Su ecuanimidad

La ecuanimidad de Domingo de Guzmán

Al trazar la semblanza espiritual de santo Domingo, el beato Jordán de Sajonia, quien le sucedió inmediatamente en el gobierno de la Orden, después de mencionar la honestidad de sus costumbres y la fuerza del fervor divino que le quemaba por dentro, hace alusión a su ecuanimidad1: “Su ecuanimidad –nos dice– era inalterable, a no ser cuando se turbaba por la compasión y la misericordia hacia el prójimo”2. Luego continúa hablando de su equilibrio interior, que brotaba de su corazón alegre y se transparentaba al exterior en la alegría de su rostro y en su benignidad.

La ecuanimidad o equilibrio interior es ese dominio apacible de la razón ejercido por medio de una voluntad fiel a su propio ideal; no se trata de una virtud realmente distinta de las demás, sino que es la síntesis de todas ellas. La persona ecuánime juzga, quiere y actúa, tanto en las circunstancias prósperas como en las adversas, sin dejarse dominar por el impulso de las tendencias negativas3.

Esta ecuanimidad o dominio de sí es ajena a la impasibilidad o apatía predicada por los filósofos estoicos4. Nada tiene que ver con la extinción del rico caudal afectivo con el que el Creador ha perfeccionado al ser humano. Nada tiene que ver tampoco con la indiferencia o la insensibilidad ante la fortuna o la desgracia propia o ajena. Tampoco es el resultado de la destrucción de toda pasión humana; pues recorriendo la historia nos percatamos de que los grandes personajes han estado habitados por grandes pasiones. Ciertamente, toda buena pasión se convierte en un dinamismo poderoso, capaz de movilizar las mejores energías al servicio de una buena causa5. Las pasiones humanas están orientas a un fin digno del Creador; el problema surge cuando ciegan la libertad o cuando se orientan de tal modo que esclavizan.

Una ecuanimidad extrema o absoluta es psicológicamente imposible y moralmente indebida, pues todo lo que ocurre y es percibido por nosotros nos afecta, aunque luego nuestra voluntad pueda impedir que ciertas impresiones espontáneas nos dominen por completo. En otras ocasiones la voluntad podrá no sólo consentir con la energía pasional, sino también valerse de ella e incluso avivarla para ponerla al servicio de ideales dignos del ser humano. Desde el punto de vista espiritual, la ecuanimidad, además de ser un don del Creador, se alcanza orientando completamente toda nuestra energía vital hacia Dios6.

Volviendo nuestra atención a la rica personalidad de Domingo, podemos descubrir en ella un fuerte contraste entre el gran equilibrio de su carácter y su gran apasionamiento. Sin duda, la gran pasión que desencadenó todo su dinamismo vital fue Dios mismo. Por eso hizo girar toda su existencia en torno a Dios, de tal modo que sus contemporáneos dirán de él que “siempre hablaba con Dios o de Dios”. Y quiso expresamente que sus frailes compartieran esta misma pasión, por eso mandó poner por escrito en el libro de las Constituciones de su Orden que los frailes hablen siempre con Dios o de Dios.

En su constante conversación con el Creador, santo Domingo llegó a identificarse completamente con la gran “pasión” de Dios respecto al género humano. Dios desea apasionadamente nuestra salvación. De ahí que Domingo, como humilde colaborador, pusiera todo su empeño en la salvación del prójimo, siendo consciente de que, en definitiva, la salvación es ante todo un don gratuito procedente del cielo, pero sabiendo, al mismo tiempo, que Dios cuenta con nosotros y quiere que alcancemos la propia salvación gracias a la colaboración mutua de todos.

