmiéndonos, evadiéndonos. Cuando nos demos cuenta de que algo de esto nos está sucediendo, nos tenemos que volver de nuevo hacia el centro de nuestra atención, es decir, nuestra respiración. Por último, hay que señalar que no es necesario manipular, ni dirigir nuestro aliento. Simplemente observar y..., practicar, practicar...