El silencio retorno al paraiso

«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1)

Todo el capítulo 21 del Apocalipsis es para demostrar, entre otras cosas, el encanto de la nueva ciudad, la nueva Jerusalén, la ciudad santa. Brillaba como una piedra preciosísima parecida a jaspe claro como cristal. Existe una gran diferencia con mi casa, con mi ciudad. Las puertas interiores están siempre blindadas. Mi casa es opaca y blindada. No se vive tan a la buena de Dios. Se vive con temor, a la defensiva. Protegiéndose siempre de todo y de todos. Somos opacos y la luz de dentro no se deja ver. Hay presencia, pero no tiene resonancia ni trascendencia.

En san Juan las puertas son de perlas y transparentes. No recibe luz ni del sol ni de la luna porque dentro todo es silencio; se vive en la confianza de que dentro hay luz. El secreto está en la Presencia, en la luz que reside dentro y se ve.

A veces, el silencio es sólo purificación. Hay horas en donde hay que purificarse, pero siempre existe la garantía de que dentro hay vida. Es imprescindible la limpieza si queremos tener una ciudad transparente como la del Apocalipsis. Cuando hay intoxicación necesito un drenaje.

Drenar un cuerpo no es tarea de un solo día.

Hay que soltar todo para recuperar la salud. Mis impurezas las puedo dejar en mi silencio. Tengo que recobrar la vida aunque las horas de silencio sean duras. Pero alcanzar la raíz es bueno. Todo ha de salir en el camino del silencio. Quedarse en carne viva duele. El dolor purifica. El drenaje limpia.

Cuenta una leyenda que en un reino se convocó un concurso de pintores y que, al quedar dos estupendos artistas como finalistas, los pusieron en una gran sala para que hicieran la última fase de la prueba. Dicha sala estaba dividida por un lienzo enorme para que tapara el uno al otro y así no se pudieran copiar.

Uno de ellos comenzó rápidamente su faena y pronto se vio cómo avanzaba en su creación artística. El otro, en cambio, ante el asombro del rey y los demás espectadores, comenzó a limpiar la pared en la que tenía que plasmar su pintura. Y no hizo otra cosa en todo el tiempo que duró la prueba. Limpiaba, limpiaba... Cuando se dio por finalizado el tiempo y quitaron el lienzo que los separaba se quedaron todos admirados. Resulta que la pintura de uno de ellos era perfecta... Pero, en la pared de enfrente se reflejaba con tal nitidez que no se sabía cuál de las dos era la verdadera. La pared era un espejo tan limpio que copiaba la obra del otro pintor.

A veces nuestra vida es sólo eso: un continuo purificar, limpiar Y eso es tremendamente importante para nuestra obra.

Hay una estación en la naturaleza, el otoño, que se parece a nosotros. Es arrasador. No perdona nada. Todo se cae. Ingresa en un período de muerte, pero es una estación buena. El árbol se deja ver. No es de muerte sino de vida. Ingresa en el invierno y este luego se alarga hasta la primavera. Se gesta, se fermenta. El silencio puede ser un otoño en donde todo se cae. Son horas de vida también porque cuando me purifico, mi salud se recobra y yo me siento de manera distinta.

Lo que importa en el silencio es lo de dentro, como la ciudad del Apocalipsis. En el Corán se dice: «Haz tu casa de modo que no provoques la envidia de tu vecino por la fachada». Jesús, tampoco era amigo de las «fachadas». Tienes que ser como esos patios de Córdoba que no dan imagen de nada pero dentro están repletos y cargados de flores con olor y color. La hermosura está dentro. La fachada, simple y lisa.

En realidad, mi casa tiene que ser un paraíso. En la creación bíblica, Dios coloca al hombre en un paraíso. En un jardín no se pueden poner tapias. La tristeza es una tapia, es una separación. Si me separa la emoción, las ideas..., me impide vivir la relación con los demás. Hay que traspasar las barreras para la comunión.

Las flores de mi casa no tienen una razón de su existir. Son flores sin un porqué. Nos pasamos la vida buscándole sentido. Las flores me dicen que no hay un porqué. ¿Tiene por qué la sonrisa, la alegría, la luz...? En su verdad, la flor, no desea ni crecer. No padece tensión. Ella no desea ni florecer. No desea ni ser vista, ni ser admirada. En las montañas florece porque sí. Por el gozo de ser, no por el de ser vista.

En torno de esta vida de paraíso, Dios coloca al hombre entre flores. Yo estoy hecho para vivir y estar en el jardín. Todos los porqués se desencadenan, gritan, se rebelan, cuando estamos fuera del corazón, en la superficie. No hay que tender hacia nada porque todo lo importante se fermenta allí dentro. En mi corazón no hay porqué. Dentro está la luz y está ausente la tristeza. El silencio es para retornar al paraíso.