Sermón para el Viernes Santo

 Sobre cómo debemos conformarnos con cristo crucificado e imprimir la imagen del crucifijo en nuestros corazones para imitarla,[1]

La amabilísima pasión de Nuestro Señor y Salvador, que la Iglesia recuerda hoy en el mundo entero, en ningún momento debe borrarse de nuestra memoria, al contrario, nos conviene pensar siempre en ella con un gran afecto, con una fiel compasión y un piadoso reconocimiento. En efecto, no hay vía más fácil, más segura ni más corta para obtener el perdón de los pecados, la abundancia de todas las gracias, toda virtud y toda felicidad que el ejercicio de la pasión del Señor. Es más, se trata de la vía única por la que podemos llegar hasta Dios; es la vía que han seguido todos los santos después de su Maestro.

Podríamos hablar infinitamente de la pasión de Cristo, y, sin embargo, todo lo que alcanzáramos a decir no bastaría todavía, nunca sería suficiente. Porque no sólo la inteligencia humana, sino también la angélica, permanece confundida ante el amor inefable que ha llevado al Dios Todopoderoso a hacerse hombre; no era suficiente con humillarse muriendo la muerte más espantosa e ignominiosa, por nosotros, indignos y viles pecadores. Una vez que el Dios de toda majestad se sometió por amor a tan grande confusión, a tormento y torturas sin número, ¿no es justo que todos los que quieren ser sus amigos soporten con paciencia los sufrimientos que Dios quiera enviarle, ya sean merecidos o no? E incluso deberían alegrase sinceramente del honor y de la felicidad que Dios se digna ofrecerles llamándoles, en cierta medida, a asemejarse a él y a caminar por el camino que él les ha trazado. San Pedro nos exhorta a fijar en nuestra memoria esta pasión cuando nos dice: Ya que Cristo sufrió en su carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento (1 P 4, 1). Y, para que el olvido no se apodere jamás de nosotros, sino que tengamos siempre el alma repleta de este pensamiento, nuestra madre, la santa Iglesia, nos la recuerda sin cesar por la lectura de las Escrituras, por el santo sacrificio de la misa que celebra todos los días, y también por las imágenes sagradas que nos conducen como de la mano, débiles e ignorantes que somos, para mostrarnos la pasión de Nuestro Señor y hacernos recordarla. Así, sin cesar, nos invita, nos exhorta, nos empuja a alabar a Dios, a darle gracias por el amor inapreciable y verdaderamente asombroso que se ha dignado testimoniarnos de una manera tan excelente por su horrible pasión y su dolorosa muerte. También por esta razón las imágenes de los santos y las pinturas religiosas están permitidas por la Iglesia. Por la contemplación de esas imágenes somos conducidos a caminar sobre la huella de los santos y a imitar su vida piadosa y admirable; igualmente por esta mirada aprendemos a sufrir de buena gana algo por Dios, a combatir vigorosamente; somos fortalecidos en la fe y mantenemos despierta, y en un santo ardor para amar a Dios, a nuestra pobre alma, siempre pronta a olvidar su bien. Sin embargo, de todas las imágenes, la que más nos sirve y nos proporciona beneficios incalculables es el crucifijo, la visión repetida y la contemplación amorosa de Nuestro Señor en la cruz.

Pero, para contemplar bien la cruz, es preciso que encontremos en ella ocho enseñanzas que han sido gravadas en un libro, sobre el cuerpo santísimo del Salvador.

1.- La primera enseñanza o la primera Doctrina que hay que recoger es la pobreza voluntaria. Cristo nos muestra muy claramente y nos recomienda esta pobreza cuando se presenta a nosotros despojado sobre la cruz. Este espectáculo debe conducirnos también a nosotros a querer ser pobres por amor a él. ¿Acaso no abrazó él por nosotros la extrema desnudez de todas las cosas? De sus riquezas infinitas y de toda su gloria no se reservó ni siquiera algo con qué cubrir su desnudez cuando fue suspendido en la cruz. Pero ya había recomendado con sus palabras esta pobreza cuando decía: Bienaventurados los pobres de espíritu porque el reino de los cielos les pertenece. Sí, ciertamente, todo el mundo estará de acuerdo en que son felices los que poseen el reino de los cielos, ese tesoro inestimable. Pero los pobres de espíritu no son solamente dichosos por lo que son, sino sobre todo por tener más de los que desean. Lo que tienen les basta abundantemente; se contentan por ello, y su pobreza les resulta tan querida que no se creen en absoluto pobres. Del mismo modo que los avaros nunca están satisfechos porque aspiran siempre a tener más y están consumidos por el deseo, así también los verdaderamente pobres temen siempre poseer demasiado. Se les llama, pues, justamente pobres porque tienen todo eso que desean. Lo que desean no es otra cosa que la pobreza y la falta de bienes temporales; lo que desean es soportar esa desnudez con amor, por Dios. Han aprendido en la escuela de su maestro a ser verdaderamente pobres, a sufrir la falta de todo. Han guardado bien presentes a sus ojos la imagen y el modelo de la pasión dolorosa y de la vida santísima del Salvador; han gravado profundamente en su corazón la extrema pobreza, en la que él ha querido encerrarse todo el tiempo que ha vivido sobre la tierra en medio de los hombres. Eso es lo que han observado fielmente.

