Condiciones para proclamar la Palabra

Presentación

La obra «De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem» constituye la estructura vertebral de la doctrina teológica de Las Casas y la aportación, científicamente más rigurosa al argumento, de valor universal, de la evangelización pacífica. Tan unificadora es esta obra de todo su pensa­miento que, cuando leemos, por ejemplo, la Apología, el De Thesauris, la misma Historia de las Indias, Aquí se contienen treinta proposiciones muy jurídicas, Tratado comprobatorio del imperio soberano, etc., no podemos por menos que admitir que todos ellos hallan su fuente doctrinal y su influencia en el ámbito operativo, en el De unico vocationis modo.

                       El estudio y el conocimiento de este tratado ofrece una visión suficien­temente amplia, tanto de la personalidad del P. Las Casas, como de su formación teológica, y nos introduce en la dinámica de una acción univer­salmente reconocida en el título de «Defensor de los Indios», equiparable, sin duda, al más englobante de «Defensor de los Hombres».

Admitimos con satisfacción que el interés por toda la obra del P. Las Casas ha crecido de modo impresionante estos últimos años; y en especial, la curiosidad por este Tratado que presentamos. Todo esto es de alabar, porque ello contribuirá grandemente a dar un poco de serenidad a todos los que, en las actuales circunstancias históricas, se ocupan de estudiar la magni­tud de los acontecimientos del s. XVI, que tuvieron relación directa con el descubrimiento y evangelización del Nuevo Mundo.  (Jesús Angel Barreda,  Aproximación histórica. Fray Bartolomé de las Casas. Obras Completas 2. ( Madrid Alianza Editorial,  1990, .1).

Texto:

De todo lo que antecede [sobre San Pablo] pueden colegirse las cinco partes que integran o constituyen la esencia de la forma de predicar el  Evangelio, de acuerdo con la intención y el mandato de Cristo.

                            La primera, según el Crisóstomo, es que los oyentes, sobre todo infieles comprendan quelos predicadores de la fe no tienen ninguna intención de adquirir dominio sobre ellos con la predicación.

                            Y por eso dijo que nunca usó del lenguaje de adulación, ni hubo en su predicación ningún engaño, cosa propia de seductores que pretenden invadir y dominar. Pues no puede decirse  que adulamos para dominar, que es a lo que se refiere aquello: Ni buscando gloria humana, ni de vosotros, ni de nadie; pues podía despertar sospechas a esta alabanza. Así que dice todo esto para alejar cualquier sospecha, según el Crisóstomo.

                            La segunda parte consiste en que los oyentes, y sobre todo los infieles,entiendan que no los mueve a predicar la ambiciónde tener.

                            Por eso dice: Ni con pretextos de codicia; esto es, según san Anselmo72, no hemos predicado con la intención u ocasión de apropiarnos de vuestros bienes, teniendo presente la palabra del Señor con que prohibió a los apóstoles que poseyeran oro, plata o dinero, arrancando la raíz de todos los males. Porque como dice Jerónimo Super Matthaeum, si hubieran llevado estos bienes, podría parecer que no predicaban por la salvación de los hombres, sino por enriquecerse y como consecuencia, se despreciaría su doctrina, teniéndola por una verdad sospechosa. Sobre este punto dice el Crisóstomo: En virtud de este precepto no era fácil, en primer lugar, que sus discípulos se hicieran sospechosos; en segundo lugar, tos libra de toda solicitud, la cual, por el contrario, debe consagrarse del todo a la palabra de Dios; y por eso dijo: Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicar el evangelio de Dios con mucha solicitud. Y en tercer lugar, les enseña a ellos su poder, lo que les recordó después con estas palabras: «¿Acaso os faltó algo? (Lc. c. 32).

La tercera parte consiste en que los predicadores se comporten de talmanera dulces y humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus oyentes, sobre todo infieles, que estos quieran oírlos gustosamente y tengan su doctrina en la mayor reverencia.

