Semblanza espiritual

Jordán tenía un alma pura y sincera, modelada por la fe. Era bondadoso con los pobres. Siendo estudiante Jordán se distinguía ya por su amor a Dios y a los pobres, por el cultivo de la ciencia y de la amistad. Respecto a su caridad con los pobres, Gerardo de Frachet nos dice que “tenía unas entrañas tan tiernas para con los miserables y afligidos que rara vez o nunca, a pesar de que no andaba sobrado, algún pobre se alejó de él sin limosna, y tenía por costumbre dar limosna al primer pobre que le salía al encuentro por la mañana, aunque no le pidiese nada”[1] (c. 2).

Jordán meditó y trató de poner en práctica esas palabras de san Pablo que dicen: me he hecho todo para todos. Así lo confiesa él mismo: “Si me hubiera pasado en la Universidad estudiando una ciencia cualquiera tanto tiempo como he dedicado a meditar esta palabra del apóstol que dice: me he hecho todo para todos, ya hace tiempo que sería maestro. Durante toda mi vida me he preocupado de ese gran problema que consiste en conformarse a las necesidades de los que nos rodean, sin dejarse nunca deformar por su contacto. Sí, siempre y en todo lugar me he hecho todo a todos preocupándome sucesivamente de los caballeros, de los religiosos, de los clérigos, de las almas tentadas”. Esta caridad -nos dice Gerardo de Frachet- es la que sin duda puso en sus labios palabras de fuego.

Jordán resume la vida dominicana en tres cosas: vivir honestamente, estudiar y enseñar. Ese fue el ideal que trató de plasmar a lo largo de su vida.

Jordán tenía un corazón desbordante de ternura. Era una persona encantadora, ecuánime. Sabía dar un tono gracioso e ingenioso a todas las cosas. A todos proporcionaba esa palabra que consuela, pacifica y levanta. Tenía esas virtudes de fondo que imponen respeto y confianza: la austeridad de vida, la integridad de costumbres, la rectitud de corazón y el olvido heroico de sí mismo. Sus contemporáneos le dieron el título de Padre dulcísimo (dulcissimum Pater). La dulzura es una de las características que mejor le definen. En las narraciones biográficas que han llegado hasta nosotros apenas se encuentra una acción o una palabra severa, por el contrario, todo transpira dulzura, indulgencia, paciencia y perdón. Eso impresionó ya a sus contemporáneos. Gerardo de Frachet nos dice que era dulce, indulgente y compasivo con los frailes; les ayudaba con todas sus energías; excusaba incluso sus deficiencias porque deseaba conducirlos al bien más por la dulzura y la mansedumbre que por la austera disciplina.

Su palabra era graciosa, chispeante de espíritu, penetrante como fina espada. Cuando era necesario su palabra se volvía fulminante como el rayo. Manejaba la palabra como un artista, seguro de sus golpes, iba derecho al objetivo que quería golpear.

El historiador Mortier nos dice que Jordán era amable en su acogida; de formas suaves; siempre de buen humor, con frecuencia jovial. Su bondad desarmaba todas las cóleras. Era el predicador ideal, el prototipo de la Orden.

En su relación con Dios Jordán encontró las gracias privilegiadas que hicieron de él una de las más bellas figuras de la Orden de Predicadores y uno de los grandes hombres de su siglo. Siendo estudiante asistía temprano a “maitines”, a la iglesia catedral de Notre-Dame de París, a veces llegaba a la iglesia antes de que abrieran sus puertas; entonces se paseaba por el atrio de la catedral meditando los misterios de la vida del Señor hasta poder entrar en la iglesia.

Después de su entrada en la Orden nada pudo apartarlo de la oración, si siquiera las numerosas ocupaciones de su cargo. Se ponía de rodillas, con el cuerpo inmóvil y las manos juntas y así se pasaba tanto tiempo que mientras tanto se podían caminar ocho millas. Como Domingo, prolongaba su oración después de completas o maitines. No abandonaba este espíritu de oración durante sus viajes. A pesar de la fatiga, la distracción y su débil salud, minada siempre por las fiebres, hacía en sus viajes una vida de recogimiento y oración.

Jordán heredó de Domingo la devoción filial a la Virgen María. Les decía a los frailes que en la Orden debía conservarse el culto a la Virgen María con especial atención; porque los nuevos predicadores estaban entregados a la vida apostólica más que los otros, tenían más necesidad de ser socorridos por ella. Jordán confió a la Virgen María el gobierno de la Orden.

En el Capítulo General de 1225 Jordán propuso que se cantara en toda la Orden, tanto en los conventos de los frailes como en los monasterios de las monjas, la antífona Salve Regina. Este ejercicio se convirtió en unas de las tradiciones más queridas de la familia dominicana y en una de las devociones más apreciadas por los fieles que frecuentaban nuestras iglesias. El canto de la Salve tuvo un lugar importante en la liturgia de la Orden, y la procesión que lo acompañaba se convirtió en una de las ceremonias más bellas y en uno de sus ritos más característicos. A propósito de la Salve, Jordán escribe: “¡Cuántas lágrimas de devoción han corrido con ocasión de esta alabanza a la Madre de Jesucristo!¡Qué dulzura ha derramado ella en las almas de los que la cantaban, de los que la escuchaban! ¿En qué corazones no ha ablandado la dureza o inflamado el ardor? ¿Acaso no creemos que la Madre del Redentor se enternece con esos acentos y se alegra con esta alabanza? Un hijo de Dios, religioso fervoroso y digno de fe, me ha contado que, con frecuencia, cuando los frailes cantaban: Eia ergo advocata nostra, vio a la Madre del Salvador postrada ante su Hijo y rogando por la conservación de la Orden. Recordamos estas cosas aquí para que se acreciente cada vez más el piadoso entusiasmo de los frailes a cantar las alabanzas de la bienaventuranza Virgen María”.

 

[1] G. DE FRACHET, Vidas de los Hermanos, en L. GALMES, V. T. GÓMEZ (Dirs.), Santo Domingo de Guzmán. Fuentes para su conocimiento, BAC, Madrid 1987, p. 442.