El expedicionario

El primer paso en la acción misionera que tuvieron que dar el P. Zubieta y sus compañeros de fatigas no fue nada fácil: había que ascender a alturas cercanas a los cuatro mil metros, y descender por las estribaciones andinas, por estrechos y peligrosos senderos, camino de la selva, donde moraban los seres humanos objeto de su misión evangelizadora. La primera parte de su recorrido había que hacerla cabalgando sobre caballerías, que trabajosamente ascendían las empinadas pendientes para descender, si se quiere, con mayor peligro aún, las estribaciones andinas. Para ello no encontraron otro medio más propicio que los duros lomos de unas sufridas caballerías. Próximos ya a la selva, el nuevo camino sería el cauce de los ríos, por donde procuraban adentrarse hasta la llanura selvática con las canoas, que a veces eran juguete indefenso ante los remolinos peligrosos de los ríos. Muchas veces ni mulos y canoas podían abrirse camino por los inexistentes senderos que podían conducirlos hasta el término del trayecto. En esos casos, como alternativa, siempre quedaba echar pie a tierra y emprender unas duras y fatigosas caminatas. Como muestra de la aventura expedicionaria de estos primeros misioneros, encabezados siempre por el P. Zubieta, nos haremos eco de dos relatos muy significativos.

El 16 de julio de 1902 el P. Zubieta celebró la Eucaristía en la cumbre andina conocida con el nombre de Tres Cruces (3.700 m.), acompañado del P. Cuesta, el hermano José Torres y un grupo de animosos seglares. Desde allí, en una visión inigualable, contempló lleno de emoción la inmensa llanura selvática del Madre de Dios, desde donde renovaría con mayor entusiasmo su compromiso para anunciar a los hijos de la selva la buena noticia del Evangelio.

El ascenso a la montaña había sido penoso, pues, «el camino estaba casi cerrado; en muchas partes formado de espesos fangales, a tal extremo que el viaje fue lento por demás y lleno de graves molestias…».

Repuestos física y espiritualmente en lo alto de la montaña, se dispusieron a bajar por las escarpadas laderas andinas hacia el valle de la Asunción. Pero si la subida había sido problemática, en la bajada se multiplicaron los peligros: «A la vera de ese camino se ven entrelazados huesos humanos y de animales, víctimas de las caídas por aquella escalinata de peldaños, hasta más de un metro. Sobre el dolor de los golpes del pobre viajero, que no puede moverse, viene la lluvia o la nieve y el hambre a cebarse en él, y sucumbe sin remedio. Los cadáveres son apartados por otros pasajeros, que apenas los desvían para ellos pasar; quedan sepultados y a merced de las aves de rapiña. Otras personas mueren a consecuencia del soroche (mareo de altura)».

Esta ruta de entrada al Vicariato, así como otras de parecidas dificultades, tuvieron que sufrirlas los misioneros de los primeros tiempos, arriesgando en más una ocasión sus vidas. Superada la frontera de las montañas andinas, el P. Zubieta y sus compañeros, tenían que enfrentarse con un nuevo reto: navegar en frágiles embarcaciones por ríos de extremada bravura con el fin de adentrarse en la selva.

Con toda seguridad podemos decir que la espina de mayor sufrimiento que llevó clavada el P. Zubieta en su vida misionera, fue el naufragio sufrido en los remolinos de la quebrada del Ccoñec, del cual haremos un breve resumen como realidad, signo y símbolo de los peligros con que se enfrentó el pequeño grupo de aventureros del Evangelio que, encabezados por el P. Zubieta, se internaron en los terrenos muchas veces apenas conocidos y siempre peligrosos de las selvas peruanas:

La correntada nos envolvió a todos echándonos unas veces al fondo y elevándonos después a la superficie. Así llegamos al centro del remolino izquierdo donde todos nos vimos confundidos… Barreda, Mariano y yo logramos subir a la canoa que estaba volteada; pero ésta comenzó a zozobrar con el peso y nos caímos al abismo que parecía no tener fondo. Yo me vi entonces sumergido, y al hacer esfuerzos supremos para salir a la superficie, toqué un bulto encauchado y en él pensé hallar mi salvación, pero no podía asirme. Creí llegado mi último momento, cuando vi cerca de mí la canoa volteada todavía, que siendo juguete del remolino, se aproximaba a mi lado. Dejé entonces el bulto y con grandes esfuerzos logré acercarme a la embarcación que sólo distaba un metro a lo más. Luché en vano para subir a ella y cuando vi la inutilidad de mis esfuerzos y empezaba a tragar agua y perder la respiración, cumpliendo con mi misión de sacerdote, absolví a todos antes de mi muerte que veía segura.

…Cuando ya encomendaba mi alma a Dios y me despedía del mundo, vime sentado sobre la canoa, sin poder comprenderlo todavía como pude realizarlo… El Hermano José Torres al verme sentado sobre la canoa gritó: Padre ¡Absolución! Absolví a todos en alta voz y en aquel momento se sumergieron Fernando Pimentel y Fr. José, no volviendo a aparecer…

(Triste final de una ilusionada expedición): De ocho expedicionarios salvamos cinco, y de cuatro nativos se salvaron tres –nos dice el P. Zubieta–. En aquellas desoladas playas, los supervivientes del naufragio, pasaron la noche en la más terrible angustia por las desgracias sufridas: nada nos importaba estar con la ropa mojada y aguantando un molesto aguacero, sin comer y con el peligro de los salvajes; en nada pensábamos más que en las víctimas…

El mismo P. Zubieta confidencia sus sufrimientos en una carta posterior: «He naufragado varias veces, y en una de ellas vi perecer delante de mí, a dos varas de distancia, a cuatro hombres llenos de robustez y de vida; yo tragaba agua cada vez que tenía que respirar, y tenía mi muerte como la cosa más cierta; pasamos tres días después del naufragio sin comida de ninguna clase y desnudos, sufriendo unas veces las aguas torrenciales y luego un sol abrasador que nos ponía en estado de demencia…»

b) El curso del río Paucartambo o Yavero

Otra de las grandes aportaciones en el haber del P. Zubieta fue la exploración de un territorio escasamente conocido y con datos muchas veces imprecisos. En la penetración hacia la selva en la cuenca del río Urubamba, a la vez que trataba de encontrar nuevos enclaves misioneros cercanos a la población selvícola, el P. Zubieta prestó un interesante servicio a la Sociedad Geográfica de Lima al descubrir el verdadero curso del río Paucartambo, también conocido como Yavero.

A falta de misioneros que pudieran acompañarle, el P. Zubieta en mayo de 1903 se dispuso a recorrer el trayecto del río Paucartambo, acompañado tan solo de un buen peón llamado José, y unos improvisados guías que iba consiguiendo por el camino. De los 362 kms. que recorrió en esta expedición, 152 kms. los hizo por pésimos caminos a lomos de caballerías, 170 kms a pie en jornadas muy penosas, más de 40 kms en canoa en compañía de desconocidos machiguengas…

Dos veces el P. Zubieta se cayó al suelo de sus caballerías, y en uno de los estrechos caminos bordeando precipicios se despeñó su compañero José a quien «milagrosamente» pudo salvar. Al fin, el 6 de junio pudo contemplar con satisfacción el encuentro del río Paucartambo o Yavero con el gran cauce del Urubamba.

Por esta exploración la Sociedad Geográfica de Lima le concedió la medalla de oro como premio a la mejor expedición del año. Por supuesto que, aparte del gran servicio cívico que el valiente misionero prestaba al Perú, el objetivo principal del P. Zubieta iba siempre orientado a la evangelización, y así nos dice en uno de sus informes: «Las tribus salvajes que he hallado son 11, con un total de 50 familias… Mi visita ha preparado a los nativos, quienes recibirán con los brazos abiertos y con mucho fruto al misionero que tenga la dicha de hacerles la segunda visita…».

c) Los caminos de la esperanza evangelizadora

El P. Zubieta fue un adelantado a la renovada conciencia social de la iglesia manifestada en la Encíclica Populorum Progresio; puso todas sus energías en abrir nuevas vías de desarrollo y progreso, que facilitaran la paz y el bienestar corporal y espiritual de los habitantes de una de las zonas más olvidadas y marginadas de las regiones andinas y amazónicas peruanas.

Fruto de un ingente y sacrificado trabajo en donde hizo de todo: de administrador, ingeniero, peón…, se le puede poner en su haber la línea telefónica de Paucartambo al Madre de Dios, la línea telegráfica de Paucartambo a Cuzco, la línea telefónica a Santa Ana, e innumerables estudios y planos de la red hidrográfica y montañosa del sur-oriente amazónico peruano.

No todas las personas supieron entender esta dedicación del P. Zubieta a los trabajos materiales, por lo que tuvo que defenderse de quienes le atacaban diciendo que tales trabajos eran impropios de un misionero, diciendo que él, «conocedor de las montañas del Paucartambo», creía todo lo contrario. Aparte de estas críticas, el P. Zubieta tuvo que soportar otras intrigas y asechanzas más peligrosas, de gentes sin escrúpulos que solían morar en estas zonas desconocidas, despobladas y llenas de aventureros de toda clase y condición, sin mucha conciencia.

En una de sus cartas nos da cuenta de los grandes sufrimientos morales que tuvo que padecer en estos trabajos, imprescindibles para la puesta en marcha del Vicariato: Dios solamente sabe lo que sufrí en este tiempo. Sabía de las murmuraciones de algún mentecato y mi único consuelo era pensar que a Jesucristo le tuvieron por loco y endemoniado… Dios sabe que hice todo lo que pude por las misiones…».

La verdad es que toda la actividad del P. Zubieta llevaba siempre al mismo término: «facilitar lo más pronto posible el encuentro con aquellos seres humanos que aun no conocían la Buena Noticia Evangelizadora». Por eso, abiertas y mejoradas las vías de comunicación, el segundo paso que se impuso a sí mismo y al resto de los misioneros fue el aprendizaje de la lengua de los distintos grupos nativos, y por supuesto el quechua, lenguaje de las gentes andinas limítrofes a la selva. En su primer contacto con los nativos huarayos «se pasaba las horas enteras con los salvajes grandes y pequeños, empeñado en formar un vocabulario de su idioma… Pude reunir –dice él mismo– cuatrocientas voces».