“ En la mañana, hazme escuchar tu gracia”      

                                                                              Ps 142,8

 

 

Dios, una Palabra que es gracia una Palabra que se insinúa, germinal y un día nos puede atravesar y transformar. El no titubea, ni vacila al expresarse.

 

Y más, por ser gracia, es evidencia. Porque el Señor no es un afán, un empeño, una ansiedad ni una intención. Sencillamente es una presencia que invade por entero. Y así no puede por menos de chorrear gracia, rezumar y destilar amor. De suerte que hasta las fibras más íntimas se estremecen al contacto de esa Palabra graciosa. Por eso cuando El habla hemos de ajuntar el oído. Como cuando miramos algo hemos de ajuntar la mirada al disparar el rayo visual.

 

En la mañana, lo primero, desesperezar la atención. Porque la Palabra como que se detiene, deja de hablarnos donde halla dureza y resistencia y no se deja saborear. El don es presencia, ahora mismo. No es una palabra del pasado, por eso las huellas, las pisadas no regresan nunca a nosotros. Una palabra que al amanecer viene a nosotros y nos pone en marcha hacia lo desconocido, hacia caminos no pisados. Como un ahora recién nacido es el hablar de Dios.

 

La escucha no como una ocupación lujosa o como un ceremonial decorativo pues el hombre no puede vivir al margen de la Palabra. Y la Palabra sin el silencio no es sonora, no es audible, por las mil interferencias que la prohíben penetrar dentro. Así sin silencio no hay palabra. Y sin Palabra no hay hombre. A la apoteosis de la Palabra precede siempre el canto del silencio.

 

Si habla Dios es porque espera ser escuchado, pues no habla aparte del silencio. Y cuando uno habla la verdad íntima se presenta tal cual es, es decir como gracia. Como don. Como regalo. Como palabra fertilizadora si es que puede contar con una escucha.

 

El día se inaugura abriendo el oído, dejándose fecundar, listos para atender. El oído cuenta con la gracia de la Palabra. Como la Palabra cuenta con el silencio que es todo receptividad. Un silencio tan puro que genera la misma Palabra.

 

La gracia de la Palabra es inseparable de Dios. Pero siempre brota en referencia al que se habla. Pues sería una Palabra inerte, por no decir que estúpida, si el que dice no contara con aquel a quien se le habla. Y es que la Palabra es siempre desde el  punto de escucha del otro. Por eso si se pudiera poner la mano sobre la Palabra se percibiría un latido, el latir del corazón de Dios.

 

La Palabra es, además, muestra de cómo le interesa a Dios tu vida, nuestra vida. Y Él no habla a nadie que no se le haga presente y le ofrezca, a su vez, el favor de la atención. Como que la escucha, el silencio es nuestra presentación. Así de educado es Él, así de educada es la Palabra. Hasta el punto que no habla. sin más ni más;  no es un hablar por hablar.

 

La Palabra es don para ti, gracia que cuenta contigo, con tu silencio.

 

Fr. Moratiel