        Por eso dice: Nos hicimos pequeños, o según el Crisóstomo, como dije, apacibles: No ordenamos nada oneroso, nada molesto, nada pesado, nada que sepa a orgu­llo, dice el Crisóstomo en la homilía 2a sobre la epístola citada. Y añade: En medio de vosotros, que es como si dijera: no alcanzamos una condición superior sirviéndonos de vosotros. Y en la siguiente homilía dice: Es necesa­rio que el maestro no haga con desagrado nada de lo que concierna a la salvación de los discípulos. Porque si el bienaventurado Jacob se fatigaba noche y día en la guarda de los rebaños, con mucha mayor razón es necesario que aquél a quien están encomendadas las almas, ya se trate de una obra laboriosa, ya de una sencilla, lo haga todo, no atendiendo sino a una sola cosa; a saber, a la salvación de aquéllos a quienes instruye y la gloría de Dios que de allí se deriva.

                   Y Atanasio sobre aquello: Nos hicimos párvulos, dice: esto es, benignos y nada pesados. O pequeños, es decir, libres de maldad y sin ambición de gloria. Porque los que son de esa edad tan tierna en nada de esto piensan.

                   Sobre las palabras: Como una madre que cuida con cariño a sus hijos, dice el Crisóstomo: Tal debe ser el maestro. ¿Acaso la madre adula para alcanzar gloria con ello? ¿Acaso exige dinero a sus pequeños hijitos? ¿Por ventura les es molesta y gravosa? ¿Por ventura no son más cariñosas que las mismas madres?73 Expresa aquí el afecto del amor. Si tenemos, dice, un ánimo inclinado y deseoso de vosotros, es que estamos ligados a vosotros. Y no sólo no recibimos nada, sino que, si fuera necesario, no nos negaríamos a dar también nuestra propia vida. Y Atanasio, sobre aquello: como una madre que amamanta, dice: Aquí se manifiesta la grandeza de la benevo­lencia. Es necesario, pues, que el maestro se distinga por su benignidad y benevolencia con aquellos a quienes enseña, aunque los halle contumaces, como acostumbra conducirse la madre que amamanta, con el niño que está criando, aunque se vea golpeada y arañada por él. Y según Primacio sobre las mismas palabras: Humillándose y haciéndose en todo igual al niño, a fin de llevarlo con su ejemplo a cosas mayores; porque incluso, hasta balbucea en ¡as palabras, come poco a poco, y anda lentamente con él para que se acos­tumbre.

                        Anselmo también lo comenta aquí: La que se sienta en tierra y acoge a los hijos en su regazo, y los alimenta con su leche, y los consuela acariciándolos; y balbuciendo les enseña a hablar. Así también nos  hemos humillado por vosotros, y con afecto maternal os hemos llevado, calen tándoos pacien­temente en el regazo de la piedad; y os hemos alimentado con la leche de la iniciación, y os hemos consolado con las caricias de las promesas celestiales; y como balbuceando, os hemos hablado de la humanidad de Cristo, para enseñaros a pronunciar el Verbo de su divinidad. Así él.

                        Al predicador de la verdad, por tanto, le son necesarias la mansedumbre y los halagos para atraer a los hombres a Cristo, incluso con aquellos que resisten la verdad, o no quieren oír, o desprecian lo que han oído. De esta manera enseñaba san Pablo a Timoteo (2, c.2): Al siervo de Dios no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, que corrija con mansedumbre a los adversarios; por si Dios le otorga la conver­sión que les haga conocer plenamente la verdad, y volver al buen sentido, librándose de los lazos del diablo que los tiene presos, rendidos a su voluntad. Esto se dice allí. No me digas, dice el Crisóstomo, sobre el salmo 119, que es un hombre malvado y no puedes soportarlo. Pues precisamente se ha de mostrar la mayor mansedumbre sobre todo cuando tengamos que tratar con hombres crueles y ásperos; cuando tengamos que tratar con aquéllos que desconocen por completo lo que es humanidad y mansedumbre. Entonces es cuando se manifiesta la virtud, entonces es cuando brillan con más claridad su cargo, su oficio y sus frutos.

                        Y en el cap. 33, In Genesim, homilía 69, dice el mismo Crisóstomo: Esto es propio de la más alta virtud, que no solamente amemos con gran solicitud y les sirvamos de todos modos a quienes son afines, sino también a aquéllos que quieren sernos contrarios; con la asiduidad de atenciones nos los ga­nemos como amigos. Porque nada hay más fuerte que la mansedumbre; así como la hoguera cuando se enciende con exceso, arrojándole agua se regula, así también la palabra dicha con mansedumbre apacigua el ánimo más en­cendido que un horno. Esto dice el Crisóstomo.

