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Muerte y entierro en Oviedo asediada de la Venerable Práxedes Fernández hace ochenta años

23 de octubre de 2016

En 2016 se cumplen 80 años de la muerte y entierro de la Venerable Práxedes Fernández.

Crucifijo de la Venerable Práxedes

Sucedió hace ochenta años, no ciento o cincuenta o veinticinco como gusta a los periódicos recordar. En cualquier caso aunque coincidiera con esos años no trascendería a la prensa. Práxedes no era mujer que “mereciera” a parecer en los periódicos. Pero años después de su muerte. Al iniciarse el proceso de canonización, como respuesta a una percepción generalizada de quienes la conocieron de su santidad, su recuerdo, incluso fama, se fue extendiendo más allá de Asturias, más allá de España, como demuestran tantos testimonios escritos de quienes llegaron a conocer su vida bien porque coincidió con la de ella o bien por las publicaciones, que pronto aparecieron en España y en América, en concreto en México, que la relataban. Murió un día seis de octubre. Un grupo de cristianos fieles a su recuerdo participan el seis de cada mes en una eucaristía que se celebra en la humilde casa natal en Puente de la Luisa, Mieres. Este año, como digo, se recuerdan y “celebran” los ochenta años de su muerte.

Práxedes se siente mal a mediados de septiembre de 1936 en su casa de la calle Martínez Vigil en pleno sitio de Oviedo. A pesar de ello, sigue realizando su vida normal: sale a misa, va por agua con unos calderos a las fuentes públicas, y realiza los demás trabajos domésticos en el hogar en el que, junto a ella, viven su madre, su hermana y el hijo menor. Durante unos días del mes de septiembre un médico amigo viene a ver a su madre, también enferma. Le comunican la situación de dolores intestinales que padece Práxedes y diagnostica apendicitis. Tras unos ruegos extiende un vale para que pueda adquirir leche. Práxedes sigue yendo a misa. Pero tres días después el médico en otra visita le insta a que se quede en la cama “como Cristo en la cruz”. Práxedes lo aceptó, no volvería a levantarse de la cama. A los cuatro días la apendicitis derivó en apendicitis. Y es que fue imposible una intervención médica: el hospital había sido bombardeado, apenas se podía atender a quienes llegaban del frente o caían heridos a causa del bombardeo de la ciudad. No había calmantes para sus fuertes dolores ni medicinas que aplicarle. El médico mandó primero que se le pusieran bolsas de agua caliente; después cambió de tratamiento y mandó ponerle bolsas de hielo. "Tuvo que sufrir grandes dolores. Pero llevó toda su enfermedad con una paciencia extraordinaria y con una absoluta conformidad con la voluntad de Dios. Aun en los peores momentos de su enfermedad nunca la vi enfadada ni quejosa ni impaciente, sino al contrario, con su actitud afable de siempre y con una gran paz y tranquilidad", dice un testigo de esos momentos. Ella había manifestado días antes el dolor que le producía el enfrentamiento bélico. “Hablando de la guerra, escribe otra testigo, mostraba una gran pena por la terrible lucha que asolaba a España. Decía que aquello no era propio de cristianos y que era muy triste que estuvieran luchando hermanos contra hermanos. Y al decir esto no distinguía entre unos y otros de los dos bandos, ni hablaba mal de ninguno de ellos”. Así se había mostrado ya en Mieres tras la cruenta revolución de octubre del año 1934.

Los últimos días de su vida los pasaba sola en su habitación: su familia se veía obligada a pasar el día en los refugios para protegerse de los continuos bombardeos. De vez en cuando subía alguien con algo de leche, que el cuerpo de la enferma rechazaba. Ella mismo les había instado a que salieran de casa y se fueran al refugio. Una testigo lo describe: "Un día, mientras estaba yo en el piso para darle el alimento, entró una bala que atravesó el pasillo y se estrelló contra uno de los tabiques. Yo me asusté mucho y ella me dijo: "Vete al refugio y déjame a mí que yo no tengo miedo”.

Desde el día cuatro de octubre, quizás por lo significativas que eran esas fechas dos años antes para los sitiadores se recrudecieron los bombardeos sobre la ciudad, La necesidad de acudir a los refugios se hizo más perentoria. Sin embargo en la tarde del día 6 se estableció una cierta calma. Como a las seis de ese día Práxedes fallecía, sin agonía, serenamente, con el rosario entre sus manos, lugar que venía ocupando los últimos días.

Así relata los últimos momentos su hermana Florentina “Entré para darle un poco de leche. Intentaba servírsela a cucharadas, pero ella no podía tragarla y la devolvía. Mientras le servía la leche ella dijo: "Tengo muchas cosas que deciros, pero ahora se me olvidan". Fueron sus últimas palabras. Antes la había oído decir: "¡Ay, mis hijos!". A Celestino, su hijo, le había dicho también pensando en todos sus hijos: "Tenéis que ser buenos”. Mientras yo insistía en hacérsela tomar hizo una ligera contracción con los labios y cerró los ojos. Luego los abrió mirando al cielo y cerrándolos de nuevo quedó como dormida. Yo comencé a llamarla y al ver que no respondía, salí corriendo para decirle Celestino, a quien los jefes le habían autorizado abandonar la trinchera para estar con su madre: "Ven, que no sé lo que le está pasando a tu madre". Nada más verla él salió corriendo para buscar algún sacerdote. Enseguida llegaron dos sacerdotes, uno que vivía en la misma calle, enfrente de nuestra casa, llamado D. Joaquín de la Villa, antiguo capellán castrense, y otro que se hallaba en el refugio o sótano de la casa, llamado D. José [Cabal]”. Le administraron la Unción de los enfermos. Fue velada por los familiares y vecinos, rezando el Rosario, en el tiempo que se podía salir de los refugios, pues el día siete los bombardeos fueron más duros aún que en días anteriores.

La muerte trajo sus problemas: después de larga búsqueda se encontró el último ataúd que quedaba en una funeraria. Fue amortajada, no con el hábito del Carmen como ella había pedido, pues no pudo ser encontrado ninguno, sino con el de san Francisco que se encontró en la vecina iglesia de Santa María de la Corte, donde estaba instituida la Tercera Orden Franciscana. Sobre él se colocó el escapulario de la “Orden Tercera de los dominicos”.

El entierro se redujo a una simple conducción del cadáver en un camión, pues estaba prohibido por la autoridad los séquitos en los entierros, por el peligro de bombardeos. El lugar de la sepultura estuvo determinado por los enfrentamientos del día anterior: los sitiados habían perdido posiciones que permitieran acudir al cementerio; fue necesario enterrar en el cementerio viejo, en el Prado Picón. Y compartiendo sepultura con otros fallecidos.

Allí se iniciaría en el año 1946 la construcción del Seminario de la diócesis. Para ello fue necesario trasladar los restos humanos del antiguo cementerio a un osario común del cementerio actual. Fue imposible, a pesar de los esfuerzos realizados, identificar los restos de Práxedes Fernández.