Vie
18
Abr
2014

Homilía Viernes Santo

Año litúrgico 2013 - 2014 - (Ciclo A)

Conviene que muera un solo hombre por el pueblo

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • El Cristo glorioso de la Pasión

Quien lee el relato de Juan tiene la impresión de asistir, un tanto perplejo, a una lectura “desapasionada” de la pasión de Jesús. ¿Dónde queda el dramatismo y la crudeza de lo acontecido, tal como nos lo relatan los otros evangelistas? Sin embargo, leyendo el texto en profundidad, nos damos cuenta de que esta primera impresión no es del todo exacta. Es justamente su pasión amorosa la que le lleva a celebrar con sus discípulos la cena de despedida “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre” (13,1). ¿No “se turbó en su interior” después del lavatorio de los pies de sus discípulos, cuando hubo de predecirles la traición de Judas? (13,21). ¿No sintió Jesús “de nuevo una conmoción interior” al ver llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro? (11,38). En su camino hacia el calvario Jesús no fue ajeno a la inquietud, turbación y abatimiento que afectan a cualquier persona en trances semejantes. ¿Cómo “mirar, pues, al que traspasaron” (19,17), acercarse a la pasión de Jesús sin dejarse llevar por los sentimientos de un corazón apasionado y traspasado?

Ahora bien, en el relato del cuarto evangelista Jesús no se queja, no muestra los gestos desgarradores del dolor ni las limitaciones humanas inherentes a la debilidad de la carne, no expresa abiertamente el sufrimiento y la dura lucha interior de quien afronta la inminencia de la muerte. Sin renunciar a su condición humana pero como sobreponiéndose a la misma y trascendiendo al mismo tiempo el plano externo de las condiciones que rodean al condenado, Jesús, el que va a ser crucificado, se sumerge en los planes de Dios y se reafirma en su firme voluntad de llevar hasta el final la misión para la que había sido llamado (12, 27-30). Es en la cruz donde puede mostrar su verdadera condición de Hijo, investido del poder y la fuerza de Dios, quien le refrenda en su misión y le envuelve en un halo de gloria.

  • La pasión de Jesús remite a su vida. Una muerte anunciada

Jesús, con sus signos portentosos, ya había manifestado su gloria ante los judíos (Jn 2-12). La había mostrado también a sus discípulos dándoles a conocer su identidad: “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (13-17). Ahora, en la pasión, se va a manifestar públicamente a los ojos todos (18-19). Él sabía que la suerte estaba echada. Ya le habían juzgado y condenado a muerte durante su ministerio público, sometiéndole a un continuo proceso de difamación, de enfrentamiento y rechazo. Fue Caifás, el sumo sacerdote, quien profetizó inconscientemente una muerte anunciada: “conviene que muera un solo hombre por el pueblo” (18,14). Efectivamente, “desde ese día decidieron darle muerte” (11,53). Jn no cuenta el proceso ante el Sanedrín, porque el proceso y el juicio condenatorio de Jesús ya habían tenido lugar con antelación. Jesús “sabía todo lo que le iba a ocurrir” (18,4), lo tenía perfectamente asumido. Se entregaba de forma consciente y libre.

La fuerte carga simbólica de todo el relato de la pasión remite al lector en esa misma dirección. Jesús muere la víspera de Pascua (cuando se inmolaban los corderos en el Templo), como verdadero Cordero pascual, haciendo honor a la inscripción de la cruz que preside su entrega: él es el auténtico Rey y Señor. En todo momento ha sido dueño de su destino. Es él quien domina y dirige la escena, quien sale al encuentro de quienes vienen a prenderlo: “¿A quién buscáis?… Ya os he dicho que Yo soy” (18, 4-8). Esa es su identidad, la del mismo Dios que se apareció a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14) y en quien creían los que ahora lo maniatan. “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (8,27).

  • Pasión de Jesús y discipulado

Ahondando en las verdaderas motivaciones y significado de la opción tomada por Jesús, el evangelista es capaz de transfigurar los hechos para transmitirnos y adentrarnos en lo más real de los mismos, para elevarnos a la contemplación teológica de un Dios que aparece discreta y confidencialmente tras las bambalinas de la escena. Jesús muere como Señor, dueño de su destino, en la paz de Dios: “E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (19,30). No es un grito desgarrador. No muere como víctima que sucumbe a la desgracia sino dando vida. Es la palabra serena de quien ha vivido con dignidad llevando a cabo su misión, de quien está impartiendo la última lección de su vida.

La majestuosa grandeza de la fidelidad de Jesús contrasta, por el contrario, con la incomprensión y la triple negación de Pedro: “no lo soy” (18,17.25.27). En él están representados el resto de los discípulos, cuantos no le comprenden y le abandonan. Sólo se mantiene en pie a los pies de la cruz su madre, junto con otras mujeres y “el discípulo a quien Jesús amaba”. Es el amor el que nos mantiene en pie y nos salva. El amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y proyectado ahora en el discipulado de quienes han reconocido que Dios les ama. Después de todo, y a pesar de sus debilidades, Jesús seguirá confiando a Pedro su misión pastoral (Jn 21,15-17). Es en la gloria de la Cruz, manifestación suprema del amor incondicional de Dios en Cristo Jesús, donde reside su fortaleza, es decir, la del verdadero discipulado.