                        Con esta virtud de la mansedumbre estaba adornado Pablo en el grado más alto, y de ella usaba incesantemente con aquellos a quienes predicaba, también con los perseguidores, hasta que lograba ganarlos a todos para Cristo. Así como un padre indulgentísimo se apega amorosamente al hijo frenético, y cuanto más atacado se ve de éste con injurias y golpes, tanto mas se duele de él, y lo llora; así Pablo, que sopesaba el furor por la magnitud de las pasiones de aquéllos que lo atormentaban, les aplicaba a ellos mayores bálsamos de piedad. Oye, pues, con cuánta paciencia, con cuánta manse­dumbre nos habla en favor de aquéllos que cinco veces lo flagelaron, que lo cargaron de cadenas, que muchas veces lo encarcelaron, que estaban sedien­tos de su misma sangre, y que cada día deseaban con ansiedad despedazarlo; testifico, dice, en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento (Rom., cs.10 y 11).

                        La cuarta parte de la forma de predicar, más necesaria que las otras, al menos para que la predicación les sea provechosa al predicador, claramente se colige de todo esto. Ella esel amor de caridad con que Pablo acogía a todos los hombresdel mundo para que se salvaran; hermanas gemelas de la caridad son la mansedumbre, la paciencia y la benignidad. La caridad es sufrida, es bienhechora y lo soporta todo (1 Cor., cap. 13).

               Si quieres comprobar cuán grande es la fuerza de la caridad que ardía en sus entrañas, oye: Amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el evan­gelio de Dios, sino también nuestro mismo ser, porque habéis llegado a sernos muy queridos. Nadie tiene amor más grande, que el que da su vida por sus amigos (Jn., c.15). Además, por lo que respecta a la benignidad y modestia aún con sus perseguidores y con los que rehusaban adherirse a la doctrina de fe que predicaba, oye lo que dice a los Corintios: Temo, dice, que en mi próxima visita Dios me humille por causa vuestra, y tenga que llorar por muchos que anteriormente pecaron, y todavía no han hecho pe­nitencia por sus actos de impureza, fornicación y libertinaje (2 Cor., c. 12). Y a los Gálatas: Hijitos míos, por quienes de nuevo padezco dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros (cap. 4).

Y a propósito de aquél que había sido fornicario, no poco se duele del que ya se lamentaba por su pecado, e intercede por él diciendo: Revivid la caridad para con él; sino que incluso, cuando separaba a alguien del cuerpo de la iglesia, lo hacía con muchas lágrimas y gemidos: Os escribí, dice, en una gran aflicción y angustias de corazón, con muchas lagrimas; no para contristaros, sino para que conociérais el amor desbordante que sobre todo a ge vosotros os tengo (2 Cor., cap. 2). Y dice también: Con los judíos me he hecho judío...; con los que están bajo la ley, como quien está bajo la ley. Me be hecho débil con los débiles; me he hecho todo [para todos] para salvar a todos (1 Cor., c.9).

¿Has visto, pregunto, (dice el Crisóstomo en el Lib. de Laud. Sti. Pauli, homilía 3, de donde tomamos lo anterior) un alma que se eleva sobre todas las cosas terrenales? Pues ansiaba presentar ante Dios a todos los hombres sin excepción; y presentó a todos en cuanto estuvo de su parte. Porque no de otra manera que si hubiera engendrado a todo el mundo, así se inquietaba, así corría, así se daba prisa en llevar a todos al reino de Dios, enseñando, pro­metiendo, meditando, Y ya orando por ellos, ya suplicándoles, atemorizán­dolos y ahuyentando a los demonios corruptores de las almas; a veces, con sus epístolas, a veces con su misma presencia; o bien con sus palabras, o bien con sus acciones, realizadas a través de sus discípulos, o por sí mismo, se esforzaba en levantar a los caídos, sostener a los firmes, levantar a los que yacían por tierra, sanar a los contritos, reanimar con el óleo de la exhortación a los aturdidos, hablar con energía a los enemigos, plantar cara intimidando al adversario; y al modo de un excelente capitán o médico que lleva consigo los instrumentos de su arte, ahora es el protector de los que batallan, ahora el diligente servidor de los enfermos, y él sólo desempeñaba todos estos oficios, poniéndolos en práctica por todas partes.