Son también dichosos porque nadie puede despojarles. Aquel a quien se despoja está expuesto a la impaciencia. Ahora bien, el pobre no posee nada, es bien evidente que no se le puede arrebatar nada.

Son dichosos, finalmente, porque poseen ya una parte de la libertad celestial. La libertad es tener más de lo que se desea y vivir contento de su pobreza. Por eso, después del corto pasaje de esta vida terrestre, recibirán como recompensa el reino de los cielos y la felicidad eterna.

2.- La segunda lección o doctrina es la caridad perfecta. Cristo nos ha dado esta lección cuando quiso ser suspendido en la cruz entre dos ladrones con el fin de tomar sobre sí los pecado y las deudas de los dos criminales. ¿Cómo podría testimoniar una caridad más grande y más perfecta que tomando sobre sus hombros las deudas de sus enemigos y consintiendo por ellas que todos sus miembros fueran sometidos a la tortura? Si hubiera sufrido solamente por sus amigos, eso ya sería una gran prueba de su amor. Pero consintiendo sufrir por sus mismos enemigos, nos da un ejemplo incomparable de un amor más que perfecto. Nos enseña así que debemos testimoniar a nuestros enemigos no solamente un afecto cualquiera, sino prestarles servicios y rodearles de buenos oficios cuando se encuentran en necesidad. En efecto, Nuestro Señor se ha dignado soportar los tormentos atroces de su pasión y de su muerte no solamente por los buenos y los amigos, sino también por los malvados y por sus enemigos. Por eso debemos tratar de comprender cómo será el amor del que rodeará después de esta vida a aquellos que le aman y caminan sobre sus huellas quien en el mundo ha dado tantas pruebas de su afecto incluso a sus enemigos. Eso es lo que hacía decir a san Pablo, ese vaso de elección: Dios pone de manifiesto el amor que nos tiene, porque cuando éramos todavía pecadores Cristo murió por nosotros en el tiempo (Rm 5, 8). Y un poco más lejos añade: Si cuando todavía éramos sus enemigos hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con cuanta más razón, ahora que estamos reconciliados, seremos salvados en su propia vida. Os ruego pues que consideréis, queridos hijos, la inmensa caridad de nuestro Dios. Por nuestros pecados habíamos perdido la gracia, le habíamos ofendido, y es en ese momento en que ha querido reconciliarnos con él, no por la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre; ha querido restaurar la amistad violada aceptando por nosotros no una muerte  cualquiera, sino la más atroz que la crueldad humana podía imponerle.

3.- La tercera institución o doctrina consiste en una inmensa y sobreabundante misericordia. Esta misericordia puede casi tocarse con el dedo cuando Nuestro Señor perdona y tiene misericordia con el buen ladrón, que había sido crucificado a su lado por sus crímenes. Anteriormente era su enemigo, se burlaba de Jesús, blasfemaba, pero ahora pide perdón; y Jesús lo admite a su gracia y le concede más de lo que había pedido. En efecto, había dicho: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino, y enseguida recibe la respuesta: En verdad, yo te lo digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). ¿Acaso no es eso darle más de lo que pedía? No solamente se acuerda de él, sino que se muestra enteramente a él; le concede contemplar su rostro y su esencia divina; en eso consiste el verdadero y vivo paraíso de delicias. Cuando Cristo dio el último suspiro sobre la cruz, su santa alma unida a su divinidad descendió a los infiernos para rescatar y librar a todos los que habían hecho la voluntad de su Padre. Ahora bien, a la hora misma en que Cristo moría, el ladrón entregaba también su alma y ésta descendía a los abismos para unirse al Señor, y allí ella le contemplaba en su divinidad, y ese era el paraíso que el Señor suspendido en la cruz le había prometido. Porque, sin duda, allí donde se ve la gloria de la majestad de Dios, allí está el paraíso. Esa es la prueba evidente de su inefable misericordia: ha querido testimoniarla a su enemigo de una forma particular. De ello es fácil concluir cuánto más grande será todavía la misericordia que Dios mostrará a sus amigos. Aprendamos con este ejemplo a practicar la misericordia y a testimoniar nuestra piedad no solamente a nuestros amigos, sino también a nuestros enemigos.

