Dom
6
Nov
2016

Homilía XXXII Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2015 - 2016 - (Ciclo C)

Para Dios todos están vivos

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará

Sucedió en el s. II a.C. El episodio del martirio de toda una familia judía piadosa nos lleva a tomar conciencia de cómo se sigue repitiendo este hecho. A pesar de los siglos trascurridos ha sido una constante en la Historia. El testimonio de los mártires nos invita a superar la instintiva fijación en los medios, en el dolor, en la situación injusta. Lo que verdaderamente es una provocación es el sentido que ellos le dan a su muerte, aceptada en todos los casos. Se puede morir por accidente, por enfermedad o de forma trágica. Pero también se puede morir entregando la vida por un bien mayor. Y esto, siempre, cuestiona.

Quizás la vida tenga más valor que “pasarla”. Quizás valga más el sentido que le damos a la existencia, que el cuerpo que nos contiene, las relaciones o influencias sociales que nos mueven, o la Historia y sus vaivenes. Esto es lo que realmente merece ser pensado: ¿Qué vale más que la vida? ¿Por qué o por quien soy capaz de ponerla en juego?

  • Estamos dispuestos a morir

Muerte y vida están estrechamente ligadas. Dicen que se muere como se vive, no puede ser de otra forma. Y el final no se improvisa: podemos vivir con sentido, de acuerdo a un proyecto que elegimos y que nos marca. Cuando todo está ordenado así, cuando los golpes no desencajan ese horizonte vital deseado, entonces la muerte es más que un trágico final, impredecible y cruel. Puede convertirse en la guinda que corona una vida, el silencio final que hace comprender toda la partitura que ha estado sonando. No es la frustración de un proyecto, sino su culminación final. Eso no significa que deje de ser una experiencia de dolor, y que en ocasiones nos “rompe” interiormente… Es una realidad que forma parte de nuestra antropología, de la condición humana. Porque hemos dado sentido a la vida, nuestra muerte tiene también una palabra que decir cuando llega el silencio final… ¿Cómo elijo vivir el presente para darle sentido al futuro?

  • Al despertar me saciaré de tu semblante

No se habla hoy de eternidad. Todo es contingente, limitado, de “usar y tirar”. Vivimos un mundo de estímulos y respuestas inmediatas, donde todo se convierte en frágil y las palabras pierden su sentido más eterno. Hablar de algo “para siempre” es casi impensable. Lo eterno aburre, cansa, aprisiona. Y sin embargo, humanamente, nos centra lo que no pasa, lo que queda para siempre. ¿No será que en el fondo tenemos hambre de eternidad? Más que una utopía irrealizable o falsamente consoladora, es la promesa que Dios da a sus hijos: tú puedes vivir conmigo sin límites. Porque los límites nos rompen nuestros planes: el tiempo que se agota, los espacios que se acaban, los amores que se frustran, la salud que se pierde… Necesitamos anclar nuestra vida en una realidad que permanezca. ¿Cómo ofrecer a nuestro mundo respuesta a ese anhelo? La experiencia de Dios, eterno y fiel, sigue siendo un ofrecimiento para este deseo. Por la resurrección de Cristo somos llamados, invitados, atraídos a “lo que no se pasa”.

  • Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto

Lo que en el fondo la muerte pone en juego, lo que realmente nos cuestiona es lo que pasa con el amor. Las realidades contingentes sabemos que caducan, pero, ¿y lo que hay en nosotros de inmortal? Sí, la muerte toca a nuestra capacidad de amor, eso que intuimos que no se puede terminar. Ofrece una respuesta a nuestro amor (lo que hayas amado, en Cristo, no se termina sino que se plenifica) desde el amor. Porque al final, después de la última puerta, cuando todo parece oscuro, la fe nos dice que nos recibe el que es Amor, Dios mismo.

No tenemos muchas más certezas, pero Jesús nos ha iluminado sobre ello. El último tramo de la vida es el camino que lleva al Amor verdadero y pleno, es el gozo de experimentarlo sin límites ni contradicciones, sin velos ni heridas. Al final es sólo Dios, su misericordia y su ternura de Padre lo que se nos da como premio y como respuesta. Por eso, frente al amor, sólo se nos pide confianza…

  • Seguid cumpliendo todo lo que os hemos enseñado

Nos llegan continuamente imágenes distorsionadas de esta realidad que es profundamente humana. Algunas, de moda en el mundo juvenil; otras, por el cine o los medios de comunicación, nos presentan el pánico de la muerte o el hastío de la vida. Tan fea es la muerte que hay que alejarla de la realidad cotidiana. Nos distancian de esa experiencia vital humana, la disfrazan de tragedia y barbarie, con espíritu de burla y afán de comercio, y nos meten en una cultura del terror y lo oscuro. Y no es así. “Morir solo es morir”, “es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba” “tener la paz, la luz, la casa juntas”, como escribió Martín Descalzo afrontando su final. ¿Y si volviésemos a una comprensión más humana, más sencilla, más natural y de confianza?

  • Cuando llegue la resurrección…

Jesús, en el pasaje del evangelio de hoy, no responde. Buscan, buscamos, respuestas casuísticas o fantasías para acercarnos a esta realidad. Pero la muerte nos enfrenta a una experiencia real, que requiere madurez humana y evangélica para ser abordada, y también para interpretarla. A la luz de la Palabra, de la confianza en el Dios que nos ama, la respuesta que se nos pide es de confianza. La doctrina de la Iglesia en este aspecto no entra en detalles de ningún tipo: es madura, vuelve a lo esencial y básico. Al final, más allá de imágenes, se pide una respuesta de fe.

  • No es Dios de muertos sino de vivos

El problema que el ser humano tiene quizás no sea su muerte, sino su vida, el modo de afrontarla. La propia y la ajena. El reto está en vivir, en hacerlo cada día con esperanza e ilusión, desde la entrega y el amor, gozando de este regalo único que se nos ha dado. Compartiéndola con otros, cuidando vidas que también nos pertenecen, haciéndonos responsables, maduros, solidarios. En Jesús de Nazaret tenemos no sólo el modelo del hombre que experimentó la resurrección final, sino de aquel que hizo de su existencia una vida con sentido y plenitud.