                            No sólo en las cosas espirituales se mostraba tan egregio guía, sino que también en las cosas corporales daba muchas muestras de solicitud y pro­videncia. Oye cómo, aun tratándose de una sola mujer, le escribe a todo el pueblo cristiano diciéndoles.~ «Os recomiendo a nuestra hermana Febe, la cual esta en Cencreala; recibidla en el Señor de una manera digna de santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros» (Rom., uit.). Porque esto es lo propio y usual en el amor de los santos.

Cuando encontraba a quienes por su contumacia y dureza no podía persuadirles la fe con sus palabras, se entregaba entonces a oraciones asiduas: “Hermanos, dice, el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios es por la salvación de ellos» (Rom. c. 10). Pablo, dije, aquel insaciable adorador de Dios, Padre común y progenitor de los siervos de Cristo; aquél custodio del orbe de la tierra salvó a todos los pueblos por su oración continua y exhor­tación diciéndonos siempre estas palabras: «Por esto doblo mis rodillas ante el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, de quien procede toda familia o pater­nidad en el cielo y en la tierra, para que según las riquezas de su gloria os conceda que seáis vigorosamente fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones».

                         ¿Ves cuánta virtud tienen la oración y el ruego? De los hombres hace templos Cristo. Y de aquí puede entenderse cuánta sea la fuerza de las santas oraciones, porque Pablo, recorriendo toda la tierra como alado, morando en cárceles, aguantando azotes, soportando cadenas viviendo con vigor en me­dio de peligros; y más todavía arrojando demonios, resucitando muertos, curando enfermedades; en ninguna de estas cosas, sin embargo, puso su confianza para salvar a los hombres, sino fortaleciendo el orbe con sus oraciones. Así que, tras los milagros, tras los muertos resucitados, acudía al auxilio de la oración, no de otra forma que un atleta que, alcanzada la corona, vuelve a la palestra; puesto que la oración es la que proporciona la resurrección de los muertos y todo lo demás. Con esta, Pablo, durante la noche, impregnando su alma, pudo fácilmen­te soportar las aflicciones, por acerbas que fueran, presentando las espaldas a los azotes, no de otra manera que si fuera una estatua. Y aunque estaba situado en la cumbre de todas las virtudes, con el fuego de su caridad, superaba cualquier otro ardor. Pues así como el hierro puesto al fuego se hace verdaderamente fuego, así también Pablo, abrasado por la caridad, se hizo todo él caridad, y como si fuera padre común de todo el mundo, así emulaba a los propios padres en el amor de todos; y más todavía, sobrepasaba con su solicitud y con su piedad, no solamente a todos los padres carnales, sino también a los padres espirituales, consumiendo por el bien de aquéllos a quienes amaba, sus bienes, sus palabras, su cuerpo y su vida misma. Por esta Tazón llamaba a la caridad plenitud de la ley, vínculo de perfección, madre de todos los bienes, y principio y fin de las virtudes. «El fin de la ley es la caridad que procede de un corazón limpio», etc. Y nuevamente: No adul­terarás, no matarás, y cualquier otro mandamiento se resume en esta fórmu­la: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Puesto que el principio y el fin, y todos los bienes sin excepción, o son el amor, o están en el amor, trabajemos por imitar a Pablo, porque él, ayudado del amor, pudo hacer las cosas. No me presentes los muertos que con frecuencia resucitó, ni los leprosos que por la misma virtud limpió; porque ninguna de estas cosas te exigirá Dios. Posee la caridad de Pablo y alcanzarás la perfecta corona; por ella se elevó a cumbre tan alta de perfección, y él que estaba tan acreditado ante Dios, nada lo acreditó más que la caridad, etc.

                        Todo esto está tomado de lo que san Juan Crisóstomo escribió en De laud. Pauli, homilia 3 y en un De caritate Pauli así como en el lib. 2 De orando Deo sive de Praedicatione.

                        La quinta parte queda reflejada en las palabras de Pablo, citadas en  el § 23, a saber: Testigos sois vosotros, y también Dios, de cuán santa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes., tanto antes como después de vuestra conversión, según dice la glosa interlineal. Cuán santamente», respecto a Dios, según la interlineal y según san et Atanasio; esto es, haciendo todo lo que era necesario, observando la debida s forma, la piedad y culto para con Dios. Y según Anselmo: «cuán santamente”, por lo que respecta a la pureza de nuestra limpísima conducta, nos portamos con vosotros. Cuán justamente, respecto al prójimo, haciendo lo debido y no haciendo lo indebido, según la glosa interlineal y según Atana­sio, esto es, no injuriando a nadie, ni pidiéndole dinero. «E irreprochable­mente», sin ofender a nadie.

