Silencio para abandonar la ceguera

«Llegaron a Betsaida y le llevaron a un ciego pidiéndole que lo tocase. Cogiéndolo de la mano, lo sacó de la aldea, le escupió en los ojos, le aplicó las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Empezó a distinguir y dijo: «Veo la gente; me parecen árboles que andan». Le aplicó las manos otra vez; el hombre vio del todo. Jesús lo mandó a casa diciéndole: «¡Ni entrar siquiera en la aldea!» (Mc 8,22-26)

En este encuentro se ve cómo Jesús saca al ciego de su entorno y de sus circunstancias. Hay que alejarse siempre si se quiere ver la montaña. Para ver el cuadro, hay que salirse de él. Del trabajo que nos estrecha hay que salirse también. El ciego es ciego de otros ojos. Jesús apunta a la ceguera interna. Alude a otro modo de ver. Este hombre del evangelio está cegado. Todos los días pasan desengaños sobre nosotros que nos producen la misma ceguera. El polvo del camino siempre nos impide ver. El primer gesto de Jesús es sacarle del sitio en donde está.

No se puede leer un libro si nos metemos en él. No podemos ver la vida si no tomamos distancias. Por eso Jesús, como buen pedagogo, nos enseña siempre desde la sencillez. Y coge al ciego y le dice: «¡Vámonos al campo! Te llevo fuera de la ciudad, de la aldea». Dentro de ella estamos todos ciegos con nuestra febril movilidad diaria. Por eso el silencio es una ayuda para nosotros y para nuestra curación. Salir del sitio es buena cosa.

Jesús también lo toca. Ayuda a tomar contacto con lo que hay. Enseña a tocar lo que hay aquí y ahora. Lo toca y reduce el contacto con el pasado, con la aldea. Este camino de salir de lo que nos ciega está a nuestro alcance. Tomar contacto con la naturaleza es una buena manera de sosegar y ordenar la razón. Se puede salir de nuestra ceguera tomando contacto con el mar, el amanecer, el río, un árbol, la puesta de sol, el agua, la hierba... Eso es lo que hace Jesús con el ciego. Lo lleva a otro camino para ordenar el interior. Es hacer caso de lo que experimenta nuestra interioridad. Cuando hay silencio se pueden escuchar llamadas reales y ver las cosas y las personas tal cual.

Si hay una llamada en el corazón, no discutamos con ella. A veces, encontrar la visión nos lleva a despedirnos de la aldea para siempre. «No vuelvas a la aldea». Es una buena cosa. Cuidado con volver a las andadas que te nublan y te ciegan. Vivir es despedirse siempre de las cosas. No se puede volver a la luz y seguir en la aldea del ruido, del afán, del gentío... El silencio es pura despedida. Las manos, en el silencio, hay que agitarlas diciendo adiós a tantas cosas... No se puede encontrar la vida sin decir adiós a nuestra vida. Eterno adiós. La vida es pura mudanza. El río dice adiós. El agua se siente atraída por el océano que la llama. Uno se despide de todo o se le quiebra el sentido del vivir. Se dice que nadie se baña dos veces en el mismo río. No nos podemos bañar en la añoranza. Jesús nos toca, nos lleva aparte, al silencio, y allí nos ilumina para repetirnos: «No vuelvas a la aldea». Y es que la vida está repleta de separaciones. Vivir es eso. Nos vamos de nuestros amores y eso es maravilloso. Eso es vivir. Porque vivir sabiendo decir adiós es comprender la vida. Sin afán de encajonar la vida con nuestra razón, la vida sería festiva y no nos ahogaría. Los adioses vividos nos conducen a la plenitud. Son caminos que nos llevan a otros encuentros más plenos y necesarios para nuestro crecimiento. Despedirse no debe costar tanto porque es la puerta abierta a otros mundos que nos esperan. El miedo es una huella de tu pie en el pasado. Para estar a salvo tienes que estar en tu sitio justo y vivir sólo el presente. El adiós al pasado con todo lo que conlleva es necesario para recuperarse. El agua no se detiene en ningún recodo. En ninguna ribera hermosa se asienta. Le espera otra Ribera. Ella sabe que si se para se contamina. El hombre que no sale de su aldea y no se mueve no podrá ser como el agua pura. No se deben pensar demasiado los pasos para darlos. Si piensas los pasos, estás perdido. Es como la danza. No se puede pensar. Es cuestión sólo de mover el cuerpo dejándose llevar por el ritmo. Así es nuestra vida: un movimiento continuo porque la soledad más triste y la peor es la de aferrarse al pasado y vivir siempre en «El mismo lugar».