4.- La cuarta lección o doctrina consiste en una perfecta y piadosa obediencia. La obediencia es la que ha clavado a Cristo en la cruz; obediencia de la que dio una prueba especial cuando, inclinando la cabeza, entregaba su santa alma. Hay dos cosas a considerar: la obediencia y la devoción. Entregando su alma a la muerte, hace prueba de su perfecta obediencia; inclinando la cabeza prueba la gran devoción que contenía su corazón. Dice en efecto: Padre, en tus manos entrego mi espíritu. Es como si dijera: “Padre, he sido obediente hasta la muerte; he cumplido todo lo que me has mandado; ahora, pues, recibe mi espíritu. La obra que me ha encomendado está acabada: Todo está cumplido (Jn 19, 30). Y dicho esto, inclinó la cabeza y entregó el espíritu (Jn 19, 30).

De aquí podemos aprender a practicar no solamente la obediencia, sino también la obediencia fiel, tal y como Cristo nos la ha mostrado, de manera a aceptar, inclinando la cabeza, todo lo que nos está prescrito y ordenado, y a testimoniar así que, desde el fondo del corazón, nos sometemos amorosamente y piadosamente. La devoción, en efecto, hace al espíritu pacífico y suave. Veamos, pues, cuál debe ser, según Dios, nuestra devoción. Que cada uno de nosotros examine en qué disposiciones ha sometido su cuerpo, sus bienes, su voluntad a la obediencia. ¿Es por amor a Dios? Si él os manda algo decid enseguida desde el fondo de vuestro corazón: “Señor, mi creador y redentor, acepto con gusto esta orden, por amor a ti. Acepta mi voluntad y mi obediencia como un sacrificio de alabanza en tu honor”. Esta obediencia piadosa debemos practicarla no un día ni un mes ni un año, sino hasta la muerte, a ejemplo de nuestro salvador del que el Apóstol ha podido decir: Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 8). Recordemos sin cesar esta obediencia de Cristo para poder, por esta visión, fortalecernos y alentarnos. En efecto, quien a la hora de la muerte se encuentre sin esta santa obediencia no tendrá parte en la obediencia de Cristo.

5.- La quinta institución o doctrina es el testimonio de respeto y de amistad. Cristo nos ha dado esta lección cuando suspendido en la cruz, triturado por la inmensidad de sus dolores, no quiso, sin embargo, dejar sin consuelo a su madre, afligida al pie de la cruz: a pesar del abismo de dolores y de angustias que le oprimían por todas partes, no la olvidó un instante. Y como no podía, a causa del exceso de sus sufrimientos y de sus penas, hablar extensamente con ella, se contentó con expresar con pocas palabras la inmensidad de su amor y de su respeto hacia ella. Estaba ya casi completamente agotado, su cuerpo ya no tenía fuerzas, cuando en el momento mismo de morir, dirigiéndose a su madre, le dijo lo mejor que pudo: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26).

En medio de los sufrimientos más terribles, su corazón pensaba en su madre y la encomendaba a Juan, su discípulo amado, como si le hubiera dicho: “Oh dulcísima madre, mira a tu hijo único. Yo sé, sí, yo sé de qué espada de dolor mi pasión ha atravesado tu alma. Qué tristeza tienes al ver a tu hijo único ahí, ante tu mirada, suspendido en una cruz, cubierto de sangre y entregando su último suspiro”. Así nosotros aprendemos a honrar a nuestros padres, no solamente a los que están unidos a nosotros por los lazos de la sangre, sino a todos aquellos a los que nos unen vínculos espirituales, a nuestros hermanos y hermanas. Honrémosles por Dios y en Dios, siguiendo el precepto que hemos recibido: Honra a tu padre y a tu madre (Ex 20, 12). Según el testimonio de san Pablo, ese es el primer mandamiento en la promesa nueva (Ef 6, 2).