La ecuanimidad y el equilibrio interior de Domingo fue una gracia, pero también el fruto del esfuerzo y de la lucha continua contra las tendencias egoístas, los halagos degradantes y los vanos temores que amenazan a toda persona. El secreto de su paciencia y de su serenidad reside en su abandono a la voluntad divina, en la paz interior que tal abandono produce y en su empeño permanente por vencer su temperamento. Las circunstancias por las que atravesó no fueron fáciles. Tuvo que sufrir los insultos, la persecución y las amenazas de muerte de parte de quienes no podían soportar su predicación y su visión distinta de Dios. En sus largas caminatas de apóstol del evangelio por España, el sur de Francia e Italia tuvo que sufrir las inclemencias atmosféricas propias de cada estación: el frío glaciar y el calor sofocante, la lluvia y la nieve7. En los modestos albergues en los que con frecuencia se hospedaba no siempre fue bien tratado. Otra fuente de sufrimientos procedía de los problemas de la vida fraterna, sobre todo cuando tenía que corregir a algún fraile, o cuando tenía dificultades para asegurar las necesidades más elementales de su convento, pues en más de una ocasión faltó el pan en la mesa. Pero, ninguno de estos sufrimientos logró destruir su paz interior, ni hacerle desconfiar de la Providencia divina, ni apartarle de la alabanza ni de la acción de gracias.

En cambio, lo que verdaderamente llegó a alterar su espíritu y lo que arrancó lágrimas a sus ojos y hasta fuertes gemidos fue la miseria del prójimo. Domingo se sintió conmovido hasta lo más profundo de sus entrañas al entrar en contacto con la miseria material y, sobre todo, espiritual de sus contemporáneos. Su compasión no se limitó a un buen sentimiento o deseo, sino que le impulsó a socorrer las miserias ajenas con todos sus recursos. Recordemos ese gesto admirable de la venta de sus libros y de su ajuar personal para socorrer a las personas hambrientas cuando él era estudiante en Palencia. Más tarde, cuando él mismo mendigaba su pan a diario, solamente podía compartir su única riqueza: el Dios orado y contemplado día y noche. La ignorancia o desconocimiento de Dios, la obstinación en el error y la mala voluntad de algunos de sus contemporáneos le produjo un verdadero desasosiego. No podía ser de otro modo en alguien que se había identificado plenamente con la voluntad salvadora de Dios. Para atajar estos males tan extendidos en el sur de Francia, y sabiendo que un hombre solo puede bien poco, fundó la Orden de Frailes Predicadores, y se preocupó de formar a sus hijos en el contacto permanente, a través de la oración y el estudio, con la Verdad que tenían que predicar.

En conclusión, podemos decir que la ecuanimidad de Domingo estuvo tejida de un sereno equilibrio, de paz interior, de constancia y dominio de sí, de bondad y prudencia, de firmeza en sus decisiones cuando, después de haberlas contrastado y orado, entendía que se ajustaban a la voluntad de Dios, de buena conciencia, de paciencia y afabilidad, de alegría, de misericordia y compasión. Todas estas actitudes parecen haber sido aprendidas en la escuela de Jesucristo y en la meditación constante del evangelio y de las cartas de san Pablo. Todas ellas convirtieron a Domingo en un hombre verdaderamente evangélico.

__________________

1 Para referirse a esta cualidad de santo Domingo, el beato Jordán de Sajonia utiliza la expresión latina “mentis aequalitas”. B. JORDANIS DE SAXONIA, Opusculum primum de initiis Ordinis, Opera, Cura Fr. J.-J. BERTHIER, Friburgi Helvetiorum 1891, p. 31.

2 BEATO JORDÁN DE SAJONIA, Orígenes de la Orden de Predicadores, en Santo Domingo de Guzmán visto por sus contemporáneos, BAC, Madrid 1947, p. 203. Algunos testigos del proceso de canonización y otros biógrafos como Constantino de Orvieto, Humberto de Romans y Teodorico de Apoldia, testimonian igualmente este rasgo de su personalidad.

3 Cf. “Ecuanimidad”, Enciclopedia universal ilustrada, t. XVIII/1, Espasa-Calpe, Bilbao-Madrid-Barcelona, p. 2977.

4 Cf. G. BARDY, “Apatheia”, Dictionnaire de Théologie Catholique, t. 1, Paris 1936, cols. 227-746.

5 Cf. A. SOLIGNAC, “Passions et vie spirituelle”, Dictionnaire de Théologie Catholique, t. XII/1, Paris 1984, col. 339.

6 Cf. “Ecuanimidad”, Enciclopedia universal ilustrada, p. 2978.

7 Cf. J.-D. RAMBAUD, Saint Dominique 1170-1221. Sa Vie, son Âme, son Odre, Paris 1926, p. 140. En la parte de esta obra dedicada a la biografía de santo Domingo, el autor consagra un breve capítulo a su constancia en el ánimo (“egalité d’âme”).