Una Eclesiología implícita

¿Acaso la manera de entender la vocación cristiana en la vida religiosa no implica también cierta manera de entenderla en otros estados de vida? (y viceversa, claro está). Religioso, clérigo, laico… no son términos con significado absoluto, sino términos que significan uno en relación al otro. Sucede igual con términos como Padre, Hijo y Espíritu Santo; no expresan realidades independientes, sino una misma realidad que es relación.

¿A qué viene meter a la Trinidad en esto? Pues a todo. No olvidemos que estamos hablando, ni más ni menos, que de Espiritualidad (quizás deberíamos escribirlo siempre con mayúscula para evitar interpretaciones espiritualistas y espiritualoides). Religioso, clérigo, laico… no expresan realidades independientes la una de la otra, sino una misma realidad, la Iglesia, que es relación, interdependencia, comunión. Aún más, expresan formas de vida que existen unas en relación a las otras. Existimos en comunión unos para con otros, porque toda forma de vida cristiana, la misma vocación cristiana, debe ser entendida desde la comunión.

La Iglesia tiene su origen en el Amor de ese Dios que es Trinidad, relación. Y en Él tiene su meta. Nos recuerda el Concilio Vaticano II, citando a San Cipriano, que la Iglesia es un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del hijo y del Espíritu Santo 2. Desde este profundo sentido trinitario y de comunión fue desde el que Domingo vivió su vocación.

En el siglo XIII, había “dos géneros de cristianos” –tal y como rezaba el código de Graciano-: aquellos que lo eran a tiempo completo (clérigos y monjes), y los que, debido a la debilidad de su espíritu, lo eran a tiempo parcial (los seglares). A estos últimos, que no se sentían capaces de separarse completamente del mundo, “se les permite –dice el código- casarse, cultivar la tierra, depositar sus ofrendas en los altares, pagar los diezmos”, etc., como concesiones a su debilidad. La Iglesia y el mundo se presentaban, de este modo, como realidades contrapuestas. La vida en el siglo, si no era mala, al menos estaba plagada de obstáculos que impedían al cristiano entregarse plenamente a Dios. La vida religiosa, por su parte, era entendida de manera sacrificial, como renuncia al mundo (visión compartida, incluso, por el propio Tomás de Aquino 3). Esta justificación teórica de la vida religiosa suponía una explicación carente de un adecuado entronque antropológico y eclesial.

Los cátaros no fueron ajenos a estos planteamientos. Al contrario, los asumieron llevándolos al extremo. Su cosmovisión era radicalmente dualista, y por eso herética. Para ellos, el mundo era absolutamente malo. En consecuencia, la jerarquía de estados de perfección objetivos que sostenía la Iglesia quedaba reducida a una única alternativa: sólo el que abrazaba el estado religioso, separándose totalmente del mundo, podía salvarse.

Frente a la herejía cátara, Domingo predica la bondad originaria de todo lo creado; que el Hijo de Dios se ha encarnado verdaderamente, y no sólo en apariencia; que lo material no es una realidad opuesta a Dios; que la sexualidad y el matrimonio no son pecado… Santo Domingo trata de hacer ver a los herejes cómo el dualismo que defienden es contrario a las Sagradas Escrituras y a la fe cristiana. El mundo, por tanto, no es algo de lo que hay que huir para alcanzar la santidad. Pero el proyecto que Dios inspira a Domingo va todavía más allá: implica, además, una renovación de la propia Iglesia.

Santo Domingo sueña con comunidades de frailes predicadores que recreen el ideal de vida apostólica, que proclamen la Palabra de Dios no sólo con su predicación, sino también con su forma de vivir. Muchos ministros de la Iglesia y religiosos de entonces habían perdido credibilidad por la incoherencia entre su estilo de vida y el mensaje del Evangelio. Los pecados de la propia Iglesia la hacían, por tanto, en parte responsable de la desviación cometida por los herejes, que no pretendían otra cosa más que recuperar la esencia del Evangelio. Aunque los cátaros equivocan el camino, su motivación responde a la imperiosa renovación de la que está necesitada la Iglesia. Renovación que debía pasar, como siempre a lo largo de la historia, por corregir su infidelidad y retornar al Evangelio.
Domingo no sólo está interpelando a los herejes, sino también a la propia Iglesia. Su profetismo implica, entre otras cosas, una revisión del modo en que se venía comprendiendo y ejerciendo el ministerio pastoral por parte de las autoridades eclesiásticas. Nótese que él no pretende afirmar el poder de la Iglesia sobre los herejes, sino devolver a la Iglesia su autoridad. Una autoridad que no puede sustentarse al margen de su fidelidad y servicio al Evangelio.

La manera de entender y practicar el ministerio pastoral por parte de Domingo pone en cuestión las relaciones de poder en que éste se estaba sosteniendo. Los sacerdotes y los religiosos no son los favoritos de Dios, sino que han sido llamados a servir y entregarse a Dios y al prójimo de un modo específico. Uno de los rasgos de la vida de Santo Domingo que mejor refleja esta “eclesiología implícita” en su ministerio es su celo por la salvación de las almas, de la que tanto hablaban sus biógrafos 4 , celo que se trasluce en su entrega por los demás, en su existencia para el otro (pro-existencia), a imitación de Jesucristo. También es un rasgo muy destacado por los que le trataron y conocieron su caridad y cercanía hacia todos 5 , de tal suerte que Domingo se muestra ministro para los demás y hermano con todos –parafraseando a S. Agustín 6 . Tiene claro que los favoritos de Dios son los necesitados, los que sufren, los que viven esclavizados por el pecado y por la miseria. A ellos dedica su vida y para ellos funda la Orden 7 .

Por otro lado, las comunidades de frailes con las que Domingo sueña ya no se alejarán de las ciudades, como hacían los monjes. El mundo urbano ya no es visto como ocasión de corrupción y pecado, sino como oportunidad para el enriquecimiento y el desarrollo de la persona en sus múltiples dimensiones. Domingo manda a sus frailes a fundar los conventos en las ciudades, y también les envía a ellas para que estudien y se formen. La vida activa, por tanto, ya no se concibe en contraposición a la contemplación o al ideal de santidad.
En conclusión. Santo Domingo vive su vocación y ejerce su ministerio desde una comprensión positiva del ámbito secular frente al menosprecio que hacia éste profesaba la mentalidad religiosa dominante de la época y frente al dualismo de los herejes cátaros. Además, restaura el verdadero significado del ministerio pastoral como entrega y servicio a la comunidad eclesial y humana rechazando concebirlo como la mera administración de un poder. Finalmente, Domingo prestará una especial atención a las necesidades espirituales propias del hombre común de su tiempo tratando de dar respuesta a las carencias generadas por el modelo eclesiológico heredado (el de los estados de perfección) en una sociedad cada vez más dinámica y cambiante.

Aquí están los rasgos esenciales del ecosistema eclesial que habíamos mencionado y las razones que explican la fascinación que Domingo despierta en hombres y mujeres de diferente estado y condición.

  D. Ignacio Antón O.P.
 

 


2. LG 4.
3. STO. TOMÁS DE AQUINO, STh II-II, q.186, a1.
4. Cf. Actas del proceso de canonización, testimonios de fr. Ventura de Verona, fr. Frugerio de Penna y fr. Pablo de Venecia, entre otros.
5. Cf. BTO. JORDAN DE SAJONIA, Orígenes de la Orden de Predicadores, c. LIX: “Durante el día, nadie más accesible y afable que él en su trato con los frailes y acompañantes.”
6. SAN AGUSTÍN, Sermón 340, 1.
7. LCO 1, § II.