6.- La sexta institución es una paciencia perfecta. Cristo nos ha dado esta lección cuando quiso ser sujetado a la cruz por clavos, como si quisiera decir a sus enemigos: “Acumulad sobre mí todas las penas que os plazca, las soportaré todas con gusto”. No cabe duda de que jamás en su vida había hecho nada que mereciera la muerte, y, sin embargo, soporta con paciencia las penas que le imponen; se somete a los más crueles suplicios, sin proferir ni tan siquiera una sola palabra de impaciencia, sin tener tampoco en su corazón el menor pensamiento amargo. La prueba está en que cuando se le aproximaba la muerte oraba por sus verdugos: Padre –decía– , perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).

Meditemos atentamente y apoyémonos con todas nuestras fuerzas sobre esta paciencia de Nuestro Señor, para que también nosotros podamos soportar, con un corazón tranquilo y dulce, las desgracias que nos ocurren, cualquiera que sean, incluso las que no hemos merecido, dispuestos a aceptar gozosamente y libremente, por amor a Dios, los sufrimientos que nos aplastan por nuestra culpa o sin culpa alguna.

7.- La séptima institución es una firmeza inquebrantable. Cristo nos la ha recomendado de una manera muy neta cuando quiso que sus pies fuesen fijados a la cruz, como si hubiera dicho: “Permaneceré inmóvil y firme en la obediencia; no descenderé de la cruz a ningún precio hasta haber entregado la vida”. Con ello a querido enseñarnos a perseverar inquebrantablemente en nuestras buenas resoluciones y en la vida piadosa y santa; a abrazar continuamente, y hasta la muerte, la cruz de la penitencia; a permanecer clavados por los pies y por las manos a la cruz de la vida espiritual y moribunda; a no tener jamás en el espíritu otra intención que la de seguir a Nuestro Señor crucificado; en fin, a crucificar todos nuestros defectos, todas nuestras codicias, todos nuestros placeres, hasta que todo sea sometido a la dominación del espíritu. Si verdaderamente, cuando venga la muerte, nos encuentra así, clavados a la cruz, obtendremos de Dios el perdón de todas nuestras faltas y de todos nuestros crímenes. Pero sí, por desgracia, alguien, aunque hubiera pasado millares de años en una vida santa, se separa de la cruz solamente durante una hora y muere en ese estado, su vida pasada no le servirá de nada: será golpeado por la sentencia de una muerte eterna. Es, pues, soberanamente necesario para nosotros permanecer firmes sobre la cruz, con los pies y las manos siempre sujetas sobre ella. Así nos encontrarán a la hora de la muerte y así seremos juzgados por Dios.

8.- La octava lección es la oración continua. Cristo nos la ha enseñado cuando suspendido en la cruz no dejó ni un solo instante de orar a su Padre del cielo. Algunos piensan que recitó sobre la cruz tantos versículos como salmos hay, es decir, ciento cincuenta, comenzando por el salmo: Dios mío, Dios mío, vuelve tu mirada hacia mí. Se trata del Salmo 21, y que continuó así, por orden, con los salmos siguientes, hasta el versículo del Salmo 30: En tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).

Démonos cuenta bien aquí cómo Cristo comienza su oración por esas palabras: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46).

Nosotros no podemos pensar en nuestra muerte sin terror, porque el Hijo Único de Dios, que no había pecado, experimentó tan duras angustias y oró a su Padre con tanta devoción que no lo abandonase. ¿Qué será de nosotros, miserables pecadores? Aprendamos, pues, al pensar en nuestra muerte, a derramar ante Dios nuestras ardientes oraciones. Cristo se entregó a la oración como si hubiera pasado su vida entera en el pecado. Pero, si la oración es siempre necesaria, lo es sobre todo cuando llegamos al término de la vida, por eso es preciso recurrir a la oración y aplicarse a ella con todas nuestras fuerzas. En el momento de la muerte debemos dirigir nuestro corazón perfectamente hacia Dios, abandonarnos con una humildad profunda en su inmensa misericordia, a fin de que los malos espíritus que nos asalten, en ese momento en particular, huyan y sean derribados por nuestras oraciones, de tal manera que no tengan ningún dominio sobre nuestra alma. Que nuestro dulcísimo Creador, bendito por los siglos, se digne concedernos esta gracia. Así sea.


[1] E.-P. NOËL, O.P., Oeuvres Complètes de Jean Tauler. Religieux dominicain du XIV siècle. Traduction littérale de la version latine du Chartreux Suris, tm 2, París 1911, pp. 246-257 (la traducción del francés ha sido realizada por Manuel Ángel Martínez, O.P.).