Por otra parte, en el relato de Marcos vemos otro dato que ya antes hemos apuntado y que volvemos ahora a ocuparnos de él. Cuando Jesús toca al ciego toma en cuenta el cuerpo de este hombre. Lo toca. El sabe que el cuerpo es el cauce de nuestra emoción y que lleva en él todo impreso. La vida se escribe también en nuestro cuerpo y en él se aloja nuestra propia historia. Es necesario que el cuerpo esté bien. Atender al sueño, a la comida, al descanso..., es imprescindible para tu salud. El cuerpo avisa claramente cuando lo avasallamos con nuestra violencia. Y con su dolor nos dice: «No huelgues tanto, no comas tanto, no fumes...».

Es importante cuidar el vehículo de nuestro corazón: el cuerpo. Por eso en el silencio se oye su aviso y toma contacto con nosotros poniendo su voz en nuestro interior. El cuerpo nos instruye. «¿Este modo de estar no es bueno? Cambia». El mejor médico es uno mismo. No busques recetas exteriores para tu salud. Cambia tu vida en lo que hay de perjudicial y mejorarás. Es necesario recobrar la vista para descubrir lo que hay a nuestro alrededor, y luego hay que escuchar a Jesús que nos dice: «Vete a tu casa». La casa es un símbolo, una evocación del mundo interior. Te manda, como al ciego, a tu ser profundo. Le sugiere, como a ti, un mundo interior que tienes que habitar a partir de ahora. La casa está en orden a esa función. A esa necesidad.

Calderón dice que el mundo es como un teatro. Es tremendo vivir haciendo teatro. Para ir al teatro, la gente tiene que salir de su casa. Es negar la realidad propia para sustituirla por otra. Eso es representar, hacer teatro. El actor presenta a otro, no a sí mismo. Él presta su propia persona para que otro ocupe su lugar.

En el silencio no se puede hacer teatro. Estamos en casa cuando hacemos silencio. El que está es uno mismo. En el teatro hay apuntadores como en la vida. La gente te apunta lo que tienes que decir, hacer, comprar, ser. No se pueden admitir apuntadores en mi vida. En mi vida, el único apuntador es Dios que inspira mi camino. Jesús dice: «Vete a tu casa». No le dice: «Vente conmigo». No quiere apuntar ni él. Es puro respeto.

Y es que el amor no acapara. En el Cantar de los cantares se escribe: «Vete a ti». No dice: «Ven a mí». Es un amor sagrado y divino que es capaz de no encerrar. Es bueno volver a uno pero el camino para ir al corazón no es fácil descubrirlo porque hemos dado muchas veces vueltas y hemos recorrido caminos de razón, de apoyo, de libros, de conocimientos, de emociones. Nos perdemos incluso en los caminos de nuestros sentidos que ni siquiera esos hemos encontrado. ¿Olfato, vista...? ¿Quién conoce nuestra mirada? ¿Cómo se pueden, por ejemplo, fusionar dos cuerpos sin que se fusionen los corazones? Es necesario descubrir ante todo el mundo fascinante de los sentidos para luego poder disfrutarlos. Por eso, el silencio recupera todo el arte de escuchar, de dar, de sentir Todo tiene antes que entrar en silencio. El problema está cuando creemos que nuestros caminos son mejores por cortos. El camino del silencio no lo es. Es largo, pero es el único que puede ir directo al corazón. No es, aparentemente, atractivo. Pero... te lleva a casa.

Recordad: cuidado con volver a la aldea, a lo de antes. Nos van a reclamar muchos senderos. Igual que los de la montaña. Pero uno solo es el verdadero para subir a la cima.