                         O según Anselmo: «Cuán justamente», en cuanto a la equidad que ha de guardarse con el prójimo, haciendo lo debido. Y «cuán irreprochablemen­te», esto es: cuán inocente e irreprochablemente nos condujimos con vosotros porque nada os hicimos por lo que pudiérais quejaros de nosotros. O tam­bién: sin reproche alguno estuvimos entre vosotros: porque nunca nos que­jamos de vosotros; y mientras soportábamos vuestra debilidad, de tal ma­nera vivimos entre vosotros para vuestro provecho; como vosotros mismos lo sabéis, es decir, sabéis esto como las demás que añadimos, a saber, cómo os amonestábamos amigablemente a cada uno de vosotros, etc. Esto dice An­selmo.

                      Sobre aquello de la segunda epístola a los mismos Tesalonicenses, c. 3: Ya sabéis vosotros cómo debéis imitarnos; y sobre aquello: Para daros en nosotros un modelo que imitar, dice Ambrosio y está en la glosa ordinaria.

                           Hay que notar que el Apóstol no solamente enseñaba con las palabras, sino que también exhortaba con los hechos; pues es propio del maestro idóneo cumplir con sus obras lo que con sus palabras enseña. Porque, aunque no se ignore que las cosas que se enseñan son manifiestamente verdaderas, si em­piezan a ser descuidadas por el maestro, no aprovechan fácilmente, pues más persuaden a los oyentes las obras que las palabras. Y por esta razón han de ser premiados con grandes elogios quienes aprovechan con solas las palabras, teniendo maestros que no cumplen. El Apóstol era modelo para los que eran débiles en recursos en el pueblo, para que aprendiesen a no perder su liber­tad. Así dice la glosa.

                                Y Anselmo: No es necesario que os exponga aquella tradición, porque ya (are, lo conocéis. Sabéis, en efecto, que los que quieren andar con rectitud deben andar por el camino por donde nosotros andamos; esto es, deben seguir nuestros ejemplos. Esto dice él. Policarpo, discípulo de san Juan Evangelista, en su carta a los Filipenses: Todos vosotros debéis estar sujetos unos a otros,  procurando que vuestro trato entre los gentiles sea irreprensible, para que por vuestras buenas obras alcancéis alabanza y el Señor no sea blasfemado  por causa vuestra. ¡Ay de aquél por cuya causa el nombre del Señor sea blasfemado! Enseñad a todos la moderación que vosotros practicáis. Esto dice él.

                                Con claridad aparece ya la quinta parte de la forma de predicar el evangelio, a saber, una vida ejemplar resplandeciente con obras de virtud, y sin ofensa de nadie, totalmente irreprensible, por todos sus costados. 

                                Porque el que enseña debe ser ejemplo de sus palabras, de suerte que enseñe más con sus obras que con sus mismas palabras. Pues nada hay más frío que un maestro que sólo filosofa con las palabras, pues esto no es propio de un maestro, sino de hinstrión o hipócrita; y de aquí que los apóstoles enseñaran primero con su vida y después con sus palabras. Y casi ni de palabras tenían necesidad, puesto que sus obras clamaban; y en tal grado atestiguaban sus obras la vida santísima que llevaban, que nadie denigró su vida, sino que solamente desacreditaban su predicación, según el Crisóstomo: a causa de su predicación, finalmente, se veían obligados a sufrir las calumnias de quienes los llamaban seductores y hechiceros; pero casi nunca hubo quien se atreviera a vituperar su conducta. No hubo, pues, hombres que acusaran a los apóstoles de algún delito de fornicación, o de avaricia, contentándose con llamarlos seductores, cosa que se refiere sólo al dogma.

                            Porque quien sea notable por el fulgor de su vida, ha de ser reverenciado por ellos, puesto que la verdad hace callar aun a los mismos enemigos. Y porque no es lícito atacar con injurias y oprobios a los que viven irreprensi­blemente, oye a Cristo que dice: Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Y en fin, así como ninguno puede decir que el sol es oscuro, a no ser que esté ciego, porque se avergonzaría de ir en contra de la opinión de los hombres; así nadie se atreve a inculpar a quien se eximió por dignidad e ilustre por la honestidad de sus costumbres. Por lo demás, como dije, los gentiles arrojarán frecuentemente contra él los dardos de su maledicencia a causa de los dogmas; pero por ningún concepto osarán la limpieza de su vida; sino que con los demás, les causará admiración y piedad.

                            Vivamos de tal manera, dice el Crisóstomo, que los gentiles no blas­femen el nombre de Dios. No andemos a la caza de gloria humana, ni tampoco practiquemos el bien y la rectitud con el fin de librarnos de una pésima opinión; sino procuremos honrar el orden debido en una y otra cosa: “Entre las cuales brilláis como antorchas», dice a los Filipenses, c.2. Para ato, pues, nos ha elegido el Señor; para que seamos como lumbreras; para que nos convirtamos en fermento; para que seamos maestros de los demás, para que como ángeles tratemos con los hombres en la tierra; para que como tatones, como  nznos pequeños, como espirituales, con animales, para que con nuestro trato obtengan ellos grandes bienes; para que seamos semilla y demos fruto copiosísimo. No habría necesidad de palabras si de este modo resplandeciera nuestra vida con la luz de la santidad; no habría necesidad de maestros, si pusiéramos ante los demás buenos actos de virtud. Sin duda que no habría ningún gentil, si nosotros procuráramos ser cristianos como conviene; si obedeciéramos a los avisos y mandatos de Dios; si padeciendo injurias, no las devolvemos; si heridos con maldiciones, bendecimos; si devol­vemos bien por mal. Nadie sería animal tan fiero, que no corriera luego a abrazar el culto de la verdadera religión, si viera que los hombres practican estas virtudes.

                        Y para que aprendas que es así, Pablo, siendo uno sólo, pudo llevar tan grande número de almas al conocimiento de Dios. Si todos fuéramos así, ¿cuántos mundos podríamos atraer? Hay más cristianos que gentiles. En las otras artes uno sólo es suficiente para enseñar simultáneamente a cien niños. Pero aquí, habiendo muchos maestros, y debiendo haber en consecuencia, mucho mayor número de discípulos, ninguno se acerca, ninguno es atraído. Los discípulos siempre observan la conducta de los maestros; por donde, si vieran que nosotros apetecemos lo mismo que ellos; que ambicionamos lo mismo; que buscamos lo que proporciona honor y preeminencia, ¿qué re­ligión cristiana podrían admirar? Si contemplan la vida reprensible de los cristianos; si ven los corazones apegados a la tierra y abajados hasta la abyección; si advierten que los cristianos admiran las riquezas no menos que ellos, sino bastante más; que se horrorizan del mismo modo ante la muerte; que temen la pobreza lo mismo que ellos; que soportan las enfermedades con la misma impaciencia; que aman no menos que ellos la ostentación y el poder; que a causa de la avaricia se destrozan entre ellos, ¿cómo, pues, podrán creer? ¿Acaso por los milagros? Pero es que ya no los hay. ¿Acaso por la santidad de vida?, Pero es que tal vida ha desaparecido II del todo. ¿Por ventura en vista de la caridad? Pero sucede que por ninguna parte se encuen­tra rastro de ella. Por lo cual, no solamente habremos de dar cuenta de nuestros propios pecados, sino también del daño ajeno cuya causa somos. Entremos dentro de nosotros; despertemos, os ruego; llevemos en la tierra una conducta celestial; digamos con el Apóstol: «somos ciudadanos del cielo» (Fil. c.3); afrontemos en la tierra la lucha y el combate. Pero quizás digas: hubo entre nosotros grandes varones; vendrá entonces el gentil y dirá: ¿Cómo lo creeré? porque no os veo realizar lo que vosotros decís que hicieron aquellos. Y si hay que creer sin otra razón tales relatos, podríamos también nosotros presentar filósofos grandes y admirables por la gravedad de su vida y de sus costumbres. Por lo demás, muéstrame un Pablo, y otro Juan; porque por ahora veo que todos vosotros estáis prontos para morir o matar por un simple óbolo; por una heredad terrenal excitáis disputas sin cuento; por la muerte de un hijo lo revolvéis y confundís todo. Estas cosas dice Crisóstomo comentando el c.3 de la 1 a Timoteo, en su homilía 10.

                            Y sobre la 1 a los Corintios, c.1, homilía 4, el mismo Crisóstomo dice: De este modo los abatiremos si entramos en batalla con ellos; y con la recti­tud de nuestra vida, mucho más que con nuestras palabras, doblegaremos sus almas. Este es el mayor combate, este es el silogismo más concluyente: el que se realiza por medio de las obras. Porque, aunque con nuestras palabras filosofemos a menudo, si no ofrecemos consecuentemente una vida mejor, no lograremos ninguna ganancia; puesto que los hombres no atienden a las palabras, sino que examinan las obras y dicen: obedece tú primero a tus palabras y amonesta después a los demás. Y aun cuando digas que hay innumerables bienes en la otra vida, sin embargo, si te veo apegado a los bienes de este mundo como si aquellos no existieran, sin duda que me per­suadirán más tus obras que tus palabras. Y efectivamente, cuando veo que eres un ladrón de bienes ajenos, que deploras demasiado lo que pierdes, que andas envuelto en otros muchos crímenes, ¿qué razón tendré yo para creer en la resurrección que predicas?

                        Y aunque no lo digan, lo piensan en su mente y en su corazón; y estas son las que impiden que los infieles se hagan cristianos. Atraigámoslos, pues, con el ejemplo de nuestra vida. Muchos hombres indoctos conmovieron de este modo la inteligencia de algunos filósofos, como si verdaderamente enseñaran una filosofía al emitir con la bondad de la filosofía de la vida una voz más clara que la de una trompeta, porque tal lenguaje es más fuerte que la lengua. Si digo que no es lícito enfadarse con nadie, y luego provoco al gentil con innumerables males, ¿cómo podré atraerlo con mis palabras si con mis obras lo alejo? Por ello atraigámoslos con la integridad de vida, edifiquemos la iglesia con sus almas y adquiramos estas riquezas. Porque nada hay que pueda compararse con un alma, ni aun el universo mundo; y por esta razón, aunque des mucho dinero a los pobres, harías más si convirtieras una sola alma; «porque quien saca lo precioso de lo vil, será como mi boca», dice Jeremías, c.15. En verdad, que es cosa grande y digna de alabanza el compa­decerse de los pobres; pero lo es más todavía el sacar del error a los que yerran; e indudablemente, que quien esto hace imita a Pedro y a Pablo. Porque, podemos acoger la predicación de éstos no para experimentar su ejempIo sufriendo el hambre y la calamidad y otras cosas semejantes (ya que vi tiempo presente es de paz); sino para que nos hagamos más prontos en la voluntad. Puesto que, aun sentados en casa, podemos pescar almas. Si alguno tune un amigo, un pariente o un vecino, haga así; y será un imitador de Pedro y Pablo.

                    ¿Para qué hago memoria de esto? Será la boca de Cristo [quien responde]: porque «quien saca lo precioso de lo vil será como mi boca». Si a ninguno puedes persuadir hoy, lo persuadirás mañana; y si de algo le convences, recibirás íntegra la recompensa. Si no puedes persuadir a todos, al menos podrás convencer a algunos entre muchos; porque ni los apóstoles per­suadieron a todo el orbe, aunque con todos disputaron, recibiendo, sin em­bargo, la recompensa por todos; pues Dios no acostumbra a otorgar premios según el éxito de las buenas obras, sino de acuerdo con el propósito de lo que se hace:  hará con los que enseñan como hizo con la viuda, aunque sólo des dos óbolos. No quieras, pues, despreciar lo poco al no poder salvar a todo el mundo; ni prescindas de lo poco llevado del deseo de lo mucho. Si no puedes atender a cien, atiende a diez; si no puedes con diez, no desprecies a cinco; si cinco exceden tus fuerzas, no desprecies a uno; y si ni siquiera con esto puedes no te desesperes, no abandones el trabajo.

                    ¿No adviertes que los mercaderes trafican en su comercio, no sólo con el oro sino también con la plata? Porque si no despreciamos como nada lo poco, conseguiremos lo mucho; pero si descuidamos lo poco, no nos será fácil conse­guir lo mucho. Así es como algunos se enriquecen, recogiendo las cosas pe­queñas y las grandes. Obremos también nosotros de este modo para que, enriquecidos en todo, gocemos del reino celestial por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, etc. Todo esto dice el Crisóstomo.

(BARTOLOMÉ DE LAS CASAS , De único vocationis modo. Obras Completas Tomo 2, Madrid, Alianza editorial, 1990, pp.247-267).