Dom
31
Ene
2016

Homilía IV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2015 - 2016 - (Ciclo C)

…ningún profeta es bien recibido en su propia tierra

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

En los ejercicios espirituales ignacianos, una vez que el ejercitante ha hecho un profundo examen de conciencia y ha experimentado la misericordia de Dios (Primera Semana) y ha escogido libre y responsablemente servir a Cristo (Segunda Semana), san Ignacio no le hace ver en la Tercera Semana las gracias y dichas que conlleva tomar esa opción, sino todo lo contrario: le invita a reflexionar la pasión del Señor, para que así sea muy consciente de que servir a Cristo supone pasar por duros sacrificios. Sólo así se puede alcanzar la resurrección, que se medita en la Cuarta Semana. Esta dinámica espiritual enlaza muy bien con la vida de los profetas y con lo que las lecturas de este domingo nos invitan a contemplar.

Efectivamente, en los textos bíblicos, los servidores de Dios por antonomasia son los profetas, que Él envía para que transmitan su voluntad al pueblo y sus gobernantes. Muchas veces Dios les pide que denuncien pecados e injusticias, o que anuncien duros castigos, lo cual es muy mal recibido por los oyentes. De ahí que los profetas hayan sido tantas veces rechazados y perseguidos en su propia tierra, como dice hoy Jesús a sus vecinos de Nazaret.

Y esto es algo que, en cierto modo, todos nosotros experimentamos cuando damos testimonio del Evangelio a nuestros conocidos, vecinos o familiares, pues entonces comenzamos a recibir ataques o a sentir cómo nos dejan de lado. Por eso está tan presente en nosotros la tentación de ser «falsos profetas», esto es, de decir a la gente lo que quiere escuchar, en vez de lo que dice el Evangelio. En efecto, en las reuniones familiares o cuando estamos con los conocidos, es mucho más cómodo pasar por alto muchas cosas que están claramente mal. Así no sólo no tenemos problemas, sino que nos sentimos más integrados y acogidos.

Pero debemos preguntarnos: ¿Por quién preferimos sentirnos acogidos, por Dios o por nuestros conocidos? La respuesta teórica es, obviamente, por Dios. Pero entonces surge otra cuestión: aunque así sea, ¿merece la pena tener problemas y sufrimientos por escoger estar junto a Dios? Esta pregunta se la hacen todos los profetas. Y, en la práctica, es difícil de contestar, pues, siendo muy sencillo recitar el Credo en Misa, no lo es tanto el ser coherente con él en la vida cotidiana. ¿Hasta qué punto compramos con nuestra incoherencia la aceptación de nuestros conocidos?

Pero las lecturas de hoy nos dicen algo más: si optamos por el Evangelio a pesar los problemas que ello pueda acarrear, Dios nos protege. Así se lo dice Dios a Jeremías y de eso da testimonio el salmista. Asimismo, en la lectura del Evangelio hemos podido escuchar cómo los vecinos de Jesús quisieron despeñarle, pero no lo lograron. La vida de los que siguen fielmente a Dios está en sus poderosas manos. Ello no significa que Dios preserve a los profetas de todo sufrimiento. Sabemos que cuando llegó su hora –el kairós–, Jesús padeció en la Cruz, muchos cristianos han muerto mártires, y lo mismo pasó antiguamente con algunos profetas. Pero su sufrimiento no ha sido estéril, porque Dios lo hizo fértil. Jesús, con su muerte, nos redimió y nos abrió las puertas de la resurrección, el martirio de los cristianos es el mejor testimonio de la verdadera fe y el sufrimiento de los profetas sigue teniendo un gran valor.

De ahí que, volviendo a los ejercicios ignacianos, antes de meditar la resurrección de Cristo, se medite su pasión. Sin pasión no hay resurrección. Quien no es capaz de sufrir problemas a causa del Evangelio, tampoco experimentará en esta vida la felicidad de vivirlo.

Y es ahora cuando entra en juego el himno del amor de san Pablo. Porque la coherencia al Evangelio no hay que vivirla ciegamente ni debemos sufrir por Cristo por obligación, sino por amor. Porque, como dice san Pablo, el amor es lo que da sentido a todo lo que hacemos. ¿Una madre se sacrifica por sus hijos por obligación? ¿Visitamos a un amigo enfermo para cumplir un deber evangélico? Obviamente no, lo hacemos por amor, que es la fuerza más fuerte y potente del universo, capaz de hacer grandes milagros. Es más, si seguimos el Evangelio por miedo a no ser castigados, entonces no es el Evangelio lo que estamos siguiendo, porque su fundamento es el amor, no el miedo.

En definitiva, el amor es lo que ha de movernos a ser coherentes con lo que Dios nos pide: sólo así podremos sobrellevar las penas y sufrimientos que ello conlleva, y sólo así llegaremos a convertirnos al Evangelio y a resucitar a la